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Capítulo 13 | El acuerdo

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Escritora consumada, concept artist en ciernes y adicta al trabajo. Do...


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Imágen destacada - Capítulo 13 | El acuerdo

—Mi señora condesa, estáis tan hermosa… qué digo… más hermosa que nunca.

Joshua se deshacía en alabanzas, inclinándose con torpeza bajo su ropa de cuero y su gesto despreciable. En sus vulgares ojos marrones, brillaba la devoción propia de un hombre que no sabe hacer otra cosa más que adorar y servir a la mujer que han decidido convertir en su esposa.

A pesar de que esta estuviese casada con otro hombre. Uno muy superior, quien, por cierto, era su jefe.

—Joshua, encantada de verte. Esperaba encontrarte aquí. El capitán de tu guardia no me permite acceder a mi casa.

El hombre, visiblemente afectado, se aferraba el borde de su camisa y tiraba hacia abajo, pasando la mano de la espada a los pantalones en continuo miedo. Miró a Joshua como si este fuera el cobrador de impuestos que llevase evitando décadas.

—Pero, mi condesa, eso es imposible. Este hombre no tendría el valor para llevaros la contraria —amenazó no tan veladamente al capitán, rozando con la punta de los dedos la cicatriz de su boca.

—Pues al parecer así es —comentó Armelle frustrada en el interior del carruaje—. Joshua, venimos de Raconntes. Ha sido un viaje largo. Abre la puerta, si me haces el favor.

El hombre fue a obedecer antes de que una idea brotase en su mente como un estallido de alarma. Armelle nunca había pisado antes Laserre, era su primera visita, y él no había recibido ninguna notificación previa de que se fuera a hacer…

—Mi condesa,… disculpad mi atrevimiento, pero… ¿sabe vuestro marido que estáis aquí?

Armelle tomó aire con fuerza. Ahí estaba. La pregunta que ella había temido desde que se decidió a emprender aquel estúpido, acelerado y, a todas luces, inútil plan. Pero nadie iba a detenerle el paso, y mucho menos alguien de la categoría de Joshua.

—¿Es necesario que mi esposo comparta todos sus asuntos contigo antes de permitirle el paso a la legítima dueña de esta casa?

Bueno, técnicamente era de Moncef Louis, pero considerando que este le había entregado (de una forma indecorosa y con falta de humanidad) su beneplácito para acudir a ese lugar, no entendía por qué el hijo de un fronterizo iba a ponerle trabas ahora a su distinguido paso

No se había cambiado de guantes ni de vestido en las últimas ocho horas y estaba a punto de perder por completo la paciencia.

—Mi señora…, ¿sabe vuestro marido que estáis aquí?

De nuevo con la preguntita. Joshua la miraba con ese brillo maléfico y perverso en los ojos. Por un momento, Armelle tuvo ganas de levantarse y amenazar al hombre con que lo degradarían si no se hacía a un lado y la permitía pasar.

A Armelle, III de su nombre. A la condesa Roizeron, la señora de Corcupiones.

Pero no, era más inteligente que todo eso. Sabía que con burros, animales sin adoctrinar como Joshua, solo había una cosa que funcionara. Así que, inclinó el cuello, sacó la mitad de la cabeza por la ventanilla y abatió sus largas y perfectas pestañas.

«Mírame maldito cerdo», pensó para sí misma, «contempla a la mujer más bella del maldito reino».

—Joshua, querido,… estamos agotadas. Ha sido un viaje TAN largo.

¿Qué hay de malo en que dejes pasar a la mujer del dueño de la casa y a tres esclavos indefensos? Tengo una jaqueca espantosa… He esperado todo este tiempo para verte…

Posó su larga mano en el rostro de Joshua y lo acarició con delicadeza. Las puntas de sus dedos recorrieron su mejilla con deliberada lentitud, dejando que sus ojos se quedasen fijos en los pozos de negra crueldad de la mano derecha del conde. Este tembló un momento y al ver que el capitán lo estaba mirando, dio un paso hacia atrás.

—Mi señora, vuestro marido es un hombre peculiar y en estos momentos no se encuentra en casa… No creo que le gustase que le abramos…

Ella tembló mientras se tiraba de la punta del guante. En sus ojos se mostraron dos pozos de lamentaciones. Su boca se abrió con la dulzura de una rosa.

—Entiendo… volveremos a Raconntes pues, con mi suegro. Aunque ha sido tan ignominioso…

El rostro de Joshua se contrajo de asco. Considerando que ese hombre se había criado con Ramiel y que, además, era un par de años mayor, estaba claro que conocía al suegro de Armelle con detalle. De hecho, contaban las malas lenguas que la cicatriz que tenía en la cara se la había hecho Moncef Louis en persona y que no había sido en una batalla como a este le gustaba relatar.

—Si tú supieras…, Joshua,… lo que me ha dicho…

—No puedes volver a Raconntes. Ese sitio es una fortaleza para presos políticos y soldados. No es el lugar de una dama.

Esta cabeceó una vez más. La toma de decisión de abrirle las condenadas puertas se estaba alargando y el guante con el que le había tocado la cara a Joshua le quemaba de la repulsión que le estaba provocando. Sin embargo, siempre se salía con la suya con el juego de Moncef Louis. Quizá tenía que probarlo con su marido.

Sea como fuera, el hombre era un auténtico animal. Después de aquella cena, había tenido varios encuentros con él sumamente desagradables hasta que decidió salir a toda prisa de la maldita fortaleza.

Allí había tenido bastantes más problemas para que le abrieran las puertas de las que le iba a presentar ese mal vestido de Joshua.

—Soy la legítima dueña de esta casa, Joshua. No puede decirte nada.

—Lo animó con un ligero fruncimiento de cejas—. ¿O es que temes su reacción?

Claro que lo temía. Cómo no iba a temer al señor de Corcupiones. Pero un hombre del orgullo y poderío de Joshua, sin pizca de sofisticación, jamás lo admitiría. Con un gesto de mal humor, hizo una señal al hombre de las murallas, quien accionó la maquinaria que le franqueó por fin el paso. Entonces, se inclinó en la ventanilla del exquisito carruaje de la condesa y le sonrió con esa cara deformada que tenía.

—¿Cuándo podremos vernos?

—Oh, querido. Dentro de la casa no. Sería de pésima educación.

Sobre todo, si mi marido no está presente.

Dicho aquello, permitió que los caballos la guiasen hasta las puertas de la impresionante casa de Laserre.

Concebida como mansión de recreo y retiro veraniego, Laserre con- taba con tres inmensos pisos de una enorme amplitud. En el frente se extendía un patio de piedra gris y blanca y los amplios ventanales mostraban las dimensiones de la exquisita estructura. El tejado, terminado en picos, era de la teja azul grisácea más elegante que ella jamás hubiese visto.

Es decir, no era ni de cerca tan bella y bonita como Mérimée, pero en aquella vivienda se había hecho historia. Ahí era donde Moncef Louis encerró a su mujer tras considerar que estaba loca, hasta que esta apareció un día asesinada. Allí era donde se decía que Ramiel había perdido la cabeza.

Su fortaleza privada. Su casa de las delicias. Su retiro del placer. Descendió del carruaje solo para ver a una esclava del todo inadecuada salir a recibirla. Tenía en su rostro una expresión que denotaba que no sabía quién era ella, qué narices hacía ahí o cómo tenía que comportarse.

Metis, con su habitual disciplina, salió al instante del transporte y se dirigió a la asombrada sierva.

—Esta es la condesa Roizeron, que viene a ver su marido. ¿Cómo se te hace llamar?

—Cie… Cielarrel —murmuró la sirvienta todavía petrificada—.

Perdón, no… no sabía que estaba casado…

La condesa, al oír aquello, frunció ligeramente el ceño y se quedó mirando a la esclava. Llevaba un uniforme de manga corviés, corte algo ceñido en las caderas y falda corta. Su pelo se veía sucio, al igual que su cuello por la zona del escote.

Al momento, añadió en su agenda la tarea de revisar a la servidumbre para darle nuevas directrices sobre lo que se esperaba de los esclavos de un hombre de tal importancia.

—Cielarrel, avisa a tu Amo entonces. Su esposa está aquí. La chica pareció recuperarse a tiempo para indicar:

—Mi Amo no está aquí en estos momentos. Pero puedo guiaros a las habitaciones de invitados hasta que él vuelva y disponga las cosas de otra manera. Por favor, seguidme. Le diré a algún esclavo que se haga cargo del equipaje.

—Gracias, Cielarrel.

La esclava no se planteó en ningún momento preguntarle a la recién llegada cuál era su nombre. Quizá, no contaba con que se quedase mucho tiempo. Al acceder al hall de entrada, Armelle evitó realizar cualquier gesto de la impresión que le causó aquella opulencia.

Contaba con suelos de mármol de un maravilloso estampado geométrico marrón sobre el que descansaban las alfombras del hilo burdeos más fino que existía. Enormes columnas dóricas de mármol llegaban hasta los altos techos abovedados. Largos ventanales de cristal, que cubrían toda la superficie con cortinajes a los lados, se abrían para dejar pasar luz a raudales al interior.

Frente a ellos, una inmensa escalera se desplegaba como si el material hubiese sido colocado y luego fundido. Las barandillas, de hierro forjado negro con motivos vegetales, era todo lo que una mujer podía desear.

Lo peor de toda la casa, sin lugar a duda, eran las esclavas que miraban a la condesa sorprendidas por el vestuario y la exquisitez de su dueña. Estaba claro que esa era otra cuestión que debía repasar con ellas cuando las viese más tarde.

Selene se puso a su lado y susurró con delicadeza:

—Ama… esta casa es preciosa.

Se vio obligada a cerrar los ojos para que tal despliegue de belleza no la invadiese por completo. Entonces, volvió a fijar la vista a su alrededor y, solo entonces, empezó a encontrar pequeños detalles que le arrancaron una media sonrisa de placer.

Las cortinas necesitaban un lavado, igual que los cristales. Los jarrones estaban vacíos sin flores. Los joyeros descolocados. Las barandillas sin pulir. Había mil detalles en los que ella podía pensar que demostraban la administración de un hombre como Ramiel en aquella preciosa mansión.

Claramente, la necesitaba.

Lo que la esclava había definido como habitación de invitados con gran desatino era en verdad un ala entera de la casa, con su propio saloncito para recibir a las visitas, una biblioteca privada y un inmenso dormitorio con una cama con dosel. Tenía un cuartito para alguna invitada de menor importancia justo al lado y un baño con excelentes muebles, pero casi sin luz, en otro apartado.

Al instante, dispuso que el baño se mudase a la habitación más luminosa, para que deshicieran su equipaje, cambiasen las sábanas de su cama (que a todas luces hacía bastante que no se lavaban) y se trajesen flores frescas para todos los jarrones de la casa.

Exigió a Cielarrel que le trajese a las esclavas que se encargasen en general del servicio y la limpieza interna de la casa.

—¿Cuántas necesitáis, mi señora? —Fue su impertinente pregunta.

Como no era más que una bestiecilla de campo mal enseñada, pasó por alto la pregunta antes de espetarle sin ni siquiera mirarla:

—¿Cuántos trabajáis en el interior de la casa?

Ella se alzó de hombros, como queriendo decir que ni sabía contar ni nunca le había preocupado demasiado el tema.

—Entonces, con varias de vosotras me llegará.

En cuanto aparecieron, se dio cuenta de que todas compartían las mismas carencias de modales, la falta de higiene en cuanto a su vestuario y su cuerpo y la misma sorpresa al conocer a la mujer de su Amo.

Metis las puso a raya con rapidez. Les indicó cómo debían ordenar todos los libros de la pequeña biblioteca para que ninguno estuviera fuera de su sitio. Selene abrió las cortinas y las ventanas para airear  la estancia y luego se hizo cargo de los carísimos vestidos de su Ama, estirándolos con cuidado y disponiéndolos en el inmenso armario de roble.

Mientras tanto, Armelle se asomó por la ventana para ver las inmensas y preciosas extensiones de terreno que rodeaban la casa. Los jardines necesitaban muchísimo trabajo. Por ejemplo, podía ver en ese terreno un magnífico cenador. Ahí, también, podrían levantar varios rosales blancos como los que tenía en Mérimée.

Pero eso requeriría mucho más tiempo del que sabía que tenía.

Sin pensárselo ni un momento, tomó los guantes que le ofrecía una disciplinada Selene y se los puso con rapidez. Entonces, tomó una profunda bocanada de aire. Al ver la lentitud y torpeza con las que se movían las esclavas del servicio de su marido, ordenó una copa de un vino dulce, se puso unos zapatos más cómodos y le pidió a Cielarrel que la acompañase.

La esclava, que parecía menos entrenada que un pekinés salvaje, observaba a la condesa con un gesto de confusión en la cara mientras esta caminaba por los extensos pasillos de la mansión de Laserre. Podría haberse llevado a Metis con ella, pero temía por la eficiencia de las disposiciones que había dejado.

Así que lo primero que hizo fue llevarse a esa pequeña bestiecilla y a Jean Pierre y visitar la casa por completo. La exuberancia de los decorados, el papel de exquisitos estampados en la pared y los muebles le recordaron una y otra vez que aquella casa había sido creada como mansión de retiro y no como vivienda principal.

De hecho, ni siquiera estaba construida al uso común en Corcupiones: con pasadizos y escaleras traseras por donde iba la servidumbre para no tener que encontrártelos en tu día a día.

—Están limpiando la habitación del Amo, pero puedo llevaros adónde queráis.

Se notaba demasiado que la casa entera estaba descuidada. Los suelos no brillaban tanto como deberían, las paredes no estaban lo bastante pulcras, los jarrones se apartaban en una esquina, poblados de flores marchitas hace tiempo ya. Las dimensiones eran colosales y estaba claro que aquel sitio requería una mano de hierro, pero, en vez de eso, se encontró vestigios de la vida de su marido en cada rincón.

Por todas partes se veían sus costumbres y usos. Sobre todo, en la biblioteca.

La biblioteca principal no tenía nada que envidiarle a las del centro de la península que tanto había alabado el «Hombre Libre» al que conoció por los caminos. Era majestuosa. Digna de un rey culto. Inmensas estanterías llenas de valiosos ejemplares se alzaban del suelo al techo. Grandes ventanales con cortinajes pesados rojos se abrían a los lados en un suelo de parqué que brillaba a pesar de su antigüedad.

En un lado, un precioso piano negro reposaba en calma. Al instante de verlo, el corazón de Armelle se ablandó y se dirigió con paso prematuro hasta abrir la tapa y tocar una de las teclas.

Cómo no, estaba desafinado. No creía que su maravilloso y creativo esposo hubiese recibido educación musical. De hecho, con seguridad el piano no había sido tocado desde que encerraron a Laura.

Por todas partes se notaban vestigios del paso de Ramiel. Los sofás de la sala estaban rodeados de montañas de libros. Había bandejas con copas limpias dispuestas de forma estratégica, además de varias velas a medio acabar y mantas de excelente hilo y material repartidas por las esquinas.

—Recuérdame que he de llamar a un afinador de pianos para que venga con urgencia. Tenéis que ordenar esta habitación, sacar las alfombras, pulir el parqué y reordenar todos los libros. Está hecho un desastre.

—S… sí, mi señora —musitó sin convencimiento la chica, que ya se veía cargada de trabajo sin esperarlo.

—Quiero ver las cocinas y las dependencias de los esclavos.

Cielarrel empalideció visiblemente. Era evidente que no esperaba que nadie que no fuese un vulgar soldado entrase jamás en sus áreas.

—Mi señora…, las dependencias de los esclavos están… sucias… y… no son lugar para una dama…

La condesa la atravesó con una gélida mirada. Entonces, alzó el mentón, se dio la vuelta y salió de forma magnánima de la habitación al tiempo que comentaba:

—Una esclava nunca debería indicarle a una dama adónde puede y no puede ir —le explicó con toda la paciencia del mundo—. Si esto se repite, haré que te azoten.

La cara de la sirvienta se puso del color del papel antes de asentir con la cabeza y guiar a la condesa por donde esta quisiera. Pronto descubrió que la visita de la señora de la casa era una novedad insoportable para todos los que se habían acostumbrado a hacer las cosas como el conde las quería.

En la cocina puso todo mangas por hombro mandado relavar todos los utensilios, vaciar todos los armarios y reorganizar las alacenas en botes de cristal sellados. En las habitaciones abandonadas puso orden y mandó realizar limpiezas radicales. Después se internó en el área de los esclavos, con un pañuelo frente a la boca, reorganizando camas y lugares como si fuese Dios en la tierra.

Ordenó que todo fuese desinfectado hasta el detalle. Que los catres se arreglasen, la paja se cambiase y las mantas se lavasen y cosiesen. De poco sirvió que le explicasen que cada esclavo tenía la obligación de mantener sus propios cubículos. La condesa, con la piedad de la que solo tiene que dar órdenes y descansar después de tanto caminar, continuó su marcha sin dar tregua.

—¿Y por qué hay habitaciones en las que se apelmazan cuatro o cinco esclavos y otras en las que solo duerme uno?

—Nuestro Amo lo dispuso así —comentó Cielarrel agotada ante los ojos espantados de Frievha, que cargaba con cubos de agua y jabón de un lado para otro.

—Bueno… tendré que comentarle que este sistema es muy ineficiente. Esta habitación vacía será para Jean Pierre, ya que necesita suficiente espacio. Quiero que se le haga traer una bañera, una cama, una mesa y una silla y todos los utensilios que necesite.

La esclava asintió con un gesto de confusión y exasperado agotamiento.

—¿Necesitas algo más, Jean Pierre? —le preguntó secamente la noble al esclavo negro.

Este miró a su alrededor, hizo un gesto de disgusto con la boca, como si estuviese acostumbrado a mejores cuchitriles y después negó con la cabeza.

—Entonces está todo listo. Quiero ver ahora las dependencias de mi marido.

No le importó que en un matrimonio de conveniencia como el suyo fuese una gran falta de decoro entrar en las habitaciones de su esposo sin pedirle permiso. Estaba demasiado enfadada con su comportamiento y demasiado excitada por la gran cantidad de cambios a mejor que iba a hacer en Laserre como para tener en cuenta los sentimientos de su marido. ¿Acaso él había pensado en algún momento en ella mientras vivía en aquel lugar encantador y retirado?

Desde luego, no.

Abrió la puerta y el olor a él la impregnó de arriba a abajo. Era el aroma a limpio, a vino y a whisky caro y a pintura. A la derecha, se encontraba una gran cama con dosel y sábanas blancas impecables y recién cambiadas.

Las ventanas estaban impolutas, los muebles bien pulidos. A la derecha había un pequeño salón y un cuarto de baño luminoso con suelos de madera. A la izquierda, al lado de un enorme armario de madera de doble fondo, se encontraba un cuarto relativamente grande lleno de lienzos pintados.

Por todas partes se encontraban libros, botellas de alcohol y libretas de cuero plagados de dibujos, por no hablar de carísimos vasos de cristal repletos de carboncillos, gomas, difuminadores, lápices, pinceles y todo tipo de instrumentos de dibujo.

Había un inmenso caballete de madera contra la pared con un lienzo en blanco encima y un maletín de madera lleno de colores con una paleta a la derecha, frente al taburete.

Estaba claro que pasaba mucho tiempo allí.

De pronto, algo sacó de su ensimismamiento a la mujer. Una esclava la miraba con cautela apoyada en una pared. Armelle no fue impasible ante la belleza de la sirvienta. Tenía el rostro pálido como la harina, los labios pequeños como una fruta madura, un largo cabello castaño claro e inmensos ojos azules.

Parecía una muñeca viva…

—Noeux —la llamó de malas formas Cielarrel, haciendo que la chica diese un respingo en su sitio —. Esta es la condesa de Roizeron. Inclínate —le ordenó con mal gusto la sirvienta.

La noble, que era consciente de que ni Cielarrel ni ninguno de los otros esclavos habían tenido ni la decencia ni la educación de inclinarse al conocerla, vio con delicia cómo la preciosa esclava se inclinaba torpemente ante ella y volvía a alzar sus ojos, curiosa ante su aspecto.

—¿L… la condesa? ¿Sois la mujer de mi Amo? —Le tembló una preciosa voz de soprano cuando le hizo la pregunta.

A Armelle el temor de la chica frente a la descarada atención del resto le gustó más de lo que admitiría en un primer momento. Pero, entonces, una sombra de duda la eclipsó por completo. ¿Qué hacía una esclava tan bonita encerrada en las habitaciones de su marido cuando él no estaba en la casa?

—Sí, efectivamente —aclaró con más dureza de la que esperaba antes de fruncir los labios y entrecerrar los ojos, eclipsada de pronto por la sombra de la duda—. ¿Quién se ocupa de servir a mi esposo cuando yo estoy ausente?

Dejó sin mencionar que llevaba «ausente» en esa casa desde el comienzo de su matrimonio. Sin embargo, ninguna de las dos esclavas pareció percibirlo. La chica, sin embargo, mostró un gesto de confusión antes de murmurar:

—Soy yo, mi señora.

Armelle tomó aire y apretó los labios.

—No. Me refiero a quién le sirve en la cama mientras yo no estoy

—increpó con dureza, frustrada por haber tenido que expresar sus preocupaciones en alto.

La esclava pareció todavía más confundida que antes. Entonces, como si fuera la pregunta más tonta del mundo, clavó sus preciosos ojos azules en ella y respondió en voz alta:

—Soy yo, mi señora.

Entonces, lo entendió. Aquella esclava, poco más que una niña era sin lugar a duda el entretenimiento en las sábanas de su esposo y, por eso, la mantenía escondida y apartada de la envidia del resto. En cuestión de segundos, sus estúpidas inclinaciones le parecieron torpes y carentes de gracia; sus ojos, osados y frívolos y su vestido, corto y sucio. Y… ¿qué era lo que llevaba al cuello? ¿Era un collar de perro? ¿Era posible que su esposo fuera tan retorcido y ella tan estúpida como para lucirlo de esa forma?

—Esta habitación es un caos y un total desorden. Los lienzos de    la otra sala están apilados sin orden ni concierto. Hay cuadernos por todas partes y las paletas de colores están sucias. Arréglalo.

Y, sin esperarlo ni un momento, sin que jamás lo hubiese soñado, la esclava abrió la boca y se atrevió a pronunciar en voz alta:

—Mi Amo lo quiere así.

La noble se volvió despacio antes de ofrecerle a la niñata la mirada de maldad más gélida que jamás le hubiese dedicado a alguien que, técnicamente, no tenía ni siquiera la condición de ser humano.

—¿Cómo dices? —Le regaló una segunda oportunidad.

—Mi Amo lo quiere así. Él me enseñó personalmente cómo le gustan las cosas y las mantengo así. —Pareció vomitar las palabras la sierva con un mal gesto.

Así que le había enseñado cómo le gustaban las cosas, ¿eh? Estaba claro que así era. Para Armelle, una mujer que le gustaba tenerlo todo bajo el más estricto control y que, a pesar de todos sus esfuerzos, había fracasado en su misión de comunicarse con su marido, el hecho de que esa Nadie, esa maldita nada salida de ninguna parte que se abría con facilidad de piernas ante cualquier hombre, fuese capaz de hablar con su marido, la ponía enferma.

Se volvió con despotismo antes de decidir, en cuestión de segundos, que la vida de aquella esclava tenía que empeorar en cuanto apareciese su marido de vuelta en la casa.

Al fin y al cabo, ella era la esposa. La legítima. Su mujer.

Y ahora que estaba en su casa, no necesitaría a ninguna esclava que le calentase la cama.

Los días siguientes se decidió a visitar las cuadras y los campos. Fue a revisar los depósitos y a dar órdenes para que en un futuro los jardines mejorasen radicalmente su apariencia. Reasignó puestos en la cocina e hizo incómodas preguntas sobre la servidumbre. Hasta llamó a Joshua para que la guiase por las murallas y ver el estado en el que vivían los soldados.

Pronto, el fenómeno de la noble en la casa no se hizo de rogar. Mientras Noeux se escondía en la habitación de su Amo, esperando con impaciencia su regreso y haciendo que Armelle perdiese toda la intención de perdonar el atrevimiento que había osado tener en su primer día, el resto de los esclavos vieron cómo su vida mejoraba a pasos agigantados.

De esta forma, convocó un día a los esclavos de los campos. Los hizo ponerse en fila a las diez, regalándoles cuatro horas y media de sueño que se les antojó como un regalo a todos los exhaustos, helados y famélicos siervos. La distinguida dama, acostumbrada ya a que los esclavos la mirasen sorprendidos más de lo que se consideraría correcto y apropiado, reparó en la delgadez de estos con una mueca de frustración.

En esas condiciones, no trabajarían de forma eficiente y varios tenían

pinta de no ser capaces de pasar el invierno.

Dejar que los esclavos muriesen de hambre no era su estilo.

Fue avanzando, haciendo preguntas e inquiriendo respuestas, con Joshua a un lado, Despointes al otro y Cielarrel ligeramente retrasada del grupo.

—¿Cómo se os hace llamar?

—Pietro, señora.

—Pietro, respiras mal. Ve a ver a Jean Pierre por la noche y pídele algo para los pulmones.

—Gracias, mi señora.

—¿Y tú?

—Ornella, mi Ama.

—Tienes el uniforme y las manos sucias. Que sea la última vez o mandaré que te azoten.

—Sí, mi Ama.

—¿Y quién es Varo?

—Yo, Ama.

—Varo, he encontrado ciertas irregularidades en tu dormitorio. Espero que sea un asunto de una sola vez, pero no tienes permitido llevarte herramientas de la cocina. Si esto se repite, serás reasignado a los campos. ¿Entendido?

El hombre se inclinó con un gesto de soberana rabia. ¿Por qué estaba tan gordo? Estaba claro que ese esclavo robaba de las cocinas. Tendría que investigarlo...

—Sí, Ama —contestó este con reticencia.

—¿Y quién es Jack?

Todos enmudecieron y miraron con nerviosismo al único esclavo que estaba en la fila completamente estirado, en pie tras unos ojos de profundo cansancio y curiosa expresión. Armelle giró la cabeza al verlo. Era atractivo a su manera, aunque… esos ojos…

—Date la vuelta —le ordenó autoritaria sobre sus zapatos de tacón.

Estaba acostumbrada a tratar con esclavos altos, de anchas espaldas y hosca expresión. Jean Pierre, sin ir más lejos, era así.

Como respuesta, el esclavo alzó una ceja de mal humor y se dio la vuelta despacio, mostrando su camisa rajada por los latigazos, su labio cortado y sus pies negros y llenos de cortes por todas partes. En sus ojos, se leía una curiosidad feroz y animal por lo que la noble estaba haciendo con las pertenencias de su marido.

—Este es de los conflictivos —le susurró Despointes al oído mientras

Joshua se acercaba y le dedicaba una mirada de advertencia al joven.

Armelle, que además de preciosa era sumamente inteligente para estas cosas, inclinó la cabeza hacia un lado y, al hacerlo, un ligero perfume a rosas le llegó a la nariz al malacostumbrado esclavo. No se le pasó por alto las miradas de odio que intercambiaban el vulgar hijo de un fronterizo y aquel, a todas luces, salvaje esclavo.

—Pídele agua a Frievha para lavarte y dale tu camisa para que la cosa —le ordenó, antes de pasar al siguiente.

Él no le respondió como hicieron los otros, pero a ella tampoco le importaba. Se percibía que el chico estaba demasiado débil y delgado para aferrarse a otra cosa que no fuera su obcecamiento.

Cuando terminó su ronda, mandó que todos los esclavos descansasen ese día y que se los alimentara con una copiosa comida consistente en arroz, pan, pescado y algo de verdura. La popularidad de la noble, entonces, se dividió en dos bandos bien diferenciados: los esclavos del exterior de la casa que descubrieron que sus habitaciones estaban impecables y libres de olores, sus uniformes arreglados y sus mantas cosidas, se convirtieron en fuertes defensores de «La Condesa».

Por otro lado, estaban los esclavos del interior que vieron cómo su vida se convertía en un infierno bajo el duro dominio y las exigencias de una mujer que lo quería todo perfecto.

Pero, cuando poco a poco el trabajo y las revisiones de la noble se fueron acabando, hasta este segundo grupo tuvo que admitir que las cosas iban mucho mejor desde que alguien administraba la casa. Y esta no había dejado ni una habitación sin investigar de la primera y la segunda planta.

Planeaba llegar a la tercera cuando apareció de pronto el conde sin avisar…

Ramiel descabalgó con maestría de su caballo y pasó la pierna por la montura antes de caer frente a la puerta de su casa. No le importó que ningún esclavo saliese a recibirlo. Al fin y al cabo, tampoco se había hecho anunciar…

Buscando algo de paz, abrió las inmensas puertas de la mansión con la desenvoltura del que se sabe en su pequeño reino particular antes de entrar en el hall. Entonces, se paró durante un segundo para encender un cigarro, quitarse los guantes y la capa y dejarlos sobre una butaca.

En cuanto alzó los ojos, se dio cuenta de que algo no iba bien.

Con su mirada rapaz y el cigarrillo prendiéndose entre sus labios, vio las alfombras de su hall limpias y alineadas. Los cortinajes estaban impecables, los ceniceros vacíos, los jarrones llenos de flores frescas...

Se le fue contrayendo el ceño y cerrándose los ojos cuando notó en el aire un ligero perfume a rosas.

A su izquierda, una esclava pasó y se inclinó al saludarlo. Era extraño que llevara el cabello tan bien recogido en una trenza y su vestido se mostraba impecable, como jamás lo había visto antes.

La sombra de una duda se convirtió en una inmensa certeza antes de fruncir el ceño con rabia y descubrir que todos los libros habían sido maniáticamente ordenados por colores y alturas.

Eso fue más de lo que pudo soportar.

Avanzando a grandes zancadas por la escalera, lanzó su bufanda contra el suelo, se retiró el cigarro de la boca y bramó con rabia:

—¡ARMEEEEELLE!

Avanzó como un titán por la segunda planta en dirección a las habitaciones de invitados. Sus ojos brillaban con la furia de los dioses y las esclavas que iba encontrándose a su alrededor se apartaron con terror al verlo llegar.

—¡ARMEEEEELLE!

—Un segundo, querida —interrumpió, la condesa, su conversación con su sirvienta al oír aquel grito procedente del pasillo—. Creo que mi marido ha llegado a casa.

No se hizo de rogar.

Apareció por la puerta más exquisito que nunca. El año que llevaban sin verse lo había hecho madurar como un vino de buena cosecha que se paladease solo en los salones más exclusivos y cultos. Llevaba su cabello suelto como siempre y un gesto de tremendo desagrado deformaba su impecable rostro, dándole un rictus de maldad.

—Bienvenido   a   casa,  querido.   ¿Cómo   ha   ido   el   viaje? Ramiel parecía incapaz de creérselo. En ningún momento rozó con sus ojos el exquisito cuerpo de Armelle, a pesar de que ella llevaba uno de sus corsés favoritos cubierto en perlas que hacía su cintura deliciosamente fina y su pecho moderadamente redondo.

—¿Cómo que bienvenido a casa? ¡¿Qué narices haces aquí?! —la increpó estupefacto este antes de estirarse por completo y enfrentarse a ella.

Armelle no pudo evitar ver cómo la ceniza del cigarro de él caía   al suelo y manchaba la cara alfombra, por no hablar de que tenía las botas llenas de barro y de tierra. No hizo ningún gesto para indicar que aquello la molestaba, a pesar del cuidado que había puesto en que todo estuviese impecable para la vuelta de su esposo. Entonces, tomó la decisión de atajar el enfado de Ramiel cuanto antes.

—Dejadnos —ordenó secamente a sus esclavas.

Observó cómo Metis y Selene intercambiaban una mirada de preocupación al salir del dormitorio, al parecer convencidas de que algo podría pasarle a su adorada Ama si la dejaban sola con aquel monstruo.

Pero ese monstruo era su marido. Él había heredado las riquezas de los Luigeli al casarse con ella. Él le debía respeto por los votos sagrados que pronunciaron. Y Armelle no era de las que se rinden antes de intentarlo.

—Sigo esperando a que me des una puta explicación sobre cómo has entrado en mi casa. Y lo que es más importante, cómo es que se te ocurrió que sería una buena idea venir mientras yo estaba fuera, sin anunciarte ni pedir permiso.

Qué lenguaje… cómo se notaba que era un digno hijo de su padre.

—Querido, no seas hipócrita. Si te hubiese avisado habrías dado la orden de que por nada en el mundo me abriesen la puerta —comentó en voz alta ella mientras se retiraba una pequeña pluma del brazo, mostrándose encantadora como siempre—. De cualquier forma, no ha sido idea mía.

—¿Ah no? —inquirió Ramiel entrando en la habitación y mirando a su alrededor, frustrado por los arreglos que había ordenado su mujer—.

¿Y se puede saber quién metió en tu cabeza la estúpida ocurrencia de irrumpir en mi puta casa de esa forma? Si vivo en una fortaleza aislada con una única vía de entrada, Armelle, es porque no me gustan las visitas.

—Eso está claro. —Mantuvo la calma ella mirándolo de reojo a través de sus tupidas pestañas.

Era exquisito. Su chaleco se doblaba en la cintura justo a la altura en la que debían de empezarle los abdominales. Se movía alrededor de la habitación, tocándolo todo y sacando libros de su sitio como un animal encerrado en una jaula. El simple hecho de mirarlo de cerca le producía mariposas en el estómago. Tomó aire un momento antes de mencionar en voz alta:

—La idea fue de vuestro padre.

Eso detuvo al conde en seco, que volvió una mirada de furia a la mujer y se sacó el cigarrillo de los labios con una expresión de cautela en su poderoso rostro.

—¿De Moncef Louis?

—Del conde Roizeron, por supuesto. —Le regaló ella aquel recordatorio de que Ramiel no sería plenamente el dueño de Corcupiones hasta que muriese su padre—. Me envió varias misivas urgentes durante semanas, así que me vi obligada a viajar hasta Raconntes.

El noble pareció aplacarse un momento, distrayendo su ira hacia otro asunto antes de tomar aire y espetar como quien no quiere la cosa.

—Deberías hacer con las cartas de mi padre lo mismo que hago yo.

—¿Y eso es? —preguntó coqueta.

—Quemarlas.

La condesa se armó de paciencia. Sentía una profunda atracción física por su marido, pero no iba a permitir que emociones y sentimientos absurdos propios de las clases inferiores la distrajeran de su verdadero cometido. Tenía una misión e iba a hacer que sus deseos se satisficiesen fuera como fuera.

—He tenido que ir a verlo a ese horrible castillo que tiene en plena capital. —Volvió a acaparar su atención.

—No es tan horrible. —Arrancó con sarcasmo Ramiel encendiendo un nuevo pitillo y haciendo un gesto que demostraba que pensaba lo contrario de lo que decía—. Ahí me crié yo.

—Tu padre fue del todo insistente con la urgencia de verme —mintió ella, pasando por alto el hecho de que Ramiel consideraba Raconntes como su lugar de crianza—. Cuando llegué, me acusó de no poder quedarme en estado. ¡No solo eso! Entró en mi dormitorio mientras yo estaba en camisón. Cuando le dije que era del todo impropio ese comportamiento y que debía anunciarse antes, me contestó que éramos casi familia. Y que, si tú no cumplías con tus deberes como marido, él se encargaría de generar un heredero varón con la sangre de los Roizeron corriendo por sus venas. Armelle soltó aquella confesión lívida de la rabia. Se apoyó en la columna de la cama y se llevó la mano al pecho. Le costaba respirar con ese corsé, sobre todo, cuando se excitaba de esa manera. ¿Qué le pasaba? No era propio de ella…

»Tuve que salir a la mañana siguiente de allí. —Se le encendieron las mejillas por la rabia—. Quién sabe lo que es capaz de hacer ese hombre…

Ramiel, que permanecía con un gesto de sorpresa en su rostro, puso una mueca de duda, se llevó el cigarro a los dientes y pareció ponerse a pensar en voz alta:

—¿Sería capaz? Oh, vaya que si es capaz… —Tras meditarlo un momento, comentó—: Si te hubiese tomado por la fuerza, podría declararle la guerra. Nadie se opondría. Hasta Iván me apoyaría. Creo que fue Franboiçe I el que mató a su hermano por algo parecido… Tendría que mirarlo.

Armelle frunció el ceño con resentimiento.

—No bromees con esas cosas, Ramiel. No tiene gracia.

—Yo nunca bromeo con la familia, Armelle —le recriminó con gracia él clavándole los ojos—. Sabes que alguien va a pagar muy caro el hecho de que estés aquí, ¿verdad?

Los pensamientos de la condesa fueron al hijo del fronterizo que estaba inútilmente enamorado de ella y que le informaba de todos los movimientos del conde en secreto. Una punzada de arrepentimiento la sacudió de arriba abajo durante un segundo al pensar en lo que su marido haría con él, quitándosela de encima con una simple inspiración y un abatimiento de pestañas. Al fin y al cabo, Joshua solo era un plebeyo. Esas cosas pasaban cuando uno no tenía sus fidelidades bien definidas.

—Ramiel, por favor —Trató de atraerle con un tono del todo diferente—… ¿no me encuentras encantadora? Me he arreglado para ti…

—Claro. Eres preciosa, Armelle, ya lo sabes. Pero también sabes que no me satisface en nada compartir mi casa y mi vida.

—¿Ni siquiera con tu familia?

—Sobre todo con mi familia.

Ella frunció el ceño con fuerza. Tenía que quedarse embarazada si quería seguir percibiendo las riquezas que le otorgaba el apellido de los Roizeron. Moncef Louis era muy capaz de hacer que su hijo repudiase a su esposa y que esta tuviese que volver a la casa de su padre por su incapacidad para tener hijos. No obstante, Jean Pierre le había asegurado no solo que estaba lo bastante sana para concebir, sino que estaba en el momento idóneo del mes por las lunas para empezar una nueva vida en su interior.

Pensó en contarle a su marido que su padre pretendía matarlo… pero eso solo provocaría que la ira de Ramiel se desbordase a su alrededor y era muy capaz de planear algo que le diera un casus belli contra el gran y poderoso Moncef Louis. Entonces, con la rapidez con la que una mujer hace un par de arreglos y hace suya una habitación, tomó un abanico y se planteó decirle que su progenitor planeaba casarse de nuevo y tener otro heredero.

Pero quizá, solo quizá, a Ramiel hasta le parecía bien eso. Total, él no estaba interesado en la corte, en las guerras o en los juegos políticos.

Entonces, una idea sacudió su mente.

—Ramiel, debemos gestar un heredero. Estoy en mi momento óptimo del mes.

—Armelle —Pareció agotarse él solo con pronunciar su nombre—, no tengo ninguna intención de jugar a las familias felices, vivir contigo, ser monógamo y generar herederos. ¿Me has entendido? No quieres vivir aquí conmigo. Envía a un soldado a una taberna y que se siente a escuchar todo lo que se dice de mí. Entonces, que te lo transmita. Todo es verdad. Cada palabra que se cuenta es verdad. No quieres vivir esto.

Era rudo… rudo y egoísta. Pero ella sabía que lo hacía solo para meterle miedo. Sabía que su estrategia cuando quería apartar a alguien de su lado era recordarles a todos lo cruel, sádico y demente que era.

Pero, de nuevo, ella era demasiado inteligente para dejarse vencer por esas tonterías. Sobre todo, después de haber tenido que lidiar con Moncef Louis.

—Si no quieres hijos, ¿para qué te casaste?

Él la atravesó con una mirada llena de significado.

Sabes por qué me casé.

Claro que lo sabía. Todos lo sabían. Moncef Louis la había pedido a ella como esposa. Gerardo, su padre, había exigido que fuera Ramiel el marido. Al fin y al cabo, ella era demasiado joven y todos pensaban que había sido el propio conde el que había asesinado a su esposa Laura.

Pero, de nuevo, todos los nobles del reino sabían que Ramiel estaba en contra de la boda. Se contaba que su padre lo había amenazado con desheredarlo si se presentaba borracho el día de la boda. De hecho, el corcupionés se había casado relativamente tarde y le sacaba diez años a su joven y adorada esposa.

Ni siquiera el día de la boda había tenido la decencia de fingir ante la corte y los aristócratas de más fina alcurnia, que sus ojeras eran por alegría o que estaba ligeramente conmovido por los votos que se le presentaban. De hecho, en cuanto se había firmado el contrato, lo primero que había hecho, en vez de dejarse felicitar por sus allegados, había sido salir de la iglesia de golpe y marcharse directo al banquete de bebidas.

—Ramiel, querido —le increpó ella, dejando atrás los recuerdos de su boda—, me parece estupendo que no tengas ninguna intención de jugar a la familia feliz. Pero ten en cuenta, por favor, que yo tengo mis derechos, mis poderes y mis propios contactos. Si no cumples con tus obligaciones maritales, me aseguraré de que tu padre nos haga una agradable visita aquí, en Laserre, para recordarte que en nuestro contrato matrimonial se estipula que el veinte por ciento de tu riqueza, proviene de mí.

La amenaza de que Moncef Louis apareciese en Laserre sirvió para que el rostro de Ramiel, que antes simplemente se mostraba iracundo, se pusiese lívido de la indignación.

—Estoy segura de que a tu padre le encantará volver a SU casa. Dará órdenes y disposiciones para que todo esté a su gusto. Además, estoy convencida de que le encantará verte —mintió con su perfecto rostro de condesa—. Hace mucho que no os ponéis al día. Tiene muchas ideas sobre cómo podrías administrar mejor tu tiempo. Solo tengo que enviarle una carta dándole la idea, y lo tendremos aquí con su escolta en poco tiempo.

Ramiel frunció el ceño con rabia. Su rostro era el mismo que el que Armelle imaginaba tendría la muerte en las profundidades del infierno. Sabía que amenazar de esa forma a su marido no era sabio, y menos prudente, pero ella contaba con ventaja. Contaba con que Ramiel, siempre tan callado acerca de su vida, sus recuerdos y su infancia, creyese de verdad que ella no tenía ni la menor idea de la conflictiva relación que mantenían padre e hijo.

Sin embargo, él sabía que ella tenía razón. A Moncef Louis todavía no se le había ocurrido acudir en persona a ejercer presión sobre su hijo. Y si aparecía con su escolta, ni todos los hombres de las murallas serían capaces de impedir que pasase.

Entonces, la vida de Ramiel se convertiría en un infierno y este tendría que doblegarse ante las insistencias de su padre o huir a cualquier otro castillo donde carecería de cuadros, luz natural y libros para pasar su ocioso tiempo.

Él tomó aire y lo soltó despacio. Mordió el cigarro con rabia, apuntaló con sus terribles ojos dorados a la noble y declaró:

—Está bien. Negociemos.

—Me parece una decisión acertada. —No se dignó en sonreír ella—.

¿Qué quieres?

—Que te marches. —El conde aspiró una bocanada de tabaco y sonrió con desprecio antes de añadir—: Y que dejes a mi padre fuera de esto.

—Me parece idóneo. —Hizo una pausa ella, tirando de la punta de su guante—. Yo quiero que cumplas con tus deberes matrimoniales.

—¿En la cama?

—Por supuesto.

Él pareció agotarse solo con oírselo decir. Miró a su alrededor, tomó una botella de whisky y se sirvió una generosa porción en el vaso. Después, bebió un largo trago antes de señalarla con sus ojos.

—¿Qué más?

—Quiero que dejes estas habitaciones habilitadas como yo las he dejado para el momento en el que vuelva.

—No vas a volver. —Se rio él en su cara con un rictus de enojo.

—Volveré dentro de unos meses si no me he quedado en estado. Además, para asegurarnos de que esto se cumpla, lo haremos a lo largo de toda esta semana. —Tragó saliva antes de afirmar—: Varias veces al día.

Había apostado fuerte…

—Armelle, no soy una máquina. Los hombres tenemos nuestras limitaciones —se burló él.

—¿Sí? ¿Le preguntamos a la esclava de los ojos azules que vive en tu habitación si tienes tus limitaciones?

Él se permitió sonreír por primera vez en el día. Alzó las cejas con diversión, se apoyó en la pared con un vaso de whisky en la mano y espetó con sorna:

—Veo que has conocido a Noeux.

—Debemos discutir los privilegios que le otorgas a esa esclava.

El conde se tomó unos segundos para respirar profundamente antes de aclarar:

—Armelle, no vas a decirme a qué esclavas puedo follarme y a cuáles no. No vamos a jugar a esto.

—Soy tu esposa.

—Son esclavas, no nobles. Si quieres comprarte un esclavo que te caliente la cama, por mí genial. Es más, te ayudo a escogerlo si te parece bien.

Armelle arrugó el ceño indignada ante aquel atrevimiento. Entonces, frunció los labios con rencor y musitó:

—Esa esclava es una desvergonzada. Y una maleducada.

—Lo dudo mucho.

—Y además es una niña. No creo que tenga edad para ser tu distracción en la cama.

—Es mayor de lo que aparenta —aclaró él dándole una nueva calada al cigarro.

—No me importa. Quiero que te deshagas de ella.

Ramiel tomó aire con calma. Entonces, con la frialdad del que está acostumbrado a estrangular a todo el que le lleva la contraria, aclaró:

—Armelle, vamos a hacer una cosa. Yo no meteré  las  na- rices en tus cosas y tú no las meterás en las mías. Cumpliré con las que tú llamas mis «obligaciones». Vendré cada noche e inten- taré dejarte embarazada para que tengas un pequeño retoño con el que presumir delante de tus amigas. Pero tú te marcharás en diez días contados. Y, si te quedas embarazada, no volverás más. Antes de darle una calada nueva al cigarro mencionó de pasada:

—A no ser que mi padre decida tomarte por la fuerza, apalearte o encerrarte. En ese caso, sí, puedes volver a molestarme.

Ella tembló en el interior de su corsé de la indignación antes de poner las manos frente a su falda. Entonces, alzando el mentón y girando el rostro con delicadeza, clavó sus preciosos ojos azules en su marido y con una exquisita pronunciación comentó:

—¿Sí? ¿Y qué harías si tu padre decide ofenderme lo más mínimo?

Él la atravesó con una mirada de placer. Se llevó el vaso a los labios y le dio un largo trago a su whisky. Entonces, tras pensarlo un momento, comentó:

—Si mi padre se atreviese a tocar cualquier cosa que sea mía, empe- zaría una guerra para proteger tu honor. Convocaría a todos los nobles, a mis abanderados y al mismísimo rey de la península del Reloj de Arena y marcharía contra él. Después de vencerle, y solo después, te entregaría su cabeza para que hicieras con ella lo que gustases.

Armelle tomó aire ante aquella declaración. Era consciente de que el noble lo decía en serio, que no había exagerado su reacción ni falsifi- cado ni uno solo de los pasos en su declaración de intenciones.

Y, por eso, y solo por eso, todas las penurias que le acarreaba su matrimonio merecían la pena.

Porque estaba casada con el hombre más vengativo, fuerte y pode- roso de todo el reino de Riemfer. Un hombre capaz de degollar a su propio padre si este le faltaba el respeto a su mujer.

Así que se relamió, tiró de guante y le tendió una mano desnuda   a su marido. Ambos se evaluaron a distancia durante una fracción de segundos. La bella noble y el monstruo aislado, la condesa de Corcu- piones y el hijo repudiado. Y, sin dudarlo ni un segundo, saboreando la expectación de cada segundo que pasaría con él esa noche, afirmó:

—Trato hecho.

Por una vez, llegaron a un acuerdo.

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