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Capítulo 01 | El asesino

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Escritora consumada, concept artist en ciernes y adicta al trabajo. Do...


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Imágen destacada - Capítulo 01 | El asesino

El prisionero llevaba al menos un día en el agujero maloliente y sólido en el que lo habían abandonado después de despojarle de sus armas, su dignidad y sus estúpidos designios de libertad. Con el ceño fruncido y sintiéndose como si llevase horas atado bocabajo en el mástil de un barco, acertó a entreabrir ligeramente los ojos.

E inmediatamente se arrepintió de ello. En pocas horas o quizás en unos cuantos parpadeos, quién lo sabía, se celebraría el juicio que pondría fin a su estúpida huida. 

El chico se incorporó y se miró las manos y todavía le pareció ver los restos de sangre debajo de sus uñas o el dolor en el corazón que sintió cuando vio el cadáver destrozado. Tragó saliva. Era culpable. Era culpable. Nadie escapaba de la justicia del Rey.

Uno de los otros presos se le quedó mirando. Las pulgas saltaban alrededor de su lecho de paja. Se urgaba los dientes, extrañado por el aspecto del joven que hiperventilaba en una esquina, aferrado a sus propias cadenas. Era tan tonto… tan estúpido, que no se daba cuenta de que su aspecto medio aseado y lo joven que era lo convertía en el objetivo perfecto para el resto de sus compañeros de celda. 

Habían pasado dos días desde que los Noboar lo trajeron, inconsciente, vapuleado y con más cadenas que un pederasta famoso. Lo tiraron en la celda con el calificativo de “asesino” y luego lo dejaron dormir la mona hasta que se despertó de golpe. Desde entonces, el chico no había hecho otra cosa más que dar guerra y problemas y quebraderos de cabeza. Primero gimió como un cobarde, diciendo que era inocente, que había sido un accidente, que no podían juzgarle en Nirkje. Luego intentó sobornar a los guardias con un oro que al parecer tenía aunque nadie lo había visto.

Luego pasó a las maldiciones y amenazas.  

Sus compañeros de celda se lo pasaron en grande viéndole sacudir inúltilmente la puerta de metal, examinar los goznes de las rejas o intentar despegar las medievales y poderosas piedras de la pared para crear un hueco desde el que huir. Cuando se dio cuenta de que no había forma inteligente y honorable de escapar, pasó a la fuerza bruta. Apoyándose en la espalda, embistió con todo el impulso del que eran capaces sus piernas contra la puerta de hierro una y otra vez hasta llamar la atención de uno de los guardias. A su alrededor, el resto de los presos lo vitoreaba y animaba a gritos más para pasar el rato que porque alguno de verdad creyese que podrían sacarlo.

Entonces llegaron los guardias. Entró el primero: un infeliz grande y gordo mal acostumbrado a ese tipo de estupideces, con una porra en la mano, decidido a meterle la tranquilidad de Ahmre en el cuerpo al estúpido chaval. Lo que él no esperaba era que el loco lo embistiera, se sacudiera, lo golpeara y hasta le mordiera como un animal intentando escaparse.  

Tuvieron que entrar dos compañeros más, gritando como locos y golpeando a lo que se moviera, para reducir al chico. Y después, a pesar de que este ya estaba bien sujeto a la pared, le regalaron un par de puñetazos extra por las molestias. 

Al final el chico se ganó una merecidísima fama en menos de veinticuatro horas de liante, violento, loco y merecedor de la peor de las suertes. Pronto, todos los guardias del Ministerio 23 de Nirkje supieron que era mejor no darle ni pan ni agua al chaval, no fuera a ser que este tuviera otro de sus prontros. Uno de ellos, Félix, llegó a la conclusión de que la mejor forma de ponerlo en su lugar era meter en su misma celda a varias de las ratas más peligrosas que iban a juzgarse aquel día

Todos aparentaban estar muy calmados cuando los trasladaron, pero en el momento en que se quedaron solos, la cosa cambió para el chaval: empezaron a hacer bromas a su costa y a motivarle a empezar un motín que les diera la libertad. Lo llamaron profeta y señor de forma irónica. Después, al ver que este no reaccionaba y se resentía de la paliza anterior, empezaron a amenazar con sodomizarlo, robarle la ropa y hasta las botas y hacer que cargara con los crímenes por los que los iban a juzgar a ellos.

Todo eran risas y bromas en la celda tres, hasta que el chico pareció tener una revelación de luz y se lanzó de pronto contra el cabecilla de los tres estúpidos que habían osado atacar su honor de esa manera. 

De nuevo tuvieron que volver a intervenir los soldados, que les lanzaron un cubo de agua helada para conseguir separarlo. Después, Félix, en un alarde de veteranía, entró en la celda y, aprovechándose de que el chico llevaba las manos atadas con una vieja y mugrienta cuerda, lo golpeó varias veces en la sien hasta que este perdió el conocimiento.

Y así había llegado a aquel momento, a aquel instante en el que el joven se despertó y pilló al guardia mirándolo con una expresión de asco y mala leche en su horrible rostro varjeriés. 

  • Eres tú ¿verdad? - le increpó molesto - eres el hijo de puta al que llevamos buscando seis días. El asesino. 

El joven que se iba despertando poco a poco, tomó aire, arrugó la nariz asqueado y miró a su alrededor, percatándose de nuevo de dónde estaba.

  • Esto es un error —repitió por décima vez con cansancio—, yo no debería estar aquí. No se me debería juzgar así.


  • La justicia del rey es igual para todos, rata —le espetó con odio Félix, cruzándose de brazos y atravesando con la mirada al agotado muchacho—. Se te juzgará igual que al resto. No eres especial.

El chico pareció querer confesar y declarar algo, pero las palabras se le clavaron en la garganta. Bajó la cabeza y se centró en coger aire despacio para calmarse.

—¿Crees que serán muy duros? —Sonrió por última vez, y en ese instante pareció más un niño asustado que el hombre acusado de tal atroz crimen - Podrían al menos darme una muerte honrada; en combate, o con un hacha… o con…—Lo miró directamente— porque no me van a dejar vivir… ¿verdad? 

El guardia se permitió sonreír con asco. El muy estúpido todavía creía que tendría un juicio al uso, cuando las pruebas eran tan evidentes y firmes que solo acudiría para escuchar el veredicto.

  • Tu sentencia ya está firmada. No sirve de nada que te lamentes ahora —le espetó con rabia. - Y yo, personalmente, espero que te pudras por lo que hiciste.

El joven lo miró sorprendido antes de sonreír con cansancio, mirándose los pies.

  • Bueno… no es una sorpresa. Nunca he confiado mucho en la justicia del rey.

Pareció reírse para sí mismo antes de que un ruido al fondo del pasillo lo hiciera palidecer y aferrarse las rodillas. Tras sus ojos verdes desencajados vio llegar a los soldados con grilletes de metal en las manos. El muchacho tragó saliva. El miedo se le clavó en el estómago cuando los guardias abrieron la puerta. 

Desde el suelo los vio amenazar con las espadas a los otros presos. Desde allí, helado, empezó a notar el corazón golpear de forma violenta contra su pecho. 

BUM BUM.

BUM BUM.

El soldado le cogió las manos y le puso los grilletes de metal antes de cortarle las cuerdas. Luego lo levantó de su sitio y le hizo atravesar el umbral de la celda. Un horrible pensamiento lo invadió al momento: sería la última vez en vida que volviera a ponerse en pie. 

BUM BUM.

BUM.

BUM.

—Vas a morir, asesino de mierda —le espetó en el oído Félix antes de empujarlo violentamente hacia delante.

El chico no se revolvió. Estaba convencido de que llevaba su pecado pintado en la cara, de forma que todos pudiesen verlo. Le costó subir las escaleras y atravesar la puerta de madera. Una luz brillante le cegó un momento y le hizo encogerse. 

Entonces, oyó a la turba. 

—¡ASESINO! ¡ASESINOOOOO!

El joven los miró sin poder creérselo. ¿Tan querida era? Un hombre con una toga negra y un enorme mazo de madera lo miró desde las alturas. Los guardias empujaron al chico al otro lado de una mesa de madera y se pusieron justo detrás de él. No había abogados ni fiscales ni tribunales. Solo rostros de mujeres y hombres que chillaban enloquecidos: «¡ASESINO! ¡¡¡¡¡ASESINO!!!!!»

De pronto, recordó que llevaba un par de minutos sin respirar. No se atrevió a mirar a su juez, sino que se quedó concentrado en la turba, buscando algún rostro comprensivo… o al menos conocido entre todos ellos. Pero lo único que alcanzó a ver fue a campesinos como locos, ávidos por ver la sangre correr, y a un hombre completamente tranquilo, con sus ojos oscuros y penetrantes que no despegaba la mirada de él. Tenía una pinta maquiavélica, pero lo que más llamaba la atencón era la cicatriz que cortaba sus labios de forma vertical a un lado de su rostro.

—¡ASESINO!


—¡Silencio! —impuso orden el juez—. Estamos aquí reunidos bajo la gracia de su majestad Edward Croisovert para juzgar a este hombre, acusado de asesinar a una querida mujer. —Entonces se quedó mirando al patidifuso preso antes de torcer la nariz e increparle—¿Tienes algo que decir en tu defensa?

El joven no pudo contestar. Estaba paralizado por el miedo. En shock. Su corazón ya no palpitaba. Miró al fondo de la sala. El hombre de la cicatriz sonrió con maldad.

—No…yo no quería...


—¡SILENCIO! ¿Cómo te atreves a faltarle el respeto a este tribunal y a la inteligencia de sus miembros con excusas baratas de última hora de esa forma tan descarada? ¡¡¡TENEMOS TU CONFESIÓN!!!

El joven tembló un momento. Sí, es cierto que podía haber dicho algo estando inconsciente, y el hecho de que hubiese huido eran pruebas más que suficientes.

—Por lo general, en estos casos la pena que se impone es la muerte por la horca. Este tipo de crímenes no pueden quedar impunes, sea el que sea el acusado —espetó de forma grandilocuente el juez, dirigiéndose a la turba como si fuesen sus admiradores en el teatro—. Pero hoy me siento magnánimo.


—¡BUUUUHHH! ¡¡BUUUHHH! ¡¡ABAJO! —abucheaba la gente.


— Un asesino como tú no se merece seguir libre y mucho menos tiempo de cárcel donde provocar los mismos problemas que has generado aquí. - y negando con la cabeza, apuntilló - No. No mereces vivir. 

El silencio chillaba en los oídos del joven con su rostro desfigurado por el pánico. Entonces, el juez golpeó cuatro veces la superficie de madera. 

— Yo, Jules Abalde Terrmen, por el poder que me ha sido conferido por la gracia de su majestad, Edward, primero de su nombre, descendiente de la dinastía de los Croisovert y por tus cargos de asesinato, te condeno a la esclavitud.

El chico por un momento cambió su expresión.

BUM.

No iba a morir.

BUM.

No iba a… Iban a…

El terror invadió su rostro. La turba gritaba de éxtasis: ¡SÍ! ¡ESCLAVÍZALO! ¡MUERTE AL ASESINO! ¡MUERTE!

El joven vio cómo los soldados avanzaban frente a él. Un asistente traía una horrible y lapidaria cajita de madera al estrado.

—¡NO! —gritó desesperado—. ¡NO! ¡ESPERAD! ¡NO!

Los hombres lo agarraron con decisión, lo estamparon contra la palestra y, por si acaso, le golpearon sobre el moratón de la sien. Las piernas del chico se le desconectaron por un momento y se le doblaron las rodillas. Le habían quitado los grilletes y le sujetaban con fuerza las muñecas a la mesa de madera.

El chico tiró y tiró. Las lágrimas acudieron a sus ojos. El terror se deslizó empapado en un sudor frío por su frente. De pronto, su cerebro empezó a funcionar a toda velocidad. Su cuerpo generó más adrenalina de la que podía soportar.

—¡PREFIERO LA MUERTE! —gritó desesperado—. ¡PREFIERO LA MUERTE! ¡PREFIERO LA MUERTE! ¡MATADME! ¡POR FAVOR, MATADME!

Pero nadie lo escuchó. Los rostros se volvieron difusos. Los sonidos se distorsionaron. El frío metal que jamás se abría por ningún motivo se cerró alrededor de sus muñecas, sellando su destino para siempre. Lo único en lo que pudo pensar el chico antes de volver a sentir su corazón, era que nunca había imaginado los brazaletes tan fríos… 

ni tan pesados.


Lo sacaron a rastras de la sala como si fuera un peso muerto. Nadie hizo ningún comentario. Nadie le dirigió la palabra. No hacía falta. De la violenta actitud del chico que había intentado escapar con todas sus fuerzas no quedaba nada. 

Atravesaron un patio interior con un poste clavado en la mitad del lugar y unas barracas de madera roñosa justo detrás. Y al abrir las puertas del almacén, el olor los obligó a parar unos segundos para acostumbrarse. Varios hombres y mujeres permanecían en la oscuridad, encadenados a la pared y con el cuerpo lleno de llagas y heridas. 

Algunos se atrevieron a mirarles. En sus ojos solo se leía una desesperación animal y un increíble hambre de violencia. 

Empujaron al chico, y este miró a sus pies al darse cuenta de que el suelo estaba resbaladizo de excrementos líquidos y de sangre. Ni siquiera le vinieron las arcadas, ni se atrevió a levantar la vista. Estaba demasiado avergonzado. Así que dejó que lo guiaran al final del barracón y le encadenaran las muñecas y los pies a una pared. Luego lo empujaron hasta que quedó sentado sobre un lecho blando y asqueroso.

Frente a él, un hombre parecía a punto de morir por «el flujo», inmóvil y pálido como la muerte . A su derecha y a su izquierda, ocho hombres y mujeres se volvieron para mirar a ese joven de buen aspecto que parecía, al mismo tiempo, aterrado.

BUM. BUM.

—Eh, chico. Qué ropa más bonita —le espetó el esclavo de al lado—. Podrías cambiármela. Tengo un poco de maíz escondido por aquí. El maíz es bueno. Es fresco. Tal y como entra, sale.


—Oye, chico. Eres nuevo, ¿no? —Saltó a la carga otro—. Mírate, todo virginal y puro. Aún no te has cagado de dolor encima, ¿eh? Aún no has pasado por la iniciación.


—¡LA INICIACIÓN! —chilló de forma aguda una mujer—. OH, NO. NO MÁS SEÑOR…


—¿Sabes qué te hacen? —Le metió miedo el de la derecha—. Te cogen y te desnudan. Luego, te bañan con agua y con lejía y después con cal. Y después con…


—Eso no es cierto —gritó un cuarto desde una esquina oscura de las barracas—. Primero te castigan. Aunque no hayas hecho nada. Eso lo sé.


—¡¿Y cómo lo sabes?! —Pareció amenazarle su compañero -. A ti no te han sacado de aquí todavía. 


—Porque antes trabajaba en un ministerio.


—¡ENTONCES ERES TAN CABRÓN COMO ELLOS, PERRO ESCLAVO!

Una de las figuras se lanzó a por la otra sin que este pudiera defenderse. El moribundo, en medio como estaba, no pudo apartarse antes de que los dos empezaran a arañarse, pateando el suelo delante del joven y salpicándole en la cara con los restos. El chico tembló de asco, se limpió con el reverso de la mano y enterró la cabeza entre sus brazos, empezando a hiperventilar de la ansiedad.

—OH, POBRECITO. Míralo cómo llora.


—Ya llorará mañana cuando lo saquen para entrenarle. Tienen una vara de bambú.


—Oh, la de bambú es peor. Ni siquiera salen verdugones. Salen costras. Costras y ronchas… muy molestas. Escuecen cuando te echan lejía.


—¡QUE NADIE ECHA LEJÍA, VIEJA LOCA!

Los prisioneros volvieron a pelearse a voz en grito antes de que apareciese un funcionario por allí, que los amenazó con castigarlos si seguían armando barullo. Después, miró al joven y nuevo preso y, sin darle más importancia que a la de un perro muerto al lado de una carretera, le comentó en voz alta a su compañero:

—Tengo que acordarme de poner al número once de primero mañana en la lista de aprendizaje. En vez de dos días desnudo en poste, deberíamos dejarlo cuatro o cinco por los problemas que dio. 

  • ¿No amplías el castigo corporal?


  • No. Es joven. Se puede conseguir buen oro por él.

El aludido no reaccionó. Metió la cabeza todavía más entre las rodillas e intentó no mirar a su alrededor. Porque hacerlo implicaba echar un vistazo a su futuro. A aquellos pies llenos de llagas y callos. A aquellas costras y úlceras por la falta de higiene en la piel. A esos ojos de hambre y locura. A esos desechos acumulados alrededor de sus figuras. A esos negros.

Oscuros.

Penetrantes.

Y horribles brazaletes.

Pasó el tiempo. No podía decir cuánto, ocupado como estaba en conseguir que su cuerpo dejase de templar. Intentó convencerse de que, si lo deseaba lo suficiente, si cerraba los ojos, lloraba y suplicaba a los cielos, algún dios se apiadaría de él y se despertaría de nuevo, lejos, en un campamento bajo la luz de las estrellas, libre para vivir, morir o suicidarse como quisiera.

Pero cuando abrió los ojos, lo único que vio fue al funcionario dándole golpecitos en el pie para despertarlo. Ya estaba. Iban a azotarle. Iban a hacerle pasar por la iniciación. Lo golpearían hasta quitarle las ganas de vivir de dentro del cuerpo. 

—Vamos —le ordenó como el que no está acostumbrado a que le desobedezcan.

Cogió la cadena que colgaba de los grilletes del preso y tiró de ella como si fuera un perro mal atado. El chico lo siguió con los oídos pitando de miedo, incapaz de escuchar a nadie, resbalando en el fangoso suelo del almacén. 

Una bocanada de aire puro le dio la bienvenida. El prisionero tomó ese momento para alzar los ojos y ver al hombre de la cicatriz firmando un par de papeles y poniendo varias bolsas con oro en la mano del funcionario.

—Mil por el esclavo —murmuró el hombre—. Quinientos por entregároslo antes de que salga a subasta pública.


—Correcto —Sonrió con desdén el comprador—. Y otros quinientos por dárnoslo sin pasar la iniciación. Todo eso puedes cambiarlo en los libros. Nadie tiene por qué enterarse de que ese oro es para ti, libre de impuestos. —Le guiñó el ojo con una simpática maldad cómplice.

Por un momento, el chico se permitió alzar los ojos para mirarle. ¿Y si estaba pagando por su libertad? ¿Y si venía a salvarle la vida? Pero rápidamente se dio cuenta de que no era así cuando el hombre que tenía los papeles de su compra lo atravesó con la mirada.

—¡VAMOS, ESCLAVO! ¡NO TENGO TODO EL PUTO DÍA! —Cambió su expresión por completo al dirigirse al preso.

Abrió los ojos con miedo al ver que se acercaba a zancadas. Era alto. Muy alto. Y olía a cuero y a cerveza rancia. 

El desconocido se sacó la espada envainada del cinturón y lo golpeó con fuerza en el estómago. Luego, agarrándole por la nuca, lo empujó por el jardín hasta sacarlo a los caminos, donde un par de caballos con un carruaje para prisioneros esperaba pacientemente.

El joven no pudo ni siquiera reaccionar cuando el hombre, haciendo gala de una nula misericordia, lo golpeó de nuevo en la cabeza, lo dejó sin sentido y lo empujó al interior de la celda portátil. Después se subió en su caballo y comenzó a guiar el carruaje por la noche.

La inconsciencia, la nada, las horas y el escaso aire no duraron mucho. El chico abrió los ojos, dolorido por el traqueteo del carruaje y el dolor de las muñecas. Mientras se daba cuenta de la nueva situación en la que se había metido, le invadieron unas terribles e indecorosas ganas de llorar que hicieron que su cuerpo temblara de arriba abajo. 

—Vaya, hola, bello durmiente. —Lo despertó del todo una voz.

Abrió los ojos con fuerza antes de limpiarse corriendo la cara con las mangas y volverse con furia, enojado porque alguien había visto su debilidad.

—Te has pasado todo el día durmiendo. Me imagino que no te habían dado la oportunidad de descansar como Ahmre ordena. —Volvió a la carga la voz—. Pero bueno, disfruta mientras puedas. ¡Te queda poco!

El joven esclavo frunció el ceño y se volvió varias veces hasta descubrir el origen de la voz. Un viejo tísico y extremadamente delgado le devolvía una mirada de agotada inteligencia en una esquina de la celda. Llevaba el pelo blanco, muy largo, barba de varias semanas y un horrendo y, a todas vistas incómodo, uniforme amarillo mostaza, carcomido por los extremos, lleno de suciedad y roña. En sus prisioneras muñecas, destacaban los mismos brazaletes que aprisionaban ahora al joven.

—Hazme caso, la vida de un esclavo es aprovechar momentos en los que no te mira nadie. Y entonces, ¡FUM! Echas una cabezada por aquí y robas un poco de pan por allá. Sin esas cosas, estaríamos muertos.

Ignoró lo que le decía. Cansado, miró a su alrededor hasta encontrar un saliente sobre el que sentarse. Después, muy lentamente, se incorporó y se acomodó en una esquina, mirando con ojos de animal salvaje al viejo que ahora le hablaba. Trató de llevarse las manos al pecho antes de dejarlas caer con un resignado silencio sobre sus piernas.

—¿Qué? ¡Los brazaletes pesan!, ¿verdad? A mí también me pesaron los primeros días. Hace ya muchos años… Pero yo no tuve tu suerte. A mí me vendieron varios amos hasta acabar donde estoy. Un viejo no debería ir de casa en casa. Se gasta, ¿sabes?

Silencio por respuesta. Las piedras del camino traqueteaban al pasar. El chico trató de tragar saliva, pero su garganta estaba tan seca y su cuerpo tan roto que le parecía que tenía la boca llena de arena.

—Oye… bonita ropa. Parece calentita. Disfrútala mientras puedas, que se te va a acabar el chollo.


—¿QUIÉN DIABLOS ERES TÚ? — Colmó su paciencia. 

El viejo empezó a reírse de lo que parecía ser un chiste privado. Luego, alzando su dedo índice como si fuese a explicar algo de gran trascendencia, apuntó:

—Yo no soy nadie, querido niño. Soy un «QUÉ». Igual que tú, por lo que veo.


—Tú no tienes ni idea de quién soy yo —graznó, irascible, el chico.


—Ah… no… claro que no —Se rio de nuevo el viejo—, pero tú tampoco. Aún no conoces a tu Amo, y él será el que diga quién eres tú. A mí se me hace llamar Jabvpe. A ti, de momento, no se te llama nada. Aprovéchalo. Porque no dudará.

El muchacho pareció espantarse ante aquellas palabras.

—No… No, no, no… Esto no está pasando. —Negó con la cabeza, frotándose con vehemencia la cara, como si se quisiera despertar—. Mi crimen no era para tanto. No era para tanto…

?

—AH, AH, AH —le cortó el llamado Jabvpe—, ese no eres tú. El tú que cometió un crimen y fue juzgado murió cuando te pusieron los brazaletes. Ahora eres nadie. Tendrás que practicar. Se me hace llamar… y aquí dices tu nombre… Siervo y esclavo de mi Amo y señor…

—NO PIENSO PRESENTARME ASÍ NUNCA. PREFIERO MORIR—lo interrumpió, iracundo, el adolescente.

Jabvpe sonrió con indulgencia antes de negar con la cabeza.  

—Pero…, joven niño. ¿No te das cuenta? Morir no es tan fácil. Si lo fuera, no habría esclavos en el mundo. Y si te van a matar, no lo harán de forma rápida. Te dolerá y sufrirás tanto que preferirás una eternidad de servicio antes que volver a pasar por eso.

El llamado Nadie se volvió con rencor antes de apoyar la cabeza contra la pared de la celda, indolente. Su pulso iba a toda velocidad a pesar de lo calmada que parecía estar la estancia. El viejo, por su parte, empezó a tararear una tonadilla que sacaba de quicio al nuevo preso.

De pronto, el chico vio a su lado una petaca. La cogió desesperado por un trago y miró al viejo, decidiendo al momento que aquel hombre ridículo no se merecía ni una gota por haber sido tan despreciable con él.

—Yo no bebería de ahí. La ha puesto el joven señor…

Con un gesto de arrogancia y desprecio, el recién esclavo desenroscó la petaca y se la llevó sin pensárselo al gaznate. El líquido atravesó su boca y su garganta y le animó a dar varios tragos largos hasta que un extraño sabor empezara a notarse a los lados de su lengua y de sus papilas gustativas. Sin que tuviera tiempo a reaccionar, notó su cuerpo adormecerse, luego en cuestión de segundos dejó de funcionar y el muchacho cayó desmayado sobre el banco, haciendo que sus brazaletes lo empujasen hasta el suelo.

Antes de dormirse, lo último que oyó fue la horrible voz de Jabvpe clavándose en su cabeza y riéndose de él.

—Te lo dije. Eres un novato, chico. Hay señores de los que es mejor cuidarse. Sobre todo cuando te dejan algo que no te mereces a tu alcance…

Cuando volvió a despertarse, el inmenso dolor de cabeza y la cara divertida y resentida del viejo le indicaron que llevaba muchas horas inconsciente. Cargado de odio, incapaz de entablar conversación ni hacer con sus palabras más real todavía esa horrible situación, Nadie se sentó en una esquina y se concentró en un punto de la celda, en el repiqueteo de las piedras contra las ruedas, en su dolor de cabeza.

TOC TOC TOC.

Toc toc. Toc.

Dejó la mente en blanco, incapaz de preguntarse cuánto llevaban viajando, adónde iban, cuánto habían pagado por él o, lo más preocupante de todo, quién le había comprado. Esperaba como si aquello, en el fondo, no tuviera nada que ver con él, como si realmente estuviese muerto. 

Entonces, el carruaje se detuvo y el relincho de un caballo sacó a los esclavos de su ensueño. El joven esclavo vio cómo Jabvpe se estiraba de pronto y fruncía el ceño, tratando de escuchar qué ocurría al otro lado. Pisadas, guijarros al crujir. Una espada que rozaba contra una capa o un abrigo. Le pareció oír a un hombre felicitar a otro por su buen servicio, pero no sabía si aquello formaba parte del sueño en el que vivía desde que lo asesinaron o si era parte de una realidad todavía más oscura y nauseabunda.

De pronto, con la claridad del que oye a un vecino susurrar al oído, una voz inconfundible clamó:

—Bienvenido a casa, señor.

La oscuridad no impidió que el joven esclavo viese a Jabvpe temblar aterrorizado en sus viejos huesos y lanzarse al suelo en una inclinación de total reverencia. El muchacho miró a los lados, confuso por tal despliegue de servidumbre.

—Gracias, Joshua —contestó el otro hombre—. Enséñame lo que me has traído.

Se abrieron las puertas de la celda. El joven esclavo tuvo que taparse los ojos para no verse deslumbrado. A los pocos segundos, movido por una insana curiosidad, apartó los oscuros brazaletes y se quedó petrificado, mirando al hombre que estaba al otro lado.

—Bueno… Buenos días —le saludó este con una sonrisa perfecta—. ¿Te apetece hacer algo de ejercicio?

El llamado Nadie no pudo reaccionar antes de que el hombre de la cicatriz en la cara entrase de un salto e, ignorando al tembloroso viejo del suelo, agarrase por la cadena al muchacho y lo arrancase de su sitio, lanzándolo hacia fuera.

El hombre recién llegado se llevó un cigarrillo a la boca y observó a su nueva posesión con una mueca de duda, incredulidad y diversión al mismo tiempo. Tenía el cabello largo y ondulado, un par de centímetros por encima de las caderas. Sus ojos eran amarillos, como los de un ave rapaz a punto de desmembrar a su pieza. Llevaba una camisa azul marino y un pantalón y botas de montar de una calidad extremadamente buena, pero al mismo tiempo carente de decoraciones, joyas o elementos ornamentales. De su cintura colgaba un estoque largo de acero templado y empuñadura bañada en oro blanco. 

El chico se inclinó hacia atrás confuso mientras el hombre, aburrido de la estampa estúpida de su nuevo esclavo, se volvía hacia su siervo e indicaba:

—Me has servido bien. Serás recompensado. Ahora, quítale las botas y átalo a mi caballo. Irá arrastrándose por detrás de mí.

El joven, sin ser capaz de procesar el momento, permitió que lo levantasen y le arrancasen las botas, inconsciente de que sería la última vez en su vida que llevase algún tipo de calzado. Antes de relamerse los resecos labios, apuntó sus ojos verdes en la perilla de su amo y susurró confuso:

—¿Dónde estamos?

El Conde Loco se volvió al oírle hablar en herjmansko, el idioma de la capital. Entonces, permitiéndose sonreír por primera vez, con aquella aterradora mueca de maldad que el joven tanto conocería, respondió:

—En Corcupiones. Bienvenido a tu nuevo hogar. Espero que te guste, porque jamás saldrás de aquí con vida.

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