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La evolución de las brujas en la literatura: historia, poder y magia desde Macbeth hasta hoy

Desde las aterradoras hermanas Weyward que profetizan la caída de Macbeth hasta las protagonistas ambivalentes de novelas como La hora de las brujas de Anne Rice o Circe de Madeline Miller, la figura de la bruja ha surcado la historia de la literatura como un espejo que refleja nuestras obsesiones culturales. Como bien señala Marina Warner en Monuments and Maidens, las brujas han funcionado durante siglos como receptáculo simbólico de los temores sociales —desde la desviación sexual hasta la amenaza política—, y es precisamente esa capacidad camaleónica la que las ha convertido en figuras eternamente fascinantes.

A lo largo de este post te propongo reunirnos en torno al fuego con algo de romero protector para desentrañar juntas cómo han cambiado las representaciones de las brujas en la literatura gótica con el paso del tiempo. Desde las bestias herejes cazadas por inquisidores hasta las sabias herbolarias rescatadas por autoras feministas como Silvia Federici (Calibán y la bruja), exploraremos cómo cada época ha moldeado su bruja ideal... o su peor pesadilla.

Porque sí: las brujas nos dicen más de quien las teme que de su poder y su vínculo único, y su sombra alargada nos sigue fascinando, página tras página.

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Las brujas shakespearianas: el origen de un arquetipo

La imagen prototípica de una bruja rara vez se parece a la de una sacerdotisa sabia o una herbolaria perseguida por su comunidad. Lo que suele venirnos a la cabeza es esa figura encorvada, de nariz aguileña y dedos nudosos, que ofrece una manzana envenenada a la princesa, con sus manos cubiertas de harapos oscuros. Y aunque ese imaginario hunde sus raíces en el folclore europeo, fue Shakespeare —con su Macbeth (1606)— quien ayudó a cristalizar en el imaginario popular occidental la idea de la bruja como oráculo maléfico y criatura liminal.

En Macbeth, la obra de Shakespeare, las weird sisters, o “hermanas extrañas”, son el motor principal capaz de alterar el orden natural de los eventos mediante el lenguaje y la sugestión. Así, en el Acto I, Escena III, las brujas saludan a Macbeth con tres títulos: Thane de Glamis (que ya es), Thane de Cawdor (que aún no sabe que es) y futuro rey (lo que desata el conflicto). También le dicen a Banquo que será padre de reyes, aunque él mismo no reinará.

All hail, Macbeth! Hail to thee, Thane of Glamis!

All hail, Macbeth! Hail to thee, Thane of Cawdor!

All hail, Macbeth! Hail to thee, that shalt be king hereafter!

Lo interesante es que las brujas no obligan a Macbeth a hacer nada. La tragedia juega todo el tiempo con la ambigüedad: ¿son responsables de los crímenes que vendrán o simplemente revelan lo que ya anidaba en su interior?

Así, se demuestra que no son simples brujas de manual: son símbolo, destino y desorden. Como explica Diane Purkiss en The Witch in History (1996), estas figuras oscilan entre lo humano y lo sobrenatural, personificando tanto el caos como el conocimiento prohibido. Su capacidad de profetizar no solo pone en marcha la tragedia de Macbeth, sino que nos obliga a preguntarnos si el verdadero mal reside en sus palabras o en los oídos que las escuchan con ansia.

When shall we three meet again?

In thunder, lightning, or in rain?

Sus famosos conjuros —Double, double toil and trouble; Fire burn and cauldron bubble— han sobrevivido al tiempo, alimentando durante siglos una iconografía poderosa: mujeres reunidas en torno al fuego, murmurando palabras incomprensibles, alterando el tejido del destino con solo una frase. No es casual que Shakespeare eligiera la palabra “weird”, derivada del inglés antiguo wyrd, que alude al destino, pero también a lo extraño, lo desviado, lo que se sale del orden natural. Y ahí, precisamente, reside el poder (y el miedo) de estas figuras.

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La bruja romántica: entre lo sublime y lo prohibido

Si el barroco había moldeado a la bruja como el rostro visible del caos y la transgresión, el Romanticismo la reimagina como figura trágica, apasionada y seductora. Ya no es solo la anciana encorvada de los cuentos populares: ahora es la mujer incomprendida, la que ama demasiado, la que se rebela contra las cadenas de la razón ilustrada y paga con su cuerpo —y a menudo con su alma— el precio de su diferencia.

En esta época, atravesada por la fascinación por lo oscuro, lo nocturno y lo sobrenatural, la bruja se convierte en símbolo de todo lo que escapa al control racional del mundo. Como apunta Barbara Rooke en su estudio sobre Coleridge y lo fantástico, el Romanticismo abraza lo gótico como vehículo para explorar lo inefable, y la bruja —mitad espectro, mitad mujer— se cuela por esas grietas con una potencia inesperada.

Un ejemplo fascinante lo encontramos en La novia de Corinto (1797) de Goethe, donde una joven muerta regresa del sepulcro para reunirse con su amante, alimentándose de su sangre en un acto que es tanto erótico como sacrílego. Aunque no se la nombra como tal, su figura comparte muchos rasgos con la bruja romántica: una criatura liminal, marcada por su deseo y su vínculo con lo prohibido, cuya transgresión no es tanto la magia como el amor mismo. En palabras del propio Goethe: "Ich bin kein Geist, ich bin ein Wesen" —no soy un espectro, soy un ser.

Este tipo de figura reaparece, con tintes aún más góticos, en Melmoth el errabundo (1820) de Charles Maturin, y en los relatos de John William Polidori y E.T.A. Hoffmann, donde la bruja a veces se confunde con la vampiresa o la femme fatale, pero siempre arrastra consigo un aura de marginalidad que conecta lo femenino con lo abyecto, lo seductor con lo siniestro.

En este sentido, la bruja romántica deja de ser un simple monstruo folklórico para convertirse en una figura profundamente simbólica: encarna la nostalgia por lo perdido, el anhelo de lo inalcanzable y la rebelión de la carne contra el orden moral impuesto. Es, para ellos, una criatura del romantic agony: hermosa, peligrosa, y trágicamente irredimible.

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Brujas góticas: entre lo sensual y lo siniestro

Con la llegada del siglo XIX, la figura de la bruja encuentra un nuevo hogar literario en los corredores decadentes del gótico. Si el Romanticismo le había otorgado una pátina de mujer trágica dominada por sus emociones, el gótico la empuja directamente al terreno de lo inquietante. Aquí, las brujas se entremezclan con fantasmas, vampiras y monjas poseídas, desdibujando los límites entre pecado, deseo y condena.

Una de las primeras manifestaciones explícitas de la bruja gótica la encontramos en La bruja de Ravensworth (1808), de George Brewer. Aunque poco conocida hoy, la novela fue una de las primeras en unir la estética gótica —castillos desmoronados, linajes malditos, secretos de familia— con una hechicera capaz de desafiar la lógica cristiana y manipular a los hombres a través del miedo y la superstición. No es casual que, en este contexto, la bruja se convierta en una extensión del espacio gótico: es el eco vivo de lo que se quiso enterrar.

Sin embargo, quizá el caso más célebre de esta bruja espectral y erótica sea Carmilla (1872), de Sheridan Le Fanu. Aunque formalmente en su obra Carmilla es una vampira, comparte con la bruja una serie de atributos: seduce a mujeres jóvenes, desafía la heteronormatividad (tal y como os conté en mi post sobre el lesbianismo, feminismo y vampirismo en Carmilla), opera en secreto y actúa al margen de las leyes naturales. Su “magia” no está en los conjuros, sino en el deseo, en ese poder inexplicable que somete a Laura sin que ella pueda, ni quiera, resistirse. Carmilla representa «el miedo a la mujer que desea, que elige, que consume­».

Y es que la bruja gótica no siempre necesita un caldero. A veces es una figura que flota entre los pliegues de lo inexplicable. Un personaje como Matilda en El monje (1796), de Matthew Lewis, que se disfraza de novicia para tentar a un monje y que, más adelante, revela un pacto demoníaco que la convierte en agente del Infierno, es bruja sin nombrarse como tal, porque lo que encarna (poder, deseo y desobediencia), basta para sellar su condena.

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Conclusión: herederas del susurro oscuro

Desde los versos cargados de ambigüedad en Macbeth hasta los encantamientos silenciados entre los muros de un castillo gótico, las brujas literarias han dejado un reguero de símbolos, temores y anhelos que sigue fermentando en la literatura moderna. Y, de todas ellas, han sido las brujas góticas, en particular, las que más han influido en la configuración de las antiheroínas contemporáneas: esas figuras complejas que caminan entre el deseo y el castigo, lo íntimo y lo político.

En novelas como Las horas de Michael Cunningham o La campana de cristal de Sylvia Plath resuenan ecos de esas mujeres brujas del gótico: marginales, lúgubres, rotas pero insumisas. Incluso cuando el término “bruja” no se pronuncia, la estructura está ahí: mujeres con poder que incomoda, que no encajan, que eligen. También cuando pienso en brujas parte de literatura de fantasía feminista pienso en Circe de Madeline Miller donde se retoma la figura arquetípica de la bruja para reescribirla desde la agencia, el deseo y la autodefinición.

Quizás, en el fondo, las brujas literarias nos siguen fascinando porque encarnan algo que aún duele nombrar: el miedo a las mujeres que hablan demasiado, que saben demasiado, que desean sin pedir permiso. Y por eso no desaparecen, sino que mutan. Se quitan el sombrero puntiagudo, se ponen sus botas Doc Martens o se mudan a la naturaleza en busca de paz y sosiego, pero ahí siguen, susurrándonos desde las páginas: que la historia aún no ha terminado. Y que quizás la próxima vez, la manzana no traiga veneno… sino la semilla de un espacio para todas ellas.

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