¿Te has parado alguna vez a pensar en los árboles que pueblan tus libros favoritos? No hablo de esas páginas, a veces amarillentas y otras grisáceas con olor a hogar, sino de los robles centenarios que cobijan a los protagonistas, de los sauces que lloran historias ancestrales o de los majestuosos Ents que caminan por la Tierra Media arrastrando siglos de sabiduría en sus raíces.
Mientras leía Cómo leer un árbol de Tristan Gooley (ese maravilloso manual que te enseña a interpretar las señales ocultas en cada rama y cada hoja), no pude evitar pensar en cómo los grandes escritores han sabido captar esa magia que los árboles esconden a plena vista. Porque sí, puede que Gooley nos enseñe a leer las historias reales escritas en la corteza de un roble, pero ¿acaso Tolkien no supo ver algo similar cuando creó el Árbol Blanco de Gondor, ese símbolo viviente de toda una dinastía?
Los árboles son los testigos silenciosos de nuestras historias. Y mientras algunos autores, como Gooley, nos enseñan a interpretarlos desde la ciencia y la observación, otros han sabido darles voz a través de la literatura. Esta es la historia de cómo esos dos mundos se entrelazan como las ramas de un antiguo bosque...
Hay algo en los árboles antiguos que nos hace sentir pequeños. Quizás sea esa corteza agrietada que parece un mapa de arrugas imposibles, o tal vez la forma en que sus ramas se alzan hacia el cielo como brazos retorcidos por el peso de los años. Gooley nos explica en 'Cómo leer un árbol' que cada una de esas marcas tiene un significado: las cicatrices en la corteza son el diario de batalla del árbol, y la forma en que crece nos habla de las tormentas que ha sobrevivido.
Tolkien lo entendía perfectamente cuando creó el Árbol Blanco de Gondor. Este árbol, descendiente directo de los árboles de Valinor, no es solo un símbolo de la realeza: es la memoria viva de toda una civilización. Cada una de sus hojas blancas como la nieve susurra historias de reyes antiguos y batallas olvidadas. Y no es casualidad que Aragorn, al reclamar su trono, deba encontrar un nuevo brote de este árbol sagrado. Porque los árboles, nos recuerda Gooley, son maestros de la supervivencia y la renovación.
En el Libro del Tao, un maestro le pregunta a su discípulo por qué los árboles viven más que los hombres. «—Porque se doblan con el viento», responde el alumno. Y es cierto: Gooley nos enseña que los árboles más antiguos no son necesariamente los más rectos y orgullosos, sino aquellos que han aprendido a adaptarse. Los encontrarás retorcidos en las laderas de las montañas, inclinados pero inquebrantables, como ancianos sabios que han aprendido que la verdadera fortaleza está en la flexibilidad. Los druidas celtas lo sabían cuando establecieron su alfabeto Ogham, donde cada letra correspondía a un árbol diferente. El roble, el árbol más sagrado, era el Duir, el 'puerta' entre nuestro mundo y el de los dioses. Los griegos lo consagraron a Zeus: el oráculo de Dodona, el más antiguo de Grecia, interpretaba la voluntad divina a través del susurro de las hojas de roble sagrado.
En La Odisea, el propio Ulises consulta a este roble antes de emprender su viaje de regreso a Ítaca. Robert Graves, en El Vellocino de Oro, nos recuerda que el árbol sagrado no era solo un símbolo religioso, sino el centro mismo de la vida social y espiritual. El vellocino dorado, colgado del árbol en la Cólquide, representaba no solo el poder y la realeza, sino también la conexión entre el mundo terrenal y el divino. Y es que en la mitología griega, los árboles eran más que simples plantas: eran las moradas de las dríadas, las ninfas arbóreas que danzaban entre sus ramas. La historia de Dafne, transformada en laurel para escapar de Apolo, nos habla de esta íntima conexión entre lo humano y lo arbóreo.
En la mitología nórdica, el Yggdrasil, el fresno sagrado, sostenía los nueve mundos en sus ramas. Sus raíces bebían de las fuentes de la sabiduría, el destino y la vida misma. Mientras, en la tradición celta, el tejo era considerado el 'árbol de la muerte', pero también de la transformación y el renacimiento. No es casualidad que muchos cementerios antiguos estén rodeados de tejos milenarios, testigos silenciosos del paso entre mundos.
La sabiduría ancestral de los árboles resuena también en las culturas orientales. El Buda alcanzó la iluminación bajo un árbol Bodhi, y en la tradición japonesa, los kodama o espíritus arbóreos son guardianes de la sabiduría del bosque. Esta veneración por los árboles antiguos se refleja bellamente en las obras de Hayao Miyazaki, especialmente en 'La Princesa Mononoke', donde los árboles no son solo escenario, sino personajes fundamentales de la historia
Además, hay algo devastadoramente bello en el olmo seco de Antonio Machado. «¡El olmo centenario en la colina / que lame el Duero!», nos dice, y en sus versos resuena la esperanza desesperada de ver brotar una rama verdecida en ese árbol moribundo. No es casualidad que Machado escribiera este poema mientras su joven esposa Leonor se consumía por la tuberculosis: el olmo se convierte en un espejo de la fragilidad de la vida, pero también de su tenaz persistencia.
Federico García Lorca, por su parte, nos dejó esos «Cipreses de plata y verde» que pueblan su poesía como centinelas entre el mundo de los vivos y los muertos. En el Romance de la Luna, Luna, los cipreses se alzan como testigos silenciosos de la muerte del niño gitano, sus «cabezas largas» inclinándose en un duelo eterno. Y es que el ciprés, en la tradición mediterránea, es el árbol que marca el umbral: sus raíces en la tierra de los muertos, su copa apuntando al cielo de los vivos.
Pero quizás nadie como Pablo Neruda supo captar esta dualidad en sus Odas Elementales. En su 'Oda a la Araucaria Araucana', el árbol es simultáneamente un guerrero ancestral y una madre nutricia, sus piñones alimentando a generaciones de mapuches, su tronco erguido como una lanza contra el tiempo. «Madre de los troncos eres», escribe, «árbol de las batallas, / estrella enraizada / de la patria solitaria».
Sylvia Plath nos ofrece una visión más oscura en La luna y el tejo, donde el tejo se convierte en el padre oscuro, una presencia ominosa que no ofrece consuelo sino una verdad brutal sobre la mortalidad. Sus ramas negras no alcanzan la luna; se quedan atrapadas en la oscuridad, como pensamientos que no logran trascender.
Y sin embargo, incluso en su papel como heraldos de la muerte, los árboles nos recuerdan constantemente el ciclo de la vida. Como escribió Rosalía de Castro: «Árboles que no dan fruto / en el campo del olvido, / si no dan fruto dan sombra, / si no dan sombra, dan trino». Porque hasta el árbol más seco puede ser refugio de pájaros, hasta la rama más muerta puede ser el principio de un nido nuevo.
Hace tiempo escribí un post titulado 'Entre brujas, dragones y conjuros: la presencia de los árboles en la literatura fantástica', y es que hay algo en los árboles que los convierte en el escenario perfecto para la magia. Quizás sea el modo en que sus ramas se retuercen contra el cielo nocturno, o tal vez ese sonido que hace el viento al atravesar sus hojas, como si susurraran secretos en un idioma olvidado.
Tolkien lo entendió mejor que nadie cuando creó a los Ents, esos pastores arbóreos que caminan por la Tierra Media arrastrando el peso de edades antiguas en sus anillos. Bárbol, con su voz 'profunda como un contrabajo', nos recuerda que los árboles tienen su propio tiempo, su propia forma de ver el mundo. 'No seáis precipitados', dice, mientras tarda toda una tarde en decir buenos días. Y es que en el universo de Tolkien, los árboles no son solo decorado: son personajes con voluntad propia. El Bosque Viejo, con su Viejo Hombre-Sauce malévolo, nos muestra el lado más oscuro de esta magia arbórea, mientras que Lothlórien, con sus mallorn dorados, representa su aspecto más luminoso y etéreo.
Rowling juega con esta misma dualidad en Harry Potter. El Sauce Boxeador no es solo un árbol violento**: es un guardián**, un protector de secretos. Sus ramas agresivas ocultan un pasaje hacia la Casa de los Gritos, convirtiendo al árbol en una puerta entre el mundo ordinario y el extraordinario. El Bosque Prohibido, mientras tanto, está poblado de árboles que parecen observar, juzgar, decidir si eres digno de atravesar sus dominios.
Pero quizás uno de los usos más hermosos de árboles mágicos lo encontramos en 'El jardín secreto' de Frances Hodgson Burnett, donde un viejo manzano retorcido se convierte en símbolo de renovación y esperanza. No hace falta que el árbol hable o se mueva: su magia reside en su capacidad para sanar almas rotas, para convertir a niños amargados en seres capaces de reír de nuevo.
Ursula K. Le Guin, en El idioma de la noche, nos dice que los árboles mágicos de la literatura fantástica son en realidad un eco de nuestros propios miedos y esperanzas ancestrales. Cuando Neil Gaiman escribe sobre el Árbol del Mundo en 'Dioses Americanos', o cuando Terry Pratchett nos presenta los árboles parlantes de su Mundodisco, están tocando algo primordial en nuestro imaginario colectivo: esa creencia antigua de que los árboles son más que madera, hojas y raíces, que son puentes entre lo conocido y lo desconocido, entre lo mortal y lo eterno.
Los árboles son los historiadores más pacientes del mundo. Mientras los humanos plasmamos nuestras historias en papel (que, irónicamente, procede de ellos), los árboles escriben la suya en sus anillos, sus cortezas y sus raíces. Son bibliotecas vivientes que han visto pasar imperios, que han sobrevivido a guerras y revoluciones, que han contemplado el nacimiento y la caída de civilizaciones enteras.
Virginia Woolf lo plasma maravillosamente en Orlando, donde un roble centenario se convierte en testigo mudo de la transformación de su protagonista a través de los siglos. El árbol permanece inmutable mientras Orlando cambia de género, de época, de identidad, convirtiéndose en un punto de anclaje en una narrativa que juega con el tiempo como si fuera plastilina.
El árbol de la ciencia de Pío Baroja no podría tener un título más acertado: el árbol se alza como testigo del desarrollo intelectual y vital de Andrés Hurtado, observando sin juzgar su búsqueda de conocimiento y verdad. Es el mismo papel que juega el almendro en Nada de Carmen Laforet, cuyas flores blancas son testigos silenciosas de la transformación de Andrea en el patio de la calle Aribau.
Gabriel García Márquez pobló Macondo de árboles que eran más que decorado: eran los cronistas de la saga de los Buendía. El castaño centenario al que José Arcadio Buendía es atado en su locura se convierte en el centro gravitacional de la historia, un testigo mudo de la decadencia familiar que sobrevive incluso al olvido.
Pero quizás quien mejor ha captado esta cualidad de testimonio silencioso es la poeta Mary Oliver en su obra Winter Hours, donde escribe: «Los árboles son poemas que la tierra escribe en el cielo». Y es cierto: cada rama es un verso, cada hoja una palabra en el gran poema de la vida que se escribe continuamente sobre nuestras cabezas.
Los árboles han sido nuestros primeros maestros, nuestros más antiguos compañeros. Han visto el nacimiento de la escritura, han sido testigos de nuestras primeras historias balbuceantes, han observado cómo aprendíamos a contar relatos. Y siguen ahí, pacientes, esperando a que aprendamos a leer las historias escritas en sus cortezas, en sus ramas, en el suave susurro de sus hojas movidas por el viento.
Porque al final, como escribió Jorge Luis Borges, «los árboles son tiempo hecho madera». Y en sus anillos, en sus cicatrices, en sus ramas retorcidas por los años, guardan todas las historias que alguna vez se han contado bajo su sombra
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