—¿Cómo puedes fijarte tanto en los cadáveres? Yo no puedo ni mirarlos —me reprochó mi hermana.
—Los estoy mirando con ojos humanos y con ojos de escritora —le respondí.
—¿Vas a escribir sobre esto?
—En algún momento tendré que hacerlo. Es mi responsabilidad como escritora que ha presenciado todo esto.
El estremecedor clamor de los japoneses hambrientos resuena este año entre los arrozales como una canción de koto llena de espeluznantes lamentos de otoño.
…actuar por cuenta propia se convertía en un acto inmoral. Tener ideas propias era una molestia y nos convertíamos en marionetas a las órdenes de un líder. Habíamos dejado el funcionamiento de nuestras mentes en manos de rígidos líderes para que la obediencia que nos habían inculcado se pudiera llevar a la práctica en un momento dado, como la mañana del día anterior.
Pronto el fuego comenzó a propagarse y toda la ciudad ardió en llamas. En ese momento todavía no sabíamos que toda Hiroshima ardía por completo. Pensábamos que aquello solo había afectado a nuestra propia zona. En mi caso, a Hakushima.
Con la piel marcada por el terrible síndrome de la bomba atómica, continuamos vivos a fuerza de voluntad. Pero, como muertos en vida, las cicatrices de nuestras almas se manifiestan por todo nuestro cuerpo.
Es una cosa extraña. No sabré nunca qué es ser libre realmente. La adaptabilidad del ser humano es sorprendente, pues podemos apañarnoslas para vivir incluso en la total devastación.
Nadie vino a atender a los heridos ni a decirles dónde pasar la noche. Nos abandonaron a nuestra suerte.