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Capítulo 6 - Lengua de trapo

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Escritora consumada, concept artist en ciernes y adicta al trabajo. Do...


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Imágen destacada - Capítulo 6 - Lengua de trapo

Estaba acostumbrada a que la ignorasen cuando abría la boca y a quedar como una auténtica estúpida. Así que, como el batir de las olas, poco a poco se fue erosionando y quedando sola en la casa. Ya casi no le dolía el hecho de estar aislada y a menudo se preguntaba si no había exagerado la reacción de los otros siervos o si en el fondo ella era la culpable por no esforzarse en demostrarles que no era tan inútil y pusilánime como ellos creían.

 Pero lo cierto es que sucumbía a la debilidad y a la depresión muchas veces. El esclavo que hacía la ronda por las mañanas pasaba por alto que se quedase en la cama, temblando en una esquina y llorando cuando su Amo no estaba en casa. Al fin y al cabo… ¿qué importaba? Su única tarea era mantener al Amo feliz. Cuando este se iba, todas las razones para vivir y moverse de Noeux desaparecían por completo.

Es cierto que tendría que ayudar al resto de los esclavos en las tareas domésticas. Debería hacerlo… pero... vamos… ¿quién se iba a enfadar si se escaqueaba? Al fin y al cabo, allá adónde iba, solo causaba destrozos y era tratada como una inútil…

Prácticamente ni le dejaban cortar pan para su Amo. Cuando entraba en la cocina… le quitaban el cuchillo de las manos, diciendo que iba a causar un estropicio y que solo servía para molestar.

Si no le tuvieran tanto miedo a Ramiel hasta llevarían ellas mismas la bandeja.

Noeux tembló ligeramente en su uniforme aquella mañana. Todos se habían marchado hacía una hora a trabajar, pero ella, como siempre, se había hecho una bolita en la cama y había fingido que no existía cuando el viejo entró a avisarlas de que eran las cinco y cuarto. Tampoco era que tuviera que esforzarse mucho en desaparecer… Casi era invisible, como una rata o una cucaracha que la gente finge no ver, pero que detestan encontrarse por el camino…

Desperezándose con tranquilidad, se pasó los dedos por el cabello para alisarlo antes de ir directa al cubo de agua a lavarse. No se sorprendió al ver que estaba del todo vacío. Hanna, su compañera, sabía lo importante que era para la favorita del conde estar limpia cada día por orden de su Amo, pero, como se levantaba antes, siempre aprovechaba para tirar lo que le sobraba en una esquina y no dejarle nada a Noeux.

A pesar de eso, cada mañana se erguía y miraba el cubo, por si había decidido cambiar de opinión…

Tuvo que dar un rodeo y dirigirse hasta el pozo más cercano para poder lavarse la cara, las manos y los pies. Su Amo no solía tomarla por las mañanas… pero tampoco sería la primera vez que lo hiciese...

En general, toda la vida de Noeux dependía del humor de Ramiel. Si había conseguido dormir más de tres horas seguidas, si se había esforzado en comer algo… si últimamente tenía algún preso nuevo que torturar y luego dibujar…

Frotándose los brazos para entrar en calor, correteó en dirección al interior de la casa. Antes de hacer cualquier otra cosa, subió con calma las escaleras de mármol del gran hall de la mansión, giró a la derecha en el primer pasillo y siguió recto hasta encontrar una puerta cerrada que pasaba desapercibida entre la lujosa decoración del lugar.

Posó los dedos en la madera con timidez y empujó ligeramente.

Ese era un momento crucial. Si se encontraba a Ramiel en la cama dormido, era posible que su humor fuese excelente el resto del día y quizá se librase de tener que servirle como entretenimiento…

Si, por el contrario, estaba fumando, rodeado de cuadernos de dibujo, ceniza y alcohol entre las sábanas, lo más probable era que no pudiese escaparse del tremendo dolor que la esperaría.

Esa regla le había servido para vaticinar el futuro de su día a día cuando el conde estaba en casa desde que llegó a servirle hacía tres años, justo cuando le habían puesto los brazaletes definitivos y esperaba a su primer Amo.

Sin embargo, últimamente la regla se había roto. Algo estaba cambiando…

La puerta se abrió con un ligero gemido de angustia, antes de que esta mirase a la enorme cama con dosel de la derecha de la estancia, rodeada por completo de columnas de libros y de lienzos pintados. Entró dando un par de pasitos en la estancia al darse cuenta de que su Amo no estaba allí.

Miró a su alrededor en aquel caos con olor a whisky, vino, tabaco y pintura antes de verlo. Estaba sentado en un taburete flavenzzo bajo, inclinado en mangas de camisa. Frente a él, su caballete con un lienzo todavía a medio cubrir.

Cuando la oyó llegar, giró sus dorados ojos hacia ella y se tomó la molestia de sacarse el apagado pitillo de entre los labios con la misma mano con la que sujetaba el pincel. Sus dedos eran largos y afilados, como las manos de un pianista o de alguien creado por Dios para darle vida a lo que tocaba…

—Noeux —la llamó con seriedad.

Ella se aferró a los bordes de su uniforme. Tragó saliva y rápidamente notó cómo su pulso se aceleraba y los ojos se le humedecían. No era consciente de lo parecida que era a una muñeca en esos momentos.

En vez de contestar, caminó de puntillas hasta el centro de la habitación, cuidándose de no tirar las torres de libros con vasos sucios encima, los lienzos amontonados en las paredes o los cuadernos de dibujo repartidos por los lados

El pelo de la alfombra le acarició sus pies descalzos mientras ella esperaba a ver de qué humor se había levantado.                                                       

—¿Qué te parece? —le preguntó él girando la cabeza hacia un lado para contemplar su obra.

Ella lo miró con dudas. Observó cómo se pasaba los dedos por sus cansados ojos y cómo evitaba encenderse otro pitillo o servirse del vaso de whisky a medio terminar que tenía al alcance de la mano.

Eso solo significaba una cosa: no había dormido nada…

Oh… no…. No….

Titubeó al mirar la obra. A todas luces mostraba a un ángel negro agarrando a un hombre que arañaba la tierra, negándose a emprender el vuelo y morir con la parca que había ido a buscarlo. La víctima de la escena tenía la espalda abierta por los arañazos de ella y sangraba con un gesto de profundo dolor, lucha, rabia y, al mismo tiempo, resignación ante su destino.

Aunque le quedaban detalles por pulir (los pequeños brillos tan característicos de las pinturas de Ramiel en las plumas negras del ángel, o algún retoque entre la matanza que se mostraba alrededor de los protagonistas), la obra era una verdadera maravilla. Había algo morboso, oscuro, prohibido y, a la vez, bello en ella. Como si asistieras a la muerte de un hombre y no tuvieras que volver la cabeza con pudor.

Como todos los cuadros que Ramiel pintaba desde que lo conocía, le ponían a uno los pelos de punta al mismo tiempo que te atraían salvajemente, como deseando poner la palma de la mano en la pintura fresca y entregarle tu alma para siempre…

—Es muy bonito, Amo. Como todo lo que hacéis.

—¿Bonito? —La miró él a través de sus ojos rapaces antes de coger por fin el vaso de whisky y murmurar taciturno—: No sé si buscaba que fuera… bonito

Ella se asustó terriblemente por haberlo contrariado.

—Lo… lo lamento, Amo… —Tembló en su uniforme mostaza.

Él se inclinó hacia delante antes de tomar aire con fuerza por la nariz, pasarse la mano por su rubio y perfecto cabello y retirarlo de su vista. Pareció quedarse en trance unos segundos, perdido en la profundidad oscura, sedosa y asfixiante de sus pensamientos antes de volver de nuevo los ojos hacia ella.

 La agarró con su índice del collar de cuero y la hizo arrodillarse delante de él. Después, ante su curioso gesto, la tomó del mentón y la examinó de forma escrutadora y severa. Analizó sus pómulos marcados, sus pestañas negras y sus increíbles ojos azules. Luego, se mordió los labios mientras estudiaba los de ella, cortados y algo agrietados. Pasó la mano por su cabello castaño claro y, frunciendo el ceño, fijó la mirada en un moratón que se veía a través del escote de su vestido. Ella rezó porque creyese que lo había provocado él. Al fin y al cabo, su Amo nunca era gentil cuando la tomaba. Siempre lo hacía por la fuerza, dejando que su poder se derramase sobre cada pequeña acción; marcándola con los dientes, las uñas o las manos por donde quiera que pasase. Pero Noeux sabía que aquel moratón se lo había hecho Marhia cuando hace un par de días la empujó por las escaleras a traición mientras llevaba la ropa de Ramiel a lavar…

Sabía lo que pasaría si su Amo se enteraba de que no se había cuidado lo suficiente como para permitir que otra persona la marcase… lo sabía y le tenía pánico a su reacción…

Le tenía verdadero terror... Le…

—No has comido desde hace varios días —le recriminó él con rencor—. ¿Por qué?

Dudó si contarle la verdad sobre lo que había pasado, pero... ¿y si se enteraba? ¿Y si sabía que ella le había mentido y decidía amordazarla de por vida? Si él le ordenase que no volviese a hablar jamás, ella no podría impedirlo. Y se sentiría todavía más sola y aislada.

—No… me llevo muy bien con los otros esclavos… —murmuró, mitigando el golpe de decirle que no le permitían comer o que escupían en su bol antes de dárselo.

Él frunció el ceño molesto. La perilla enmarcaba sus severos labios finos. En aquel momento, Noeux evitó mirarlo a los ojos… Por lo general, eran increíblemente expresivos, rapaces y agudos. Mostraban el estado de ánimo de su Amo de una forma muy intensa…

Solo se atrevía a mirarlos cuando él no le estaba prestando atención… ni siquiera cuando había bebido mucho…

—En mi casa nadie decide quién come y quién no más que yo. —Pareció echarle la culpa con su voz grave.

Esperó una reacción de su esclava, pero esta no se movió. Respiraba lentamente, como si pudiese hacerse invisible o poca cosa frente al análisis y la mirada inquisitiva que él le lanzaba. Por fin, al cabo de unos interminables segundos, Ramiel apartó la mano de su cabello y la miró con dureza.

—Ve a por mi desayuno.

Noeux se levantó de un salto antes de hacer una reverencia y salir corriendo de la habitación. Ella no lo sabía ni se enteraría nunca, pero Marhia, la encargada de servir la comida a los esclavos, iba a ser azotada por un soldado aquella misma tarde por «hacer mal su trabajo de servir por igual a todos los esclavos». Después, la desterrarían a fregar suelos y le darían su cómodo puesto a otro esclavo que, no por casualidad, pasaba por allí justo cuando se planteaban quién podría hacerlo

Por suerte para la favorita del Amo, Marhia había estado entregando raciones más amplias a sus amigas y más escasas a aquellos que la contrariaban o que simplemente detestaba. Así que en un primer momento no le echó la culpa a la esclava… aunque aquellos treinta latigazos dolieran más de lo que jamás hubiera experimentado.

Aunque fuese un soldado anónimo el que se los propinara.

Aunque la obligasen a seguir trabajando justo después, sin excusas que valieran.

Noeux corrió a las cocinas y esperó en una esquina, impaciente, aguardando a que los otros esclavos le preparasen el desayuno a su Amo. Todos se esmeraron con las raciones y la calidad de los alimentos. Por lo general, el conde no comía a menudo y mucho menos solía desayunar, así que no podían darle una mala impresión si pretendían seguir trabajando en el mejor puesto de la casa.

Como siempre, ni siquiera le permitieron preparar la bandeja. Cuando estuvo lista, sin dirigirle ni una sola mirada o una palabra de reconocimiento, la empujaron ligeramente hacia ella para que Noeux se la llevase.

Para la esclava, con el cuerpo y la cara de una muñeca, tener que tratar con cualquier otra persona que no fuera su Amo siempre le producía la terrible sensación de que no debería haber nacido.

Le llevó con rapidez al conde su comida, esperando encontrárselo ya vestido o al menos con el cabello cepillado. Pero seguía mirando su lienzo, inmóvil y absorto en sus pensamientos. Solo cuando Noeux acercó una mesa baja llena de cuadernos e hizo sitio para la comida, este se permitió despertar levemente de su letargo.

Había aprendido que la gente que dormía muy poco solía quedarse en trance en los momentos de tranquilidad…

La esclava apartó los libros para hacer espacio a la comida. Con ellos tuvo que mover varios cuadernos de tapa blanda rellenos de bocetos e imágenes a carboncillo. Con un escalofrío de nerviosismo y estrés, identificó en aquellos dibujos al esclavo que había entrado a formar parte de la casa hacía unos días y cómo este se doblaba del dolor en  El Hoyo, creyéndose solo y desconociendo que a Ramiel lo que más le gustaba, después de infligir dolor, era quedarse por la noche escondido entre las sombras para ver cómo este iba evolucionando en el cuerpo su víctima.

—Mi Amo… —llamó su atención antes de arrodillarse en un extremo frente a él.

Sobre la mesa había desplegada deliciosa y fina leche fresca, un bote de cristal con miel dorada y pegajosa, pan tostado alargado y humeante, dulce y azucarada mermelada de fresas, panecillos blanditos y calientes recién horneados, un par de huevos cocidos, trocitos de fresas y manzanas cortadas y algo de vino.

Ramiel se volvió con indolencia, echó la mano a la miel y vertió tres cucharadas en la leche. Después, plantó la taza frente a Noeux, le empujó la bandeja y tomó para sí mismo el vino y uno de los panecillos calientes.

—Come —ordenó antes de morder su trozo y levantarse.

Como impulsada por un resorte, la esclava tomó la taza, le dio cuidadosas vueltas a la leche con las manos y luego dio grandes sorbos, saboreando aquel lujo. Sabía que ningún otro esclavo podía acceder a ese tipo de alimentos en toda la casa, pero no le importaba. Al fin y al cabo, todos la trataban como si estuviese apestada por la lepra… alguna ventaja tenía que tener…

Después, mientras observaba a Ramiel dar cuenta de un segundo panecillo y empezar a desnudarse, se decidió a devorar a mordisquitos, como si se tratase de una ardilla, el resto del desayuno.

Observó a su Amo a través de su cabello, pasando desapercibida. Para ser un conde que empleaba el tiempo en beber y en pintar, no estaba nada carcomido. Apenas se alimentaba, y Noeux era consciente de los terribles problemas para dormir que tenía. No era que lo asaltasen las pesadillas y los malos sueños, era solo que no encontraba un momento de paz en su cabeza para dormir…

La esclava se quedó embobada, mirándole hacer, admirando la elegancia y sofisticación con la que hacía las cosas. Su cabello, largo y dorado, rozaba su cintura. No sabía por qué lo llevaba siempre suelto ni por qué se negaba a cortárselo, pero ella ya lo había conocido así y no era competencia de una esclava hacerle preguntas de esa índole a su Amo. Su piel era blanca pero no enfermiza como la de los esclavos, sino más bien algo tostada.Por lo demás, se parecía bien poco al resto de los hombres que Noeux hubiera conocido jamás. Sus piernas, por ejemplo, eran delgadas y largas, bien contorneadas. Adoraba la equitación, así que se mantenía en una forma excelente e incluso podía notarle los músculos del cuerpo marcarse. A veces, solo cuando él estaba muy borracho y la tomaba con suavidad, ella se atrevía a rozarle con los dedos para saber cómo se sentía.

Su larga cabellera tapaba varias cicatrices repartidas por la espalda y los hombros que ella sabía que tenía… Lo había visto desnudo muchas veces y no era de los que sienten pudor una vez había pasado su fulgor de intensa necesidad.

No… Ramiel era… un hombre de gustos peculiares… y le gustaba regodearse en ellos. Visto desde otro punto de vista… ¿por qué no lo iba a hacer? Ningún otro noble le daría de desayunar a su esclava por verla un poco más flaca de lo normal, y él lo hacía. Así que… ¿qué tenía de malo?

Ah… sí… El dolor…

Eso tenía de malo.

Alguien llamando a la puerta la sacó de su ensimismamiento. En una fracción de segundo soltó el trozo de fresa que estaba comiendo y se puso en pie, pegándose contra la pared justo a tiempo para que el «adelante» de su Amo no la pusiese en una situación comprometida

—Mi señor, le traigo las órdenes de arresto para que las firme —resonó en la estancia aquella voz rasgada y funesta que Noeux tanto odiaba.

—Joshua —murmuró Ramiel sin ni siquiera ponerse una camisa, acercándose a la puerta—, pasa. ¿De qué se trata esta vez?

Se sentía cómodo en su propio cuerpo, eso estaba claro. Le importó bien poco que su lacayo lo mirase con extrañeza un momento antes de entrar en la habitación. Al hacerlo, manchó la alfombra y parte de las sábanas desparramadas con barro. Noeux se lamentó en su fuero interno de tener que limpiarlas por culpa de aquel hombre tan poco considerado.

—Lo de siempre, señor. Los Lèvon no quieren pagar sus impuestos. Dicen que ya los pagaron el mes pasado, pero me consta que no es así. Los Miâtre han estado entrando sin permiso en vuestro bosque cargados con arcos. Más vale prevenir que curar, así que tengo que darles una lección.

Joshua miró con descaro a Noeux antes de llevar la vista a la cama deshecha de su señor. Hablaba sin despegar la mirada de las piernas de la esclava, violándola con los ojos y relamiéndose con lascivia al ver que el conde no miraba.

Ramiel, por su parte, ojeaba por encima las notas de arresto con  las cejas levantadas por el aburrimiento antes de señalar uno de los papeles.

—¿Y esta? —preguntó con cansancio.

El aludido se puso recto, tomó aire y comentó con acritud:

—Por injurias, señor. Se les ha oído insultaros en una discusión a gritos en su casa. Es imperdonable.

—Hmmmm —Asintió divertido Ramiel antes de clavar sus ojos en su guardián de las murallas—, ¿y qué se supone que han dicho sobre mí que sea tan terrible como para que los decapites esta vez?

Joshua frunció el ceño y se pasó la palma de la mano por la nariz, recogiendo sus desechos. Tenía esa repugnante manía de hacerlo cuando estaba delante del conde. A pesar de que se habían criado juntos y Joshua era algo mayor que Ramiel, parecía tenerle cierto respeto. Incluso para un hombre tan sádico y macabro como él.

—Bueno…, señor…, lo han llamado con ese detestable nombre que usan a veces los campesinos…

—¿Hmmm? —Le animó Ramiel acercándose peligrosamente. Noeux conocía esa expresión, ese gesto, esa postura. Estaba jugando como lo hacía un gato con un ratón. Le estaba obligando a decirlo en voz alta delante de él.

—Bueno…, señor…, lo han llamado… loco —murmuró Joshua mirando hacia otro lado.

Ramiel reaccionó, haciendo una mueca de diversión. Sus dientes eran blancos y perfectos, pero cuando sonreía, sus ojos se mantenían fríos, rígidos y calculadores en su brillo dorado. Igual que los de un Dios que escucha la plegaria de un pobre niño.

—Haz lo que tengas que hacer —le espetó firmando cada una de las órdenes antes de ponerse una camisa, dándole la espalda a su guardián—. Joshua, ¿tienes un momento libre?

La pregunta era una simple cortesía. Por supuesto que lo tenía. Trabajaba para él.

—¿Practicamos un rato? —preguntó el conde agarrando su espada.

A Joshua le brillaron los ojos de la emoción. Se llevó una mano al pecho antes de inclinarse con reverencia.

—Por supuesto, señor.

Noeux aprovechó ese momento de descanso para llevarse la bandeja de comida (después de dar buena cuenta de cuanto quedó y le entró en la barriga), los vasos sucios de su Amo y algún cenicero desbordado de la estancia. Después, se dedicó a abrir las ventanas para ventilar la habitación y limpiar los pinceles tal y como su Amo le enseñó cuando llegó la primera vez.

Aquel primer y terrorífico día delante de él...

Recordaba el momento en el que el mercader que la había obtenido la puso delante del noble, tres años atrás. Este la había comprado con un deje de desprecio y de aburrimiento junto a otras tres esclavas. Se las había llevado primero a ellas a la cama. Una a una fueron apareciendo muertas, torturadas y desangradas en los rincones más inimaginables de la casa. A la tercera, que trató de escapar y chilló auxilio por las escaleras, Ramiel la había atado desnuda fuera y había esperado con paciencia a que su cuerpo se pusiese azul y el invierno pudiese con ella

Después, las dibujaba a todas…

Noeux temblaba, pensando en que pronto llegaría su turno. Se planteó varias veces quitarse la vida. Pero era tan joven… tan joven y tan cobarde para morir…

Entonces, él la subió a su cama. La obligó a desnudarse. Le preguntó si era virgen y en cuanto la rozó con la mano, ella se puso a llorar y    a temblar de miedo. Eso pareció complacerle. Le dio otras órdenes, a cada cual más aterradora, y ella no dejaba de obedecer, temblando, llorando desnuda ante su primera vez.

No la mató aquella noche. Ni la siguiente.

Tres años más tarde, estaba convencida de que ya no lo haría.

Ensimismada en sus pensamientos, salió de la habitación de su Amo con las sábanas que Joshua se había atrevido a ensuciar, dándole más trabajo del que a ella le apetecía. En realidad, le habría gustado mucho más quedarse mirando por la ventana cómo su Amo y el soldado entrenaban. Joshua era un maldito bruto. Usaba un arma inmensa que tenía que coger con las dos manos. Cualquiera pensaría que con tremenda monstruosidad sería lento, pero lo cierto era que se movía bien. Era tenaz, fuerte y jamás retrocedía. Como un toro.

Noeux no pudo evitar preguntarse cómo sería tener un amo como aquel y tener que servirle en la cama…

Ramiel, por su parte, era rápido… muy rápido. De una perfección técnica precisa e imparable. Se apartaba de las estocadas de su compañero con ligereza y autoridad y asestaba cortes directos que ponían en más de un apuro al bruto de su acompañante. Normalmente, sus prácticas eran de los pocos momentos en los que veía al conde ensimismado en una actividad tan técnica que le hacía sudar hasta la extenuación.

Mientras ellos se divertían, Noeux a lavar las sábanas...

¡Bueno! En realidad, en cuanto terminase esto podría marcharse y holgazanear el resto del día…

Cuando llegó a la lavandería, la pequeña y gélida habitación al fondo de la casa, se dio cuenta de que no iba a pasar un feliz momento. Ornella y otras tres esclavas la atravesaron con la mirada antes de decidir ignorarla deliberadamente.

Con la prudencia de un animal asustado, la favorita del conde se puso alrededor de la pila y miró a las otras con temor y prudencia. Metió las sábanas en el agua, cogió una pastilla de jabón y empezó a frotar con sus manitas.

—¿Sabéis qué odiaría? —comentó en voz alta Ornella—. Ser tan inútil quedeloúnicoquevaliesefueraparaquealguienmemetieselapolladentro. Las otras esclavas rieron con malicia. Noeux bajó la cabeza en señal de sumisión y se concentró en su trabajo, decidida a no mostrar lágrimas aquella vez.

—Sí, de verdad. ¿Os imagináis ser tan jodidamente patética como para que la única utilidad que me puedan dar sea la de puta? Es decir, para eso no necesitas una esclava, basta con bajar al puerto. ¿No?

—Sí, estoy de acuerdo. Es asqueroso.

—Yo me mataría si me pasase eso. —Fue más lejos otra, rodeando a Noeux con los brazos en jarra.

—¡Especialmente para un amo como el nuestro! Todas asintieron con la cabeza, emocionadas.

—Sí, sí.

—Sí.

—Porque en cuanto se aburre, las mata. ¿Cuánto crees que duraría alguien en esa situación?

—No lo sé, pero no creo que mucho más. ¿Tú qué piensas, Noeux?

La esclava tembló en su uniforme antes de mirarlas de reojo y seguir con lo suyo.

No iba a llorar.

No iba a llorar.

No iba a llorar…

—No sé.

—¿No sé? ¿Es que además de ser una puta eres tonta? —le espetó Ornella, acercándose peligrosamente a ella—. ¿O es que te crees mejor que nosotras para contestarnos? ¿Eh?

—Sí, eso ¿eh?

—N… n… no…

—N…. No, no, no —Le hizo burla una de sus compañeras—. Es tan tonta que no sabe ni hablar. ¿Por qué es? ¿Te han metido mucho la polla por la boca? ¿Eh? ¡Déjame ver a ver si aún tienes restos! —le espetó, acercándose a ella.

A Noeux la perspectiva de encontrarse a solas con otras esclavas la atemorizaba. Que la insultasen en grupo le daba miedo, pero que la tocasen le aterraba. Se echó hacia atrás con rapidez al ver que Ornella llevaba los dedos a su boca con mala intención.

—¡DÉJAME! —gimió, protegiéndose con los brazos.

—Solo quiero ver si se ha dejado algo el Amo dentro —le criticó, envidiosa, la otra.

Sin percatarse de qué estaba pasando, de pronto la favorita se dio cuenta de que una de las esclavas se le había puesto detrás y le propinó un tirón fuerte en el pelo que la obligó a inclinar la cabeza y a abrir la boca, gimiendo de dolor. En ese momento, Ornella aprovechó para meterle los dedos hasta la garganta, provocándole arcadas.

—Oh, oh, sí. Está claro que la tienes muy sucia, pequeña puta.

—Muy sucia, sí.

—Eres una puta cerda. Dicho eso, cogiendo a la esclava del pelo, la acercó a la pila donde las otras lavaban las inmundicias de toda la casa, arrastrándola e ignorando sus pataleos con sadismo y mal humor.

—Vamos a tener que lavártela —Le indicó—. Abre la boca, puta.

Como esta no obedecía, tiró con saña del pelo hasta que la hizo llorar, pidiéndoles que pararan, sollozando y agarrándose la cabeza para paliar el dolor que le estaban ocasionando. Ornella, incapaz de sentir compasión por una esclava que lo tenía todo, la empujó contra la pila y le hundió la cabeza en el agua sucia, apretándole la nuca con fuerza como si la fuese a ahogar.

El líquido se desparramó a su alrededor, le inundó los ojos, la nariz y los oídos y la hizo chillar y patalear, silenciada e ignorada.

Cuando le permitió salir, Noeux se sacudía como un pez en la orilla y abrió con fuerza sus chorreantes ojos y la boca en busca de aire. Ese momento fue aprovechado por la otra esclava para meterle una pastilla de jabón y frotar con fuerza, sacando espuma. Noeux quiso escupirlo todo, justo cuando Ornella la obligaba a volver a zambullirse varias veces más mientras el resto se reían. La favorita, agotada, hundida y rendida, se cansó de luchar y simplemente se dejó hacer.

Una vez.

Parsimoniosa.

Dos.

Se golpeó la barbilla contra el borde de la pila. Tres más.

Cuando la soltaron, se mantuvo durante varios segundos en el agua por si era una trampa y estaban esperando a que subiera. Después, asomó tímidamente la cabecita y las vio marcharse de la sala entre risas, sintiéndose más unidas que nunca por la maldad que acababan de cometer.

Y en ese momento, mientras se escurría el pelo y se limpiaba la boca del resto de jabón, Noeux miró su reflejo en el agua sucia y una oleada de compasión hacia sí misma la engulló. Se dejó resbalar por la pila hasta estar en el suelo, manchada, llorando y preguntándose cuántas veces más ocurriría aquello en su día a día.

Las lágrimas se mezclaron con la suciedad. Su pecho se alzó en hipidos de angustia mientras cerraba sus puños frente a sus ojos y se los frotaba con intensidad. Sintió que se ahogaba en su pena durante largos minutos.

Por mucho que quisiese quedarse en ese hueco, sola, perdida y desgañitándose el pecho, nada iba a cambiar. Tenía que dedicarse a  la única razón por la que estaba viva, al único motivo que le daba una razón de existencia.

En cuanto subió a la habitación de su Amo, se lo encontró esperándola, apoyado en la pared y sin la parte de arriba, con un vaso de whisky en la mano. Sus ojos eran gélidos pero expectantes. Su boca, una fina línea de poder.

La observó acercarse.

Creyó que las lágrimas eran por su habitual miedo.

?Pensó que estaba mojada porque venía de arreglarse para él.

No se dio cuenta de que temblaba menos de lo normal, como si estuviese resignada.

Así que, sin pensarlo dos veces, la agarró por el collar y la puso de rodillas delante de él. Después se desabrochó los pantalones. Noeux, que ya esperaba lo que le sucedería aquella noche, no pudo evitar abrir la boca y hacer lo único para lo que servía en el mundo.     

Al menos, él la encontraría limpia.

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