Dicen que Hiroko Oyamada escribió Agujero tras pisar una cigarra y soñar con un animal que cavaba una madriguera. En ese momento, la autora comprendió que se encontraba en un extraño y angustioso bucle que le impedía escribir y terminar sus historias. Por más que empezaba un relato, nada le parecía lo suficientemente bueno como para ser publicado en una revista. Fue entonces cuando, tras pisar una cigarra que creía estar muerta con su bicicleta, la historia de Asa flotó ante sus ojos.
Agujero, galardonado con el Premio Akutagawa, recoge en esta preciosa y cuidada edición de Impedimenta tres relatos en su interior: Agujero, una historia prácticamente autobiográfica que bebe mucho de las vivencias de la propia autora, Sin comadrejas y Una noche en la nieve.
Cada uno de los relatos flota en una atmósfera ligera y extraña, ambientados en enormes casas perdidas en mitad del campo y sustentados elementos comunes que se repiten una y otra vez: la soledad, la imposibilidad de conectar y comunicarte de forma natural con lo que te rodea y sobre todo la desconexión completa de un mundo basado en la prisa y en la productividad de una forma tan pacífica y desgarradora como la propia muerte. Y es que Hiroko Oyamada es capaz de tomarnos la mano en estos relatos y acompañarnos paso por paso al otro lado del velo de los vivos, donde las emociones se callan radicalmente, las decisiones se insinúan y sus protagonistas navegan por un universo que, a pesar de lo bucólico que aparenta ser, está cargado de reminiscencias de muerte.
Sobre Agujero, primer relato de la obra de Hiroko Oyamada
Una extraña y pacífica calma pegajosa inunda las primeras páginas de Agujero. En un estilo narrativo que puede recordar fácilmente a la Crónica del pájaro que da cuerda al mundo (Murakami, 164. Tusquets Ediciones), Hiroko Oyamada representa en pocas páginas el hastío de una vida sin propósito mientras el calor húmedo y pegajoso le llega al lector a través de los pensamientos de Asa, la protagonista.
Al marido de Asa le han ofrecido un puesto de trabajo en una zona remota de Japón próxima al lugar donde él nació. Por suerte, su madre les dice que pueden irse a vivir a la casa de al lado, ya que los inquilinos se han marchado y así no tendrían que pagar ningún alquiler. El plan parece simplemente perfecto, así que los dos se mudan un día de lluvia al interior del caserón.
Pronto Asa se dará cuenta de que no tiene prácticamente nada que hacer allí como ama de casa. Sin un coche, desconectada de la ciudad y del mundo real, y sin hobbys con los que ocupar su tiempo, Asa pronto verá cómo la desidia empieza a envolverla, sin ser consciente de que ella misma ha caído, de forma inocente, en un enorme agujero.
El relato se configura a través de una narración lineal que explora los pensamientos de la protagonista en primera persona. Así, veremos cómo Asahi, una mujer que no amaba particularmente su trabajo, va perdiendo el propósito de vivir conforme sus días se suceden uno tras otro sin cambios ni variaciones.
En ese sentido, la autora refuerza el hecho de que toda la narración se perciba como un recuerdo lejano a través de la elipsis de los signos de puntuación para los diálogos, usando las comillas latinas y la interpretación del lector para marcar las conversaciones de Asa con las personas que la rodean. Este recurso hace que las voces de los personajes se perciban como un eco lejano, casi como si las estuvieras oyendo a través de una pared o debajo del agua. Esta sensación de estar presenciando un sueño o el otro lado del velo de los vivos y los muertos está intensificado por pequeñas piezas del puzzle que no cuadran: la aparición del cuñado, el animal no identificado o simplemente los vecinos que siempre que se encuentran con Asa llevan exactamente la misma ropa.
La atmósfera literaria creada por la autora pesa y agobia desde el primer momento. Frente a una descripción bucólica del campo japonés y del río que circula paralelo al camino de la casa, nos encontraremos con profusas descripciones de elementos que evocan a la muerte, como el agua estancada, el olor a mugre y podredumbre de los lados del camino, los insectos muertos y los excrementos de aparecen en mitad de ninguna parte.
No tenía razones para creer que me estuviesen mintiendo, pero lo cierto era que yo no conocía la verdad. Había llegado a aquel lugar por voluntad propia, nadie me había traído a la fuerza, y no es que yo fuese infeliz o estuviese frustrada, pero la realidad es que había muchas cosas que no sabía.
En mitad de esa nada, aburrida y perdida después de criarse en una sociedad que glorifica la productividad desde niños, Asa no sabe cómo ocupar su tiempo ni mucho menos qué hacer sin alguien con quien hablar o sin estar su marido presente. En ese sentido la historia exuda desde el primer momento un extraño sentimiento de soledad y de desconexión por parte de los personajes. Ya desde el primer capítulo podemos ver que el marido de Asa pasa mucho tiempo en el móvil, pero ni ella sabe con quién está hablando ni comparten el mismo grupo de amigos. La autora no se esfuerza en decirnos claramente que Asa está sola, pero nos lo deja claro con las limitadísimas reacciones verbales de su marido a las preguntas de ella, en el poco tiempo que pasan juntos o incluso en el hecho de que, semanas tras mudarse, Asa ni siquiera tenía el número de su suegra en el móvil.
En este contexto es absolutamente imposible que Asahi consiga conectar con alguien: las personas que le rodean son tan extrañas que a veces te preguntas si están realmente allí; los hombres desaparecen de vida diaria, aquejados por las obligaciones del trabajo; y para colmo parece que la familia de su marido le esconde cosas que no podría llegar jamás a preguntar. El concepto de honne y tatemae (la cara visible en contraposición a lo que realmente piensa un japonés) queda patente página tras página, reforzado por la inmutabilidad de un sistema patriarcal japonés en los que las mujeres deben cuidar de la familia sin rechistar y ocuparse siempre de la cocina y del bienestar de sus maridos.
Para cuidarme a mí, un hijo que no sabían si valía o no valía, mi padre se deslomó trabajando y mi madre se vio forzada a vivir bajo el mismo techo con una señora con la que ni estaba emparentada ni se entendían bien. Y aunque mi abuela murió joven, mi madre tuvo que cuidarla hasta el final, y no fue una muerte fácil. Pasaron mil cosas hasta que murió. Y además de todo eso se ha dedicado a servir a su suegro, un señor muy malhumorado. Es un sistema que sacrifica la voluntad individual. La nuera, la suegra…
Todo ello va girando alrededor de una compleja metáfora que Hiroko Oyamada construye solo para aquellos más sensibles a su prosa o entendidos sobre el mundo nipón: y es que toda la casa, todo es rincón en el campo, es un enorme agujero en el que Asa ha caído. Un agujero confortable que te atrapa y te inmoviliza. Al fin y al cabo, la protagonista desde un primer momento se obsesiona con el hecho de que todo el mundo la llame nuera, pero es que en japonés, este ideograma es en realidad la suma del de “mujer” y “casa”. Y es que Asa, de una forma u otra, ha cedido su libertad y su identidad sin casi pretenderlo.
Sobre el segundo relato: Sin comadrejas
Sin comadrejas nos lleva desde la perspectiva de un joven hombre a la casa de un antiguo amigo de universidad: Saiki, y su mujer, Yoko. Ambos han decidido comprarse una vieja de casa de corte tradicional en mitad del pueblo. Allí se darán cuenta de que deben adaptarse a su ritmo de vida y sus costumbres: los vecinos pasan a menudo a beber y comer a su casa y, por si fuera poco, tienen una infestación de comadrejas en el tejado.
El relato, de una extensión bastante más corta que Agujero, se centra principalmente en una cena que llevan a cabo las dos parejas en la casa de Saiki. A diferencia del anterior, Hiroko Oyamada apuesta por un diálogo convencional fluido y drástico en el que los papeles convencionales de los hombres y las mujeres se invierten: en el interior de la cocina, serán ellas las que beban y coman sin parar del guiso de jabalí que han puesto en el medio de la mesa, y serán ellas también las que dominen por completo la conversación.
La historia, que no deja de tener tintes caseros y hogareños, capaz de generarte cierta sensación de sinestesia al describir profusamente el proceso de elaboración del guiso, los ingredientes y el cambio de color y espuma del caldo, está impregnada de cierta sensación de hastío y de la asfixiante necesidad de permanecer en un terreno conversacional neutro hasta que la mujer del protagonsita cuenta su propia historia con las comadrejas.
Así, envueltos por la noche, con el guiso caliente en medio humeando y el detalle que le pone la autora a cómo los comensales mordisquean los trozos de carne y los encurtidos, la historia de terror narrada por la mujer del protagonista se asemeja a las hyakumonogatari que narraban antiguamente en los pueblos de Japón.
Con un final espeluznante y una atmósfera caliente y con sabor a carne dulce y setas enoki, el relato de Sin comadrejas no tiene nada que envidiar a Agujero. Violento sin ser explícito, las sensaciones que provoca perduran hasta cuando has terminado de leerlo.
Sobre el tercer relato, Una noche en la nieve
Una noche en la nieve comparte protagonistas con Sin comadreja. Esta historia, inspirada poderosamente en la propia experiencia de la autora durante su embarazo y en su miedo a no ser capaz de enfrentarse a la maternidad nos transporta a una visita de la pareja a la casa de Saiki.
Estos han tenido una pequeña niña llamada Yukiko que, sin ser realmente la protagonista de la historia se convierte en el pivote alrededor del cual gira por completo la trama. En este punto la idea del honne y tatemae se intensifica poderosamente: así, Saiki y su mujer Yoko no son capaces de echar de forma directa y evidente a las visitas a pesar de que está claro que su presencia en la casa no es deseada ni apropiada. Los protagonistas, en lugar de pillar la indirecta, se quedan más tiempo y se esfuerzan en mantener conversaciones del todo inocuas para no molestar a sus anfitriones. Es especialmente ilustrativo el hecho de que el marido se sorprenda cuando su mujer recupera su verdadero tono de voz ante la ausencia de Saiki y de Yoko.
La historia, con un fuerte olor costumbrista, vuelve a centrarse en la comida como momento pacificador que une en el mismo sitio a diferentes extraños mientras realiza una compleja pero al mismo tiempo delicada y bella metáfora sobre la espera y la maternidad.
Mi opinión sobre Agujero
Reclinada sobre el sofá cogí Agujero movida por el más aleatorio impulso y necesidad de romper de una vez por todas mi bloqueo lector. No tenía ni la más mínima expectativa, y he de decir que Agujero me ha hecho sentir cosas muy contradictorias.
Lo primero de todo ello era que no esperaba que se tratasen de tres relatos, así que al llegar al anticlimático final de la primera historia me sentí ligeramente engañada y dolida por no obtener la confirmación descarada que los occidentales tanto deseamos sobre los misterios y preguntas planteadas en los libros que leemos. En cuanto comprendí que esta obra se enmarcaba dentro de una suerte de realismo mágico japonés y que, al igual que con muchas de las obras de Murakami, hay más en lo que no se dice de lo que uno puede llegar a pensar.
Así, pronto comprendí que Agujero es una metáfora dentro de otra, que la vida de Asa y de la pareja que acude de visita a casa de Saiki y Yoko son analogías sobre la propia vida de la autora y que estos relatos llaman a disfrutar del proceso sin por ello divinificar la vida campestre como hacen muchos otros autores nipones contemporáneos.
Especialmente ilustrativo me ha parecido el hecho de que la autora siempre introduzca elementos que recuerdan a la muerte, al estancamiento y al desgaste en todos sus relatos (como los calcetines de Yoko en Una noche en la nieve) así como la intensa y talentosa manera con la que Hiroko Oyamada convierte la gastronomía y el momento de la comida / cena en un remanso de paz y entendimiento.
Como en todas las recopilaciones de relatos, existen aquellos con los que encajas más y con los que menos. Personalmente, mi favorito ha sido Sin comadrejas pero la experiencia general de lectura me ha devuelto la paz y la tranquilidad en apenas doscientas páginas. Al fin y al cabo, a veces solo necesitas leer sobre jóvenes atrapadas en un agujero para comprender que estás en uno.
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