Bruna recibe una llamada del hospital en relación con su madre, aquejada de trastorno bipolar, veintinueve años después de que esta la abandonara. Esto provoca que deje la vida que ha construido en París ahora que ella misma acaba de tener un hijo y se adentre en el lugar donde nació: un pueblo turolense donde lo rural, el silencio y la incomunicación muestran el lado más duro de la relación entre una madre y una hija que no se conocen.
De repente con dos personas a su cargo, Bruna se enfrenta a momentos de soledad y desamparo en los que siente que no está a la altura ni como madre ni como hija. Las dudas y los fantasmas del pasado la perseguirán por todos los rincones de una casa que no considera su hogar y de un pueblo aislado que puede resultar su condena o su salvación.
No soporto el llanto que, aunque hueco y lento, se me engancha el tímpano y lo oigo aún cuando no suena. Es solo un eco, un ruido lejano que a veces se acerca y se adhiere a todo. Que sea de noche solo incrementa la incertidumbre, y ha cambiado tanto mi percepción del paso del tiempo que ya no sé si él llora demasiado o algo no funciona dentro de mí y he dejado de ser capaz de gestionar bien la caída de los párpados.
Me daba mucho miedo pensar que no estaba guapa, que no era lo que ella esperaba, que a lo mejor ella quería una hija que se dejara hacer trenzas en el pelo, que no dejara nada en el plato y no tuviera los ojos tristes. Que mi madre no estuviera hecho que viviera con un miedo constante de que muriera mi abuela.
En este momento del día, este espacio que flota suave y lento, es un resplandor que me ayuda a entender que la vida es más esto que pasa ahora raya, aunque sea un instante veloz, raya que todas las preocupaciones que se me amontonan a diario.