Escritora consumada, concept artist en ciernes y adicta al trabajo. Do...
En una sociedad como la japonesa, donde la eficiencia se convierte en virtud y el silencio en código, Hiro Arikawa escribe contra la prisa sin declararle la guerra. Conocida por su habilidad para retratar vínculos improbables —como el de un gato viajero y su dueño o el de soldados que discuten de filosofía en mitad de una guerra—, Arikawa despliega en Los pasajeros del tren de Hankyu una sensibilidad que roza lo lírico sin perder nunca de vista la fisicidad de lo cotidiano. En este contexto, el tren no es solo un medio de transporte sino un microcosmos social donde se cruzan —sin aparente trascendencia— las vidas de quienes se permiten mirar, aunque sea una vez, al rostro del otro.
Publicada inicialmente como una serie de relatos en la revista literaria japonesa Yomiuri Weekly, y convertida después en novela de culto en su país natal, esta obra se inserta en una tradición literaria que va de Natsume Sōseki a Banana Yoshimoto: la de la introspección disfrazada de rutina, del instante como detonante vital. Sin alardes narrativos, con un ritmo que imita el vaivén del vagón, Arikawa compone una sinfonía coral donde los encuentros breves de los viajeros en un tren y los gestos triviales son tratados con el respeto casi sagrado que en otras culturas se reserva a los grandes dramas. Porque en el Japón contemporáneo —tan saturado de tecnología como hambriento de contacto humano— la ternura no es solo una emoción: es una forma de resistencia.
Los pasajeros del tren de Hankyū: Un renrakutanpenshū con aroma a wabi-sabi: la ternura ferroviaria de una novela coral japonesa
Los pasajeros del tren de Hankyū —Hankyū Densha, 阪急電車— pertenece a esa tradición tan japonesa de la 連作短編集 (rensaku tanpenshū): las colecciones de relatos enlazados que parecen fragmentos dispersos pero que, al colocarse uno junto a otro, forman una constelación emocional perfectamente legible. Es una obra que se mueve, como el tren que la estructura, entre la delicadeza del slice of life nipón y la llamada “healing literature”, ese subgénero que en Japón se consume como si fuera una sopita de miso calentita en un día de frío invierno.
Y es que Arikawa organiza estas historias siguiendo el trayecto real de la línea Imazu del ferrocarril Hankyū: ocho estaciones en el viaje de ida (primavera) y ocho en el de vuelta (otoño), creando un efecto de espejo que me recuerda por su estructura cíclica a los *emakimono:* esos pergaminos ilustrados que se leen en dos direcciones y donde cada escena ilumina a la siguiente.
El resultado es una novela coral donde estudiantes tímidos, abuelas sabias, lectores compulsivos, prometidas despechadas y mujeres que buscan romper patrones de violencia emocional se cruzan durante apenas unos minutos, pero con un impacto que dura estaciones enteras. Todo está impregnado de wabi-sabi: la belleza de lo imperfecto, lo efímero, lo transitorio. Esta obra no pretende deslumbrar por su argumento, sino por algo muy japonés: la reverencia por lo cotidiano, por ese instante microscópico en el que un extraño te dice exactamente lo que necesitabas oír.
Como tantas novelas contemporáneas niponas que se están poniendo cada vez más de moda —como *Mis días en la librería Morisaki* o Los misterios de la taberna Kamogawa—, este libro funciona como refugio emocional: cálido ( o ほっこり hokkori), suave, pudoroso, tierno y sin azúcares añadidos. Su lectura deja esa sensación difusa y acogedora de haber viajado en un tren real, con la frente apoyada en la ventana, preguntándote quién será la persona que se sienta frente a ti… y qué historia está a punto de dejar atrás cuando se levante en la siguiente estación.
Una historia de Hiro Arikawa: una voz omotenashi que escribe desde el umbral
Con el éxito que está teniendo el género de las novelas japonesas brevez y cozzy, sería imperdonable no introducir a Hiro Arikawa (有川浩).
Nacida en 1972 en Kōchi, al sur de Shikoku, Arikawa comenzó su carrera literaria ganando el prestigioso Dengeki Novel Prize en 2003 con una novela de ciencia ficción ligera, pero pronto desvió su escritura hacia territorios más íntimos y cercanos a la cotidianeidad emocional. Su obra combina, con una naturalidad adictiva, el ritmo accesible de la light novel con una sensibilidad narrativa profundamente japonesa, centrada en los afectos discretos, los vínculos silenciosos y las pequeñas transformaciones del espíritu.
,Autora versátil y enormemente popular en su país, donde ha firmado desde sagas sobre guerras de bibliotecas hasta novelas sobre gatos existencialistas al más puro estilo de Natsume Soseki, Arikawa es una de las figuras clave de esa literatura japonesa contemporánea que algunos llaman iyashikei bungaku (癒し系文学): literatura del consuelo. No busca impactar ni sacudir, sino acompañarte en tu día a día en un estilo que traslada perfectamente el espíritu de la cortesía japonesa (el omotenashi (おもてなし): esa hospitalidad silenciosa que se anticipa a las necesidades del otro sin invadirlo.
Las estaciones del tren como paradas en la vida de los personajes: la estructura como espejo narrativo
Al igual que las películas de Yasujiro Ozu, donde lo cotidiano se convierte en eje estructural del alma japonesa, Los pasajeros del tren de Hankyu se desliza en el género de slice of life introduciéndonos el día a día de varias personas de a pie en Japón. Hiro Arikawa, (quien ya había demostrado su dominio de la ternura sobria en *Crónicas del gato viajero),* nos presenta así una una novela coral con corazón que de alguna forma consigue trasladarte la belleza poética de los instantes de un tren japonés en plena hora punta.
Y es que cada uno de los relatos de la obra está estructurado en forma de estaciones, acompañando el trayecto de ida y vuelta de los pasajeros. Así, cada capítulo nos presenta la perspectiva de un nuevo pasajero o el reencuentro entre varios con un narrador en primera persona que describe lo que les preocupa en cada momento. Así, partiendo de un vagón de metro que va de Takarazuka a Nishinomiya, construye para nosotros un microescenario, donde se condensa el conflicto íntimo del personaje y nos ayuda, de alguna manera, a empatizar con sus preocupaciones mundanas.
Así, de alguna forma Los pasajeros del tren de Hankyu replica el juego infantil con el que todos nos hemos entretenido en largos trayectos de inventarnos la vida de la gente a nuestro alrededor sin hablar con ellos. Conoceremos historias plausibles y cercanas como la de un joven que se fija continuamente en una chica que coge siempre antes que él el libro que más le interesa de la biblioteca y que acaba coincidiendo con ella en el vagón del tren, mostrando cómo el deseo contenido de conexión emocional a veces solo necesitan una casualidad para poder liberarse.
Los capítulos recorren así a personas aparentemente anodinas pero con un mundo interior rebosante de emociones, como el de una abuelita con su nieto y sus ganas de tener de nuevo un perro que considerar suyo y con el que forjar un vínculo; o una chica de bachiller que está dándole vueltas a la relación que tiene con su novio universitario.
Sin embargo, uno de los relatos, quizás el que más me ha conmovido e impactado, acompaña a una joven a la que su novio ha dejado por su mejor amiga y que acude a la boda de ambos vestida de blanco. Este relato, aparentemente fuente de salseo, esconde en su interior mucho más: la resistencia fiera de la mujer aparentemente empoderada de la sociedad japonesa que se esconde detrás de una máscara de maquillaje y perfección y cuya sanación viene directamente de la paz y la calma.
La intimidad pública y el refrescante momento en el que compartes tu historia con un extraño.
En Japón, donde el espacio personal es un bien culturalmente valioso, el transporte público representa una anomalía reconfortante: no puedes evitar estar cerca de otros, sentarte a su lado, tocarles y ser testigo de sus expresiones faciales y de la historia que comparten.
Así, en el universo de Los pasajeros del tren de Hankyū, la figura del desconocido adquiere una potencia simbólica que rara vez se permite en la esfera íntima. En un país donde no está permitido compartir en exceso tus emociones o sentimientos, Arikawa abre una grieta en esa lógica: lo que no se puede decir en casa, se puede susurrar en el vagón. Así, una conversación breve entre dos extrañas puede contener más verdad que años de silencio compartido en un mismo hogar. La autora despliega este fenómeno con precisión: no como una anécdota entrañable, sino como una manifestación de algo estructuralmente japonés, donde la contención es forma de cortesía… y, a veces, de dolor.
—Cuando mi vida ha tomado el rumbo equivocado o he pasado por una experiencia desagradable, siempre han sido las palabras de personas desconocidas con las que me he cruzado lo que más me ha ayudado. Usted y yo también nos hemos cruzado por casualidad. Tal vez sea por eso.
La novela plantea que hay una ligereza emocional en hablar con quien no nos debe nada, ni nos recuerda quién fuimos. Esa ligereza —que no es superficialidad, sino libertad— permite que emerja una forma de autenticidad que no necesita consecuencias. En ese espacio liminal que es el tren, los personajes se permiten compartir confesiones, intuiciones, incluso consejos, que no habrían sido posibles fuera del anonimato protector del trayecto compartido.
Feminidad, resistencia y shakai mondai: lo social también viaja en tren
Bajo su tono sereno, la novela lanza un cuestionamiento nítido a las estructuras sociales japonesas, especialmente aquellas que afectan a las mujeres. Sin caer en un panfleto propagandístico y barato, Arikawa visibiliza un Japón donde la culpa del adulterio recae en la “otra”, donde denunciar violencia de género implica exponer la propia fragilidad ante un sistema que no responde, y donde la presión social moldea incluso la forma en que una madre se sienta en el vagón.
De seguir con él se convertiría en una mujer preocupada exclusivamente por sus cambios de humor, indiferente a lo que pudieran pensar los demás. «Menos mal que me he dado cuenta», pensó aliviada.
Y de pronto, en este vagón de tren, estalla un acceso de sororidad espontánea. Las mujeres de distintas generaciones se miran, se entienden, se ofrecen consuelo con la naturalidad de quien ha vivido lo mismo sin necesidad de teorizarlo y que te ayuda a ver el mundo desde una perspectiva mucho más cálida. Este retrato coral instala la novela en una conversación más amplia sobre la misoginia estructural japonesa, el mandato del perdón y la invisibilización del trauma cotidiano. Que todo esto se exprese con una sonrisa tímida y un diálogo al pie de página no le resta potencia; al contrario, la amplifica. La denuncia, aquí, viaja sentada al lado del consuelo.
Una obra preciosa en tono coral
Los pasajeros del tren de Hankyū no es una novela que pretenda transformar el mundo, pero sí tiene la capacidad de alterar suavemente la mirada con la que lo habitamos. Es una lectura que te reconcilia con la lentitud, con la escucha atenta, con la idea de que los encuentros más breves pueden ser también los que más te impacten. Los relatos, especialmente aquel de la mujer que, despechada, acude vestida de novia a la boda de su ex-prometido y su mejor amiga, se te quedan dentro quizás precisamente por cómo centra el peso narrativo del relato en las emociones y el poso que te deja después de leerlo.
Para quienes deseen prolongar el trayecto más allá del texto, simplemente tened en consideración que existe una adaptación cinematográfica de 2011 (dirigida por Yoshishige Miyake) que ofrece una versión fiel al tono y al espíritu de la novela y que no ha sido modificado para generar un impacto cargado de acción que sea innecesario.
Quizás es porque, como el libro, tampoco la película quiere darnos respuestas, sino apenas recordarnos que todos estamos de paso, y que a veces basta una frase en el vagón equivocado para tomar la dirección correcta.



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