Leer La discoteca de Gógol sin haberse preparado es como tirarse a un abismo de caos, sueños y sin sentido que te golpea la cabeza en una suerte de viaje alucinógeno cargado de asideros de realidad. Ganadora del Premio de Literatura de la Unión Europea, este fina obra con una sobrecubierta de un rojo comunista y con un rostro deformado en una extraña mueca similar a la de Einstein, te anticipa dónde te estás metiendo. Esto no es la madriguera del conejo, ni mucho menos un sendero que vaya desnudando una a una las capas de tu subconsciente.
No. A lo largo de las apenas 160 intensas páginas publicadas por Ático de libros, La discoteca de Gógol te atrae como una planta carnívora a un relato con la misma cercanía descarnada que las obras de Dostoyevski y la misma ironía que categorizaba a los hermanos Strugatski para luego darte el viaje de tu vida. ¿No has leído nunca nada surrealista? Pues esta, sin duda, puede ser tu obra obra.
La discoteca de Gógol - una sinopsis propia y aproximada
Estonia ha caído bajo el gobierno de la Rusia zarista. En un universo alternativo al actual ambientado entre los 60 y los 70, un grupo de variopintos personajes intentan sobrevivir a la miseria del día a día de la mejor forma que pueden. Entre ellos se encuentra Konstantin Opiátovich, un ladrón de guante blanco con un pasado taciturno de presidiario que trabaja cada día desvalijando a los judíos que asisten a los entierros. También conoceremos a Vasja Koljúgin, un hombre obsesionado hasta tal punto con los Beatles, que su sueño es construir un inmenso templo en honor a ellos. Los dos suelen reunirse en la tienda de libros viejos del pobre Leonhard y acuden, con el artista aún-no-descubierto Arkasha y su benefactor Guksh hasta el Novela: un restaurante chiquitito donde Katerina prepara un plato del día para chuparse los dedos.
Todos y cada uno de ellos viven obsesionados en sus rutinas, su cotidianeidad y sus manías, ignorando el daño que ha hecho el gobierno ruso a su país; evitando pensar en lo desgraciados que son realmente. Esto es así hasta que un día se encuentran con el cadáver andante y parlante de Nikolái Gógol, el autor de la primera novela rusa contemporánea. Pronto los planes de hacerse ricos u obtener el conocimiento que solo una eminencia como él le puede llegar a trasladarle se tuercen cuando estos descubren que existe un precio muy alto por relacionarse con el cadáver resucitado de Nikolai Gógol.
Primera parte - bienvenidos a una Estonia de supervivientes
La discoteca de Gógol, dividida en tres partes, abre su relato presentándonos a los protagonistas, representantes de la Estonia que ha dejado detrás el gobierno del zar. El libro nos introduce de esta forma en un retrato fidedigno de las calles estonias, sus personajes demacrados, la vida penosa y la enorme cantidad de reglas no escritas con las que los diferentes gremios y comerciantes se rigen. Es esta una Estonia que parece extraída de Crimen y castigo de Dostoyevski, donde tras las penurias y las dificultades se esconden hombres fuertes, dados a la camaradería y profundamente más complejos y emocionales de lo que podría parecer.
Uno de ellos, y sin duda mi favorito, es Konstantin Opiátovich: un ladrón que ha hecho del arte de robar a los visitantes de los cementerios judíos, todo un arte. El carterista es inteligente, meticuloso e increíblemente divertido y guarda en su interior un humor y una retranca cargada de pequeñas escenas y anécdotas de su vida pasada en el presidiario o robando en otros sitios de tal brillantez que leer sus capítulos se convierte en un placer a la altura de los clásicos rusos que todos conocemos.
¡No hay personas más despistadas ni más negligentes que las que asisten a los entierros de los difuntitos! Vamos, que a los dolientes y plañideros todo quisque les da gato por liebre: primero los vendedores de ataúdes y los sepulturerosm y luego los viejos que tocan la tuba, que, embriagados por los efluvios de agua de colonia, reclaman sus emolumentos con machaconería. ¡Los muy lerdos apoquinan! ¡Lloran y pagan!
No todos los personajes son tan mezquinos y divertidos como Opiátovich. Paavo Matsin hace un enorme esfuerzo en mostrarnos todo un abanico de hombres que se dejan llevar por sus sueños y romanticismo. Cada uno de los capítulos de la obra están escritos en tercera persona con un narrador poderosamente afectado por la personalidad de cada uno de ellos. Así, los momentos en los que asistimos a la vida de Vasja todo estará influenciado por la presencia de los Beatles y afectado por un discurso ético y filosófico que gira alrededor del amor, mientras que los capítulos de Grígori o Guksh destilan la monotonía de aquellos que no tienen nada por lo que vivir.
La obra te sumerge de esta forma en el día a día de estos personajes, mostrándonos las contradicciones entre la elegancia y el refinamiento lingüístico con el que estos se comunican entre ellos, y la precariedad de una vida cargada de momentos grotescos. Así, asistiremos a un debate ético y filosófico sobre la idea del amor mientras uno de ellos defeca en el baño con la puerta abierta y otro escribe las ideas en un rollo de papel higiénico.
Y es que la obra muestra una extraña mezcla narrativa entre un discurso filosófico, elevado y culto, salpicado por la cotidianeidad de la vida de una serie de personajes completamente fuera de tiempo y de lugar que no tienen aspiraciones ni ningún tipo de dirección productiva en la vida.
—El amor puede contemplarse desde el punto de vista neoplatónico y desde el cristiano; en el primer caso es energía erótica y base creativa, es decir, Eros, una emoción privada; en el segundo, por el contrario, es la lucha contra el pecado, es amor/sufrimiento/ascetistmo.
Un rollo de papel pasó rodando por el suelo junto a Arkasha. Guksh lo rechazó de una patada. Se oyeron unas risitas que venían del retrete.
Son grandes los sueños que mueven a cada uno de estos hombres y sus diálogos se comportan de acuerdo a esta idea. Ático de libros y en especial Consuelo Rubio Alcover han realizado un titánico trabajo al dejar ciertos conceptos y apartados del texto en su original ruso, proveyendo de una nota a pie de página donde matizan cada uno de los sentidos de las palabras, insultos, expresiones, exclamaciones y otra serie de conceptos, permitiendo de esta forma que el lector se sumerja correctamente en la atmósfera de La discoteca de Gógol.
Segunda parte: Gógol, el fantasma de Dickens y la nostalgia de la lucha contra la opresión rusa.
Aunque no es evidente, La discoteca de Gógol cuenta con un discurso anti-ruso impregnado en la esencia de su texto, salpicando su obra con una intertextualidad simplemente asombrosa. Así, veremos no solo la precariedad con la que vive la mayor parte de los músicos de la obra ya que deben resignarse a un cuarto comunitario diminuto o buscar formas alternativas de financiarse para poder sobrevivir, sino también el hambre que pasan y que se ilustra con la manera en la que Arkasha devora los restos del pan y la comida que deja el resto en la Novela.
Estonia, tras la invasión de la Rusia zarista, no es un lugar en el que puedan vivir los artistas. Es un país que no invierte en algo tan esencial para el alma, como la música. No solamente eso, sino que a lo largo del texto iremos asistiendo a pequeños detalles que dejan traslucir la pérdida de identidad de un pueblo frente a su opresor: el estigma que Katerina lleva por ser medio estonia, los recuerdos de las personas deportadas para ser asesinadas a una estación de Metro que asaltan a Konstantin Opiátovich en su sueño o incluso la obligación de tener en todos los cuartos de baño obras clásicas estonias bajo la estricta prohibición de usarlas para algo que no sea papel higiénico.
Más tarde, cuando ya estaba entrando en calor junto al horno de leña, entendió de golpe que la habitación de medio pelo donde vivía, con su lecho y su aguamanil, acabaría alquilada a otro tipo igual de desgraciado que él, en el plazo máximo de una semana y sin emociones por medio.
La Estonia destrozada se materializa también en algunos personajes como Petrusha: ajados, abandonados y con la gloria y el orgullo que lo recorrían desaparecido tiempo ha.
Los pantalones hechos andrajos, las sandalias más baratas, y reconocible por un curioso olor a gas pegado a la ropa que debía de proceder de un recóndito horno de leña averiado en Kantreküla, esa fea y lóbrega barriada del extrarradio donde el ambiente está perpetuamente gris por el humazo de las rústicas chimeneas. Y, con todo. ¿no había en los rasgos faciales del joven un aire inaprensible, pero inconfundiblemente aristocrático, irónico, soberbio?
No es por ello de extrañar que este grupo de personajes extravagantes y diferentes se emocionen tanto ante la presencia de Gógol, un escritor que representa la resistencia frente al status quo creado por los rusos. Históricamente, el autor ya fue amonestado en su momento por escribir una obra, Almas muertas, donde criticaba salvajemente la corte zarista. Su presencia en la novela desencadena en la segunda y la tercera parte una suerte de pesadilla personalizada para cada uno de los personajes, los cuales se turnan cada uno una noche para cuidar al escritor renacido. Así, al igual que en Un cuento de Navidad de Charles Dickens (1843), un fantasma visita cada día a cada personaje en cuanto cae el sol para hacerle reparar en algo horrible que este estuviera bloqueando u ocultando. Y es que en mitad de todo este caos humorístico retorcido y optimista frente a la decadencia atmosférica que crea el autor hay todavía momentos de claridad y brillantez y los cuales se realiza una crítica política hacia la ocupación Rusia sobre Estonia.
La discoteca de Gógol: ¿merece la pena?
Creo que, definitivamente, La discoteca de Gógol es uno de los libros que más me han descolocado de mis últimos años como bloguera. Es cierto que me he encontrado con obras de una narración caótica y desordenada donde lo onírico se mezclaba con la intertextualidad propia del autor para enriquecer una lectura a varias capas.
Pero, caramba, esto es otra cosa.
Frente al estilo familiar del comienzo de la obra, basado en capítulos cortos y brillantemente traducidos en el que nos introducen a un abanico enorme de personajes, a cada cual más carismático que el anterior, nos encontraremos más adelante con un relato por momentos caótico y extraño que te obligará a releer algunos capítulos para intentar adivinar qué ha ocurrido y por qué está pasando lo que está pasando.
Hay cierta lógica detrás del final de la obra, y sin duda el autor quiere decir mucho más de lo que te encontrarás con una lectura superficial a lo largo de los capítulos. Pero está claro que, a pesar de los maravillosos esfuerzos de Consuelo Rubio y del equipo de Ático, muchas cosas se nos escapan. Detrás de la misoginia patente de Leonhardt y Arkasha, de la forma con la que Katerina y Natasha lloran desesperadas, de la crítica a los sueldos cuyo ahorro de un año paga una crema para las heridas y de la presencia de Gógol, como personaje anecdótico, hay más de lo que yo, como analista, puedo comprender.
La discoteca de Gógol es, por tanto, una obra para amantes del surrealismo ruso y de los mundos oníricos más salvajes y brutales. Su combinación es extraña, contradictiva, interesante y confusa al mismo tiempo. Es decir, no es un libro para todo el mundo ni para cualquier momento de tu vida, pero si le das una oportunidad, parte de él sabrá encontrar el camino hacia ti.
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