Bohemio, visionario, experto en espiritualidad nipona e intruso en su propia vida, Lafcadio Hearn fue y sigue siendo una de las fuentes literarias a las que acudir para conseguir acercarnos mínimamente al alma japonesa. A pesar de la sencillez y delicadeza con la que escribía, su vida estuvo marcada por el cambio y la tragedia desde muy joven, y las fuertes corrientes del S.XIX lo fueron empujando hasta una pequeña isla marcada por el conflicto entre Oriente y Occidente como era en aquel momento Japón.
Nacido en las Islas Jónicas en Grecia, Lafcadio era un joven extraño con un comportamiento fuera de lo normal. Su padre, Charles Hearn, un cirujano británico con fama de Don Juan que presumía de su sangre gitana, se casó con una muchacha griega. Fruto de esta unión nació Lafcadio, el cual nunca olvidó que sus orígenes se remontaban al mismo lugar que vio a Safo nacer. Cuando el chico tenía solo seis años, su padre fue convocado en Dublín y la familia entera tuvo que dejar atrás Grecia. Estos continuos cambios marcarían la vida de Lafcadio y lo llevarían a adentrarse en una vida de trotamundos: el matrimonio de sus padre se deshizo y Lafcadio acabó viviendo con su tía abuela, la cual era una adusta fanática religiosa obsesionada por enderezar a un crío al que echaban de todas las escuelas católicas a las que acudía.
Lafcadio era tímido, arisco y tenía la manía de declararse ateo una y otra vez delante de los sacerdotes que se suponía que debían enderezarlo. No era propenso a la violencia, o al menos eso nos ha llegado a nuestros días, pero perdió la vista del ojo izquierdo en un aparentemente “inocente juego de patio”.
Fue entonces cuando su tía abuela decide darse por vencida y lo envía a París con una mano delante y la otra detrás. Allí, como era de esperar, solo y sin apoyo de ningún tipo, el joven griego-irlandés se muere de hambre. Así que se muda a Londres. Y de Londres a Norteamérica con la firme intención de convertirse en un “escritor”.
Y allí, de nuevo, volvió a morirse de hambre. Pero ¿qué esperábais? En el S.XIX Norteamérica bullía de emigrantes emocionados que intentaban forjarse una vida mejor. Llegaban cientos cada semana a los abarrotados puertos, y entre ellos, él no contaba con ningún talento en especial: medía 1,60cm, estaba ciego de un ojo, carecía de la paciencia para no tomarse cualquier comentario como una ofensa y además era extremadamente tímido. Así que pasó hambre. Tanta hambre… y acabó mudándose a Nueva Orleans.
Durante tres años fue pasando de trabajo en trabajo hasta encontrar el verdadero hueco en el que podía sentirse él mismo: las revistas americanas del momento ofrecían una mayor libertad de prensa a la que tienen ahora mismo y en ellas se discutían temas como la prostitución, la homosexualidad y los crímenes violentos y sexuales. Allí, en Cincinnati, Lafcadio se casó con una mujer de color llamada Alethea Foley, y rápidamente fue apartado de la sociedad del lugar. No importaba lo que hiciera: su físico, su personalidad y el hecho de que participase de un matrimonio interrracial era simplemente demasiado para los demás.
No importaba adónde fuera, siempre sería rechazado.
Por eso cuando le hicieron la oferta de marcharse a la Martinica dos años para escribir artículos, aceptó al momento. Y allí escribió su primera obra, Two years in Martinique: una disertación de la vida y la civilización en el país como luego haría con Japón.
Fue tan feliz allí y tan desgraciado a su vuelta a Norteamérica que en cuanto le dieron la oportunidad de marcharse de nuevo, la aceptó sin pensarlo. Esta vez el destino era muy diferente: Harper Brothers querían que viviese en una extraña y popular isla llamada Japón.
Lafcadio Hearn llegó a Tokyo en 1890 en pleno momento de transformación dentro del país: los japoneses se dividían entre los que odiaban encarecidamente la presencia extranjera y los que la saludaban con los brazos abiertos. Sin embargo, nada de eso evitó que Lafcadio se sintiera totalmente fascinado por el país. Pronto rescindió el contrato con Harper Brothers y se dedicó a dar clases de inglés en un instituto de Matsue a cambio de un salario mensual equiparable a 45$ americanos, lo cual lo convertía en uno de los miembros más ricos de toda la pequeña comunidad costera.
Allí, Lafcadio encontró la felicidad. Toda su vida el escándalo de su matrimonio, su baja estatura y su ojo izquierdo hundido lo habían convertido en el hazmerreír del resto, pero allí era más alto que el resto de sus compañeros y su extraño aspecto no era, para los japoneses, más raro que el de cualquiera del resto de los occidentales. Dos años pasaron, y uno de los compañeros de Lafcadio le presentó a la que sería su futura esposa: Setsu Koizumi, una joven proveniente de una familia pobre.
Koizumi no era ni agraciada para los estándares japoneses, ni extremadamente brillante, pero Lafcadio la adoraba igualmente. Como su marido, se convirtió en el pilar económico del resto de la familia, a la cual sacó de la más absoluta de las pobrezas. Allí, Lafcadio fue feliz: su familia aprendió recetas occidentales para él, le leían libros en japonés y eventualmente, en 1896, lo adoptaron como hijo para que obtuviera la nacionalidad japonesa.
Sin embargo, esta vida, aparentemente idílica, era increíblemente costosa. Hearn se encontraba siempre necesitado de dinero, tenía que trabajar continuamente para obtener ganancias a pesar de que estaba obsesionado con escribir su mejor obra literaria. En sus últimos años, a pesar de tener que moverse a Kobe y Tokyo, escribió prácticamente un volumen al año.
Dicen las fuentes cercanas sobre su vida que el esfuerzo acabó por matarlo. En 1904 fue enterrado por un arzobispo japonés. Había producido en trece años once libros, la mayor parte de los cuales se trataban de ensayos e historias populares japonesas.
Los ensayos, entre los que destaca Kokoro. Ecos y apuntes de la vida íntima de Japón (Satori Ediciones, 1896), hablan del viejo Japón que él tanto comprendía y admiraba. En ellos intentó, con mucho más acierto que otros autores, defender Japón y aproximar su verdadera alma y espíritu a sus compatriotas occidentales. También recogió en obras como Kwaidan numerosos cuentos y japonesas que iba recogiendo entre sus familiares y amigos. Estas historias que podrían haberse perdido en el moderno Japón, demuestran la capacidad de los japoneses para generar una narrativa absolutamente única.
Como escritor, Hearn se centró tanto en escribir sobre la ordinaria vida de otros seres humanos que carecía de todo enfoque práctico y funcional. En una de sus cartas dijo «Nada, por ejemplo, sobre barcos, caballos, relojes, granjas o jardines. Nada sobre lo que un hombre debería conocer bajo cualquier circunstancia». No fue un gran novelista, pero su papel en la historia del Japón literario es absolutamente crucial para conocer el alma del país que lo acogió como un hijo desde la óptica de un occidental.
Al fin y al cabo, podemos decir que Lafcadio conocía muy bien Japón. No como observador, sino como ciudadano, hijo adoptivo, marido y profesor. No se centró en la política o economía japonesa, sino que todos sus esfuerzos se dirigieron en abrir una ventana que nos permitiera asomarnos, aunque sea un poquito, para conocer el verdadero corazón Japón. Un corazón que permanece extrañamente imperturbable, vigilado por sus ancestros, a lo largo del tiempo.
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