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Frases del libro Kokoro. Ecos y apuntes de la vida íntima de Japón

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Todos somos crisálidas del infinito: cada una contiene un buda espiritual y los millones no son sino uno. 

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Nuestras religiones se están transformando en meros reconocimientos sociales de las necesidades éticas; las funciones de nuestro clero se están convirtiendo gradualmente en las de una policía de la moral; y la multitud de chapiteles de nuestras iglesias no demuestran un aumento de fe, sino únicamente un mayor crecimiendo de nuestro respeto por las convenciones. 

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La timidez que inspiraban los extranjeros entonces, no a los samuráis, de hecho, sino a la gente normal y corriente, no era física, sino un miedo supersticioso. Hasta el campesino japonés no ha sido cobarde nunca. 

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Quienes amaron en vano solo parecen haber muerto; en realidad, viven durante generaciones de corazones para que su deseo pueda cumplirse. Esperan, quizás durante siglos, la reencarnación de las formas amadas, entretejiendo eternamente en los sueños de la juventud la amalgama vaporosa de sus recuerdos. De ahí los ideales inalcanzables, la Mujer desconocida que persigue almas atribuladas. 

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Las leyes no pueden generar directamente el sentir; y el progreso social auténtico solo se puede lograr a través de un cambio del sentimiento ético cultivado mediante una educación y una disciplina a largo plazo. Entretanto, la creciente presión de la población y una mayor competencia deben tender a afianzar el carácter y desarrollar el egoísmo, aunque estimulen la inteligencia. 

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A la muchacha refinada la prepararon para la condición de estar, en teoría, a merced de su marido. Le enseñaron a no mostrar nunca ni celos, ni pena ni rabia, ni siquiera en las circunstancias en que se dieran los tres; de ella se esperaba que superara los defectos de su señor con pura dulzura. En resumidas cuentas, se le exigía que fuera casi sobrehumana;

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De entre todas las cosas de particular belleza en Japón, los accesos a los lugares altos de culto o reposo son lo más bonito: los Caminos que no conducen a Ninguna Parte y las escaleras que llevan a la Nada. 

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La timidez que inspiraban los extranjeros entonces, no a los samuráis, de hecho, sino a la gente normal y corriente, no era física, sino un miedo supersticioso. Hasta el campesino japonés no ha sido cobarde nunca. 

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