Todo empezó con una escena de sexo.
Bueno, con una escena de sexo que yo no era capaz de escribir.
A pesar de ser una autora con más de cincuenta libros románticos a mis espaldas, me estaba costando hacer lo que mejor se me daba, y, por pasar el rato, le pedí ayuda a un amigo al que conocía solo por internet.
No debí haberlo hecho.
Él escribió una escena mucho mejor que cualquiera que yo hubiera podido redactar, y nuestros siete meses de amistad platónica —aunque con algún coqueteo— se fueron al garete en diez minutos.
Porque me pidió que nos viéramos en persona…
Habíamos acordado mantener la relación en el plano digital, ser solo amigos y no ponernos cara, pero ninguno de los dos pudo resistirse.
Cuando lo vi en el aeropuerto me sentí atraída por él al instante, pero no tardé en darme cuenta de que jamás íbamos a poder llegar a nada.
El hombre con el que había estado hablando durante los últimos meses era la última persona que esperaba.
La última persona con la que debía fantasear.
Era el mejor amigo de mi padre.
Me cogió el bajo del vestido y me lo quitó. Después siguieron las bragas y el sujetador, que desabrochó con facilidad; me levantó y me metió suavemente en la bañera.
Cuando las burbujas llegaron a mis pechos, encendió unas velas alrededor del borde y me sirvió una copa de vino.
—Abre los ojos, Christina —musitó—. Quiero que mires mientras follamos —dijo, pero yo mantuve los ojos cerrados. Me tiró del pelo con más fuerza y me dio una palmada en el culo, obligándome a abrir los ojos, que encontraron los suyos a través del reflejo; contemplé nuestros cuerpos entrelazados, cómo follábamos.