Esta novela no tiene una cantidad absurda de fantasía en el que el poder de unos pocos elegidos no va en detrimento de su calidad de vida. Si naces como un orogén, lo más probable es que acaben asesinándote tus propios padres o que veas tu vida cohartada por una organización que siempre sonríe y que te enseña a obedecer rompiéndote los huesos de una mano. Es un mundo en el que hay travestidos, hombres poderosos doblegados por el peso del trauma, orogenes que no se creen humanos y humanos que parecen orogenes. Y luego están ellos, los comepiedras, capaces de hacerte sentir como lectora incluso intimidada por ellos a pesar de que solo se muestran en situaciones siempre bondadosas.
La Quietud se me presentó como una tierra llena de contradicciones y escenas confusas, con un vocabulario que no reconocía y personajes convincentes que parecían unidos en un tiempo y separados por identidad. Pero poco a poco conforme avanzas en el libro y empiezas a atar cabos, sesapinas el entorno, comprendes las reacciones de una y de otra, acabas descubriendo que ni el tiempo es el mismo, ni el espacio es compartido ni el momento es igualitario. Lo único que permanece inalterable es esa pequeña niña a la que le rompieron la mano que tuvo que convertirse en una orogen Semental para traer a luz a un niño y que cuando descubrió lo que significaba ser humana, tuvo que matarlo con sus propias manos.