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Frases del libro El vellocino de oro

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En Mirina iba a celebrarse un gran festival en honor de los dioses olímpicos. Al llegar el día del festival, la gran sacerdotisa envió espías, quienes, al anochecer, lo informaron de que los hombres ya estaban tendidos en la plaza del mercado, completamente borrachos. Y ocurrió que las mujeres, que habían enloquecido por haber masticado hojas de hiedra y haber bailado desnudas a la luz de la luna, bajaron corriendo a Mirina al amanecer y mataron a todos los hombres sin excepción y también a todas las mujeres tracias. En cuanto a los hijos, perdonaron a las niñas, pero cortaron la garganta de todos los varones, sacrificándolos a la diosa doncella Perséfone, para evitar que en años futuros pudieran realizar actos de venganza. Todo esto se hizo en un éxtasis religioso, y volvieron a establecerse los antiguos ritos del culto en el santuario del promontorio.

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Algunos pensaban que en tan corto espacio de tiempo nadie podía haber encontrado algo de gran tamaño, y así, uno exhibía orgullosamente un pajarito marino robado de su nido, en un acantilado; otro un ratón que había pisado pero que no había matado; otro un pequeño cangrejo encontrado en la playa. Pero Atalanta había atrapado una liebre y la estaba comparando en tamaño y peso con el pez que había pescado Melampo, cuando se oyeron unos tremendos bramidos del otro lado de la colina y vieron a Hércules bajando con paso airado por la montaña, demasiado tarde para obtener el premio, con un oso joven que luchaba entre sus brazos.

Hércules se disgustó al descubrir que el concurso ya había finalizado. Después de hacer saltar los sesos del animal contra el costado de la nave, mostró su disgusto comiéndose crudas las partes más tiernas, sin ofrecer ni un solo bocado a nadie excepto a Hilas. Arrojó lo que quedaba del animal muerto al mar una vez reanudaron el viaje.

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Siguieron navegando y el sol calentó a los durmientes, favoreciendo su sueño. Costearon la planta del pie de Palene y divisaron las montañas de la frondosa península de Sitonia, que termina en una colina cónica llamada Colina de las Cabras. El pequeño Anceo y Orfeo dormían ya, pero Jasón despertó a los otros para que desayunaran, y vieron cómo la tercera península, la de Acte, aparecía al nordeste. La península de Acte es escabrosa y está toda surcada por barrancos; a su pie se alza el monte Atos, un gran cono blanco ceñido por oscuros bosques. Allí decidieron desembarcar para buscar agua y para darse el gusto de andar en tierra firme, pero no pudieron quedarse mucho tiempo porque Corono, conocedor del tiempo, miró el cielo y anticipó que el viento no duraría mucho más.

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Eurínome continuó viviendo en la tierra, el mar y el cielo. Su ser terrestre era Rea, con aliento de flor de aulaga y ojos color ámbar. Un día, bajo su aspecto de Rea, fue a visitar Creta. Del cielo a la tierra hay una gran distancia, la misma, en efecto, que separa la tierra del mundo subterráneo, la distancia que recorrería un yunque si se desplomara por el espacio durante nueve días y nueve noches. En Creta, sintiéndose otra vez sola, Rea formó, con sol y aire, un dios-hombre llamado Crono para que fuera su amante. Para satisfacer sus anhelos maternales, dio a luz cada año, a partir de entonces, un hijo del Sol en la cueva de Dicte; pero Crono sentía celos de los hijos del Sol y los mataba, uno tras otro. Rea ocultaba su disgusto. Un día le dijo a Crono sonriendo:

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Jasón es un arquero experto, pero no puede igualarse a Falero o a Atalanta; tira bien la jabalina, pero no tan bien como Atalanta o Meleagro o incluso yo mismo; sabe utilizar la lanza, pero sin la habilidad y el valor de Idas; no entiende nada de música como no sea la de la flauta y el tambor; no sabe nadar; no sabe boxear; ha aprendido a manejar bien el remo, pero no es marinero; no es pintor; no es mago; su vista no es superior a la normal; su elocuencia es inferior a la de cualquiera de los presentes, exceptuando a Idas, y quizás exceptuándome a mí mismo; tiene mucho genio, es desleal, malhumorado y joven. Sin embargo, Hércules lo eligió como capitán y lo obedeció. Y vuelvo a preguntar: ¿por qué lo hizo? 

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Y ocurrió que las mujeres, que habían enloquecido por haber masticado hojas de hiedra y haber bailado desnudas a la luz de la luna, bajaron corriendo a Mirina al amanecer y mataron a todos los hombres sin excepción y también a todas las mujeres tracias. En cuanto a los hijos, perdonaron a las niñas, pero cortaron la garganta de todos los varones, sacrificándolos a la diosa doncella Perséfone, para evitar que en años futuros pudieran realizar actos de venganza. Todo esto se hizo en un éxtasis religioso, y volvieron a establecerse los antiguos ritos del culto en el santuario del promontorio.

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En cuanto a Atamante, regresó a su mansión real al amparo de la oscura noche, y allí murió y permaneció muerto durante un año completo, comiendo únicamente la comida roja de los muertos que los vivientes no pueden comer excepto en algunas ocasiones solemnes: langosta, cangrejos, morcillas, tocino y jamón hervidos, granadas y tortas de cebada mojadas en zumo de bayas. Cuando volvió de nuevo a la vida, después de que Ino hubiese dirigido la siembra otoñal con todos los rituales, se descubrió que había perdido el juicio.

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