¿Cómo es la vida para una mujer adulta que ha sido confinada en un psiquiátrico? Janet Frame, la autora de Rostros en el agua y candidata al Nobel de Literatura, permaneció encerrada en diferentes instituciones mentales durante siete años: de 1947 a 1954. Diagnosticada con esquizofrenia, se la puso en la lista para ser intervenida con una lobotomía antes de que la publicación de su obra, La laguna,
Sus vivencias le permitió entregarnos a nosotros como lectores una perspectiva única en la que las mujeres se convierten en cómplices de un sistema abusivo y heteropatriarcal que busca el sometimiento de las pacientes y la obediencia y sometimiento más misógino que hemos conocido.
Esta es la historia de Istina Mavet, una profesora de colegio que, estresada y obsesionada con que su vida corre peligro, es encerrada en un hospital mental durante tres años. Sus particulares vivencias y sus recuerdos resuenan en el corazón de todas las mujeres que un día decidieron callar y obedecer como mecanismo básico de supervivencia.
Argumento de Rostros en el agua
No importa qué la ha llevado allí porque pronto Istina Mavet comprenderá que las opiniones y vivencias de cada una de las pacientes del hospital psiquiátrico en el que la han confinado no son más que recuerdos de una vida pasada. Tras pasar varias noches en una sala de observación desde la que una enfermera evalúa su nivel de obediencia y sumisión, Istina Mavet, profesora, será trasladada una y otra vez a diferentes pabellones psiquiátricos donde esperan que a base de disciplina y terapia de electroshock todos sus males desaparezcan.
Pronto Istina Mavet tendrá que aprender cuáles son las reglas no escritas de los lugares en los que la confinan, decidida a conseguir sobrevivir y saltarse el horrible tratamiento al que la tienen sometida, obsesionada con encontrar un lugar donde por fin esté segura y no la juzguen por llorar.
Estructura y temas de Rostros en el agua
Encuadernada en una bonita edición de lujo, Rostros en el agua es una obra más compleja de lo que parece en un primer momento. Divida en tres grandes apartados, cada uno de los cuales representa la evolución de Istina en su viaje por el sanatorio mental, el libro entremezcla un estilo profundamente poético e intimista con una narrativa ágil y ligera que, acompañado con la magnífica elección del tamaño tipográfico y los márgenes de la hoja, hacen de la lectura de la obra una experiencia magnífica.
El estilo de la autora, confuso por momentos, se extiende con fluidez en los primeros capítulos, introduciéndonos en los delirios mentales y psicológicos que llevaron a la protagonista a un sanatorio mental. Así, rápidamente comprenderemos que Istina Movet padece un trastorno de manía persecutoria y está obsesionada con que debe seguir una serie de normas y reglas para salvarse de los peligros que entraña el mundo. Este convencimiento paranoico de que alguien le persigue le genera una ansiedad poética y extraña a la protagonista con la que es fácil identificarse. La autora de esta forma es capaz de transmitirnos el sobrecogimiento de alguien que se siente muy pequeño ante el abrumador convencimiento de que el mundo solo esconde peligros que te acechan.
Cogía un dedal de agua de mar destilada e intentaba apagar el fuego.
Ante el pánico de esta mujer y sus terrores obsesivos que la llevan a acumular compresas usadas en los cajones de todos los muebles de su pisito de alquiler, el mundo reacciona de una única manera: internándola en un sanatorio mental. En 1961 en los países nórdicos el cuidado de las enfermas mentales y el estudio de los trastornos de la personalidad no estaban muy avanzados y con frecuencia la obra se convierte en un aterrador relato sobre el trato vejatorio e inhumano al que son sometidas las pacientes en estos mal llamados hospitales.
Arrastrada en contra de su voluntad a una institución médica, Istina Mavet verá su vida y su existencia reducida a los momentos que pasa ingresada ya que cualquier actividad que ocurre en el exterior se transforma automáticamente en una elipsis ante los ojos del lector. La obra nos permite tener una perspectiva privilegiada en primera persona de los sufrimientos de una mujer que va pasando de hospital en hospital y de pabellón en pabellón y que de alguna manera el mundo externo a su cabeza ve como una amenaza. Así, a Istina Mavet la reducen a un simple animal o un objeto al que arrastrar de un lugar a otro sin tener ni la más mínima consideración por su salud mental y sin darle ninguna explicación.
Me siento como una niña obligada a comer cosas extrañas en una casa extraña y que debe pasar la noche en una habitación extraña con un olor distinto en las sábanas y ribetes distintos en las mantas, y que al despertar por la mañana ve por la ventana un paisaje distinto y aterrador.
Cada uno de los ingresos o de los cambios de pabellón dentro de la novela se viven, gracias al relato intimista y subjetivo por parte de la paciente, como una intranquilizadora crónica que nos llena de inseguridad y de miedos. Así, al igual que a la propia Istina Mavet, el terror por no saber adónde va, quién será su compañera de cuarto y cuáles serán las normas que debe seguir contribuyen a generar una sensación de desasosiego en la lectura. Al fin y al cabo, la protagonista ante nuestros ojos no parece tan desequilibrada, pero las otras pacientes y en especial las enfermeras son, claramente, símbolos de amenaza y peligro.
La total ausencia de una terapia médica coherente queda especialmente patente en la primera parte de la novela, donde Istina Mavet nos explica cómo las mujeres se vuelven hacia los doctores, desesperadas por obtener dentro de su jerarquía mental heteropatriarcal, un reconocimiento por el que es claramente el rey del lugar. Estos, lejos de de dedicarles ni el más mínimo atisbo de empatía humana, pasan de largo frente a la desesperada soledad de las mujeres o simplemente se limitan a despachar terapias de electrochoque para cualquier mujer que no se comporte de forma sometida y silenciosa a todas las órdenes de esa cárcel-hospital.
Día tras día, desde mi asiento en la mesa especial, yo observaba cómo atormentaban a Helen.
Calla y prevalecerás: el evidente maltrato en las instituciones médicas
Istina Mavet nos deja claro desde el primer instante que los pabellones y las instituciones se basan en una serie de reglas no escritas que todas las pacientes conocen de forma retórica. Estas normas, que cambian de un pabellón a otro, implican no solo el conocimiento de dónde se supone que deben estar en cada lugar y a cada hora, sino también el comportamiento que se espera de ellas. Por ejemplo, en el primer hospital en el que se encuentra Istina se desalienta activamente que estas lloren cuando se sienten tristes o se muestren alteradas de cualquier forma. Esto fuera a Istina a encerrarse en un armario de limpieza cada vez que se ve desbordada por sus emociones, convencida de que la única forma para poder sobrevivir, es no compartir jamás sus sentimientos.
Y es que en todos los hospitales cualquier falta, ataque, insulto, palabra mal sonante o muestra de insumisión se castiga inmediatamente con una sesión (o dos) de electroshock. Este tratamiento brutal y violento al que someten en una aparente aleatoriedad a las enfermas está correlacionado en la mente de Istina y del resto de las pacientes como un horrible castigo por no haber sabido obedecer alguna regla imaginaria o secreta que el hospital y su personal no han tenido la bondad de compartir con ellas.
Esto, como es evidente, provoca dentro de las pacientes un sentimiento de pánico y de terror similar al concepto de la indefensión aprendida que acuñó Martin Seligman para explicar la falta de resistencia de los presos de los campos de concentración nazis: como las reclusas no saben por dónde les llegará el golpe, se obsesionan con pasar desapercibidas acatando todas las reglas para no llamar la atención de sus verdugos. Si no lo logran, las consecuencias del castigo pueden ser absolutamente fatales.
Puedo oír cómo alguien gime y lloriquea; es alguien que ha despertado en el momento y en el lugar equivocados, porque sé que el tratamiento te arrebata esas cosas, te deja sola y ciega y sin identidad alguna, y buscas a tientas el camino a la fuente del consuelo más elemental, como un animal recién nacido; entonces te despiertas, pequeña y asustada, y las lágrimas no paran de manar, frutos de un pesar indescriptible.
El pánico que sienten por el llamado “tratamiento” con mayúsculas se encadena con el trastorno persecutorio de la protagonista, generando tal estado de agitación que la propia autora nos lo transmite a través de la elusión deliberada de comas en muchas enumeraciones. Sin pausa, sin descanso, trasladando al lector al interior del cerebro de una mujer acelerada y perdida.
El médico que se afana con los botones y los interruptores de la máquina, a la que respeta porque es su aliada en la lucha contra el exceso de trabajo y los problemas depresiones obsesiones manías de mil mujeres, tiene tiempo para sonreír y soltar un tenso «Buenos días» antes de darle la señal a la enfermera jefe Glass.
—Cierre los ojos —me dice ella.
Pronto comprenderemos que la vida en el interior del hospital es una trampa constante basada y fundamentada en reglas que cambian de pabellón en pabellón. Así, Istina Mavet aprende muy pronto qué se espera de ella y actúa en consecuencia, fingiendo un estado mental que no siente ni de cerca, para evitar castigos, reprimendas o ser trasladada a un lugar todavía más vejatorio.
Cada cambio de pabellón se antoja similar al descenso por los niveles del infierno en La divina Comedia, ya que obligará a Istina Mavet a situarse, aprender rápidamente las reglas únicas y exclusivas para ese lado del edificio, aprender los nombres de sus compañeras más carismáticas y cambiar completamente su personalidad para adaptarse a las de las demás. Al mismo tiempo, como cada pabellón es un universo en sí mismo, con su propio cosmos inherente, e cambio de uno a otro sin explicaciones perpetrado por las enfermeras le produce a la protagonista un gran desasosiego.
Cuando la enfermera me dejó ante la puerta de la Casa del Jardín, le advirtió a su colega que acudió a recibirme:
—Ándate con cuidado. Se te echará encima.
Nunca me había mostrado agresiva; nunca me había «echado encima» de nadie. Solo estaba asustada, confusa y deprimida.
El mundo del exterior también aparece reflejado, aunque en menor medida, que el del interior. A lo largo de la obra Istina recibirá la visita de una querida tía suya que le lleva dulces y la juzga nunca y saldrá del hospital en varias ocasiones solo para regresar a él sin que se aporte una explicación sobre su recaída. (¿Es posible «recaer» cuando realmente le dieron el alta sin tratar ni una sola de sus dolencias?). Así, comprenderemos la incapacidad de las personas consideradas por el resto como “cuerdas” para hablar el mismo lenguaje que las pacientes. En varias ocasiones veremos también la torpeza de las personas del exterior que acuden como parte de los servicios a la comunidad de mostrar tranquilidad ante las mujeres encerradas y seremos, como lectores privilegiados que somos, parte de ese juicio silencioso que el resto realizan hacia las personas que padecen un trastorno mental.
Yo pensaba obedientemente en el Mundo porque era ajena a él…, ¿Quién si no iba a soñar con él con añoranza? Y a veces le susurraba al médico la frase simbólica: «¿Cuándo podré irme a casa?», pese a saber que «casa» era el lugar en el que menos deseaba estar. Allí me vigilaría en busca de indicios de anormalidad, como hurones en torno a una madriguera a la espera de que apareciera el conejo.
Una obra que hay que leer al menos una vez en la vida
Rostros en el agua es una obra de una crueldad dolorosa e hiriente que gana en intensidad cuando conoces el trasfondo tras su escritura. El libro pone en evidencia una realidad que la literatura y el cine llevan mucho tiempo explotando: el trato cruel e inhumano al que son sometidos los pacientes de hospitales psiquiátricos a lo largo de todo el mundo.
El trato vejatorio y especialmente desalmado al que someten a las mujeres te hace preguntarte si realmente encerrarlas en esos pabellones no agrava el problema y vuelve, inevitablemente, menos cuerda a cualquiera que pase en su interior más de cuarenta y ocho horas. De esta forma seremos testigos de cómo privan a las pacientes de derechos fundamentales básicos como poder salir a caminar, cómo castigan las tentativas de suicidio encerrándolas en aislamiento durante más de quince días y cómo, ante cualquier tipo de queja, son inmediatamente desacreditadas debido a su falta de “coherencia y salud mental”.
Es fácil realizar una correlación entre este tipo de reclusión mental con las cárceles españolas y americanas donde el discurso sobre la falta de derechos humanos de forma sistemática está mil veces más extendido que el de los hospitales psiquiátricos.
No hay validez médica ni rigor científico para la crueldad que se ve en esta obra. Los enfermeros y médicos parecen simples autómatas, demasiado asustados por las pacientes que tienen que tratar como para poder verlas como seres humanos. Esta sensación de indefensión se entrelaza con momentos de absoluta brillantez narrativa y poética que hacen que la obra te meza lentamente en una sensación onírica de estupor en sus primeras páginas.
Los primeros momentos que pasé con Rostros en el agua me parecieron sublimes, y, tal y como has podido ver en esta reseña, he ido subrayando sin parar citas y párrafos del libro sin parar, sorprendida ante la delicadeza cruenta con la que Janet Frame expone estos años claramente inspirados en sus propias vivencias. Sin embargo sí que es cierto que a partir de la segunda parte, eché en falta algo más de variedad en el argumento de la obra que parecía repetirse una y otra vez como parte del diario de alguien con miedo a que se le olviden sus percepciones en aquel sitio. Cuando por fin aparece un médico que parece preocuparse por ella, se habla por encima de que Istina y él tienen varias interacciones, pero no las vemos y tampoco profundiza demasiado en personajes tan fascinantes como el de Bertha o Carol, del Pabellón dos.
A pesar de ello no puedo dejar de llevarme un recuerdo positivo de la lectura de la obra. No es un libro hecho para entretenerte sino para visibilizar ciertas prácticas que, desafortunadamente se siguen llevando a cabo hoy en día. La genialidad de la autora, que esgrime conceptos como “La casa jardín”, que denotan algo positivo en un primer momento, para definir el peor rincón del hospital donde el trato es más sádico, recuerda a autores como George Orwell en 1984 con sus Ministerios del Amor y de la Paz.
Rostros en el agua es por tanto una obra que hay que leer poco a poco, a sorbitos, con una buena taza de té y un portaminas en una mano, del que extraer citas preciosas y que hará que te sientas inevitablemente identificada con la protagonista en ciertos momentos. Solamente, recuerda no apurar su lectura y leerlo en una habitación propia y muy tranquila.
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