
Escritora consumada, concept artist en ciernes y adicta al trabajo. Do...
Olvidemos, por un momento, la visión romántica y estéril que el cine y la literatura han construido sobre la Edad Media. Nada de doncellas impolutas con trenzas doradas esperando un beso de amor verdadero, ni caballeros de armadura reluciente prometiendo fidelidad eterna. En su lugar, imaginemos un mundo donde la lujuria se entrelaza con la fe, donde el deseo es un campo de batalla en el que se libran guerras morales, y donde el cuerpo—ese territorio de pecados y redenciones—se convierte en la clave para entender el equilibrio de poderes en la sociedad medieval.
Si has crecido creyendo que el Medievo era un período de represión absoluta, castidad impuesta y monjes flagelándose en las catacumbas para huir de la tentación, Los fuegos de la lujuria de Katherine Harvey se encargará de abrir en canal esta idea y llenarla de datos, curiosidades y matices con la precisión de un cirujano y el descaro de un juglar en plena feria. La autora no se limita a relatar las prácticas sexuales de la época; se sumerge en la compleja red de creencias, prejuicios y normativas que moldearon el placer, el matrimonio, la virginidad y el pecado en la Europa medieval. Y lo hace con una narrativa deliciosa, erudita sin ser árida, que nos obliga a cuestionar cuánto de nuestra visión actual sobre el sexo sigue atrapada en las garras de un pasado que nunca fue tan simple como nos contaron.
Desde los tribunales eclesiásticos donde se dictaban sentencias de impotencia con pruebas tan extravagantes como un juicio por erección, hasta la fascinante forma en la que distintas culturas dentro del cristianismo medieval entendían el orgasmo femenino—spoiler: los judíos del norte de Europa tenían una visión mucho más positiva al respecto que sus vecinos cristianos—, Harvey nos presenta un compendio de anécdotas, doctrinas y contradicciones que revelan un mundo donde la moral y el deseo bailaban una danza peligrosa. ¿Qué se consideraba sodomía en un monasterio? ¿Qué técnicas anticonceptivas estaban al alcance de las mujeres? ¿Qué pasaba cuando un marido no cumplía con su deber conyugal? ¿Era más grave el adulterio masculino o el femenino? Cada capítulo te va abriendo los ojos a una sociedad que, lejos de la rigidez con la que solemos imaginarla, se debatía constantemente entre la carne y el espíritu, la transgresión y el castigo.
El monje italiano Giacomo Filippo Foresti (1434–1520) afirmaba que de cualquiera «que haya amado a su esposa con tanto ardor que hubiera querido yacer con ella aunque no hubiera sido su esposa […] se dice que ha cometido adulterio inferencialmente». Guillermo de Rennes, un fraile del siglo XIII, criticaba a los maridos que provocaban (sirviéndose, quizá, de las manos o bebidas calientes) de forma deliberada la lujuria para poder mantener relaciones sexuales con mayor frecuencia.
Así que ponte cómoda, porque este viaje no es apto para mojigatos ni para quienes buscan respuestas simples. Harvey nos invita a recorrer los recovecos más oscuros y las paradojas más fascinantes de la sexualidad medieval, desmontando tabúes y abriendo la puerta a una conversación que—aunque nos pese—sigue siendo más contemporánea de lo que quisiéramos admitir.
¿Qué te vas a encontrar en este libro?
Antes de sumergirnos en los detalles más jugosos, conviene entender cómo está construido Los fuegos de la lujuria. El ensayo cuenta con 330 páginas en una preciosa edición cuidada, con fotografías de obras de arte en blanco y negro estratégicamente ubicadas en las que encontrarás desde El dibujo del coito de Leonardo da Vinci (1492-1494) y una imagen de La abadesa librada del Libro de Horas en el que se ve cómo un obispo investiga el rumor de que una abadesa ha dado a luz recientemente mediante el examen de sus pechos Harvey estructura su obra en una serie de capítulos que diseccionan con más precisión que la que tendría un barbero de la época distintos aspectos del sexo y la moral medieval: desde los principios rectores del matrimonio y la reproducción, hasta la batalla por la castidad, las posiciones y parejas consideradas aceptables (y las que no), y los desafíos que enfrentaban estas normas según la religión, la raza o el estatus social. También hay secciones que me resultan dedicadas a la prostitución, la violencia sexual y la representación del sexo en la cultura de la época.
A lo largo de este maravilloso y fascinante libro cargado de transcripciones de verdaderos textos medievales, actas de juicios, sentencias de tribunales, poetas y diarios, contemplaremos la obsesión de las clases poderosas por el control del sexo y del deseo en Europa, las medidas que se tomaban (más laxas en el Mediterráneo que en el norte del continente) y su reacción ante el adulterio, el divorcio (sí, posible en la época medieval en muchos territorios y culturas) y la vida monacal.
Aunque las relaciones sexuales son, en esencia, una función corporal, las actitudes y experiencias individuales siempre se ven condicionadas por el mundo en el que se vive, por las restricciones legales, por las ideas médicas y —en muchos casos, incluida la Europa medieval— por las creencias religiosas.
Sexo, homosexualidad y la percepción medieval del deseo
Uno de los aspectos más fascinantes de Los fuegos de la lujuria es cómo Katherine Harvey desmonta nuestra forma moderna de entender la sexualidad y la aplica al pensamiento medieval. En la actualidad, categorizamos las relaciones sexuales y las orientaciones de manera clara: heterosexualidad, homosexualidad, bisexualidad, etc. Sin embargo, en la Edad Media la concepción del sexo era diferente: lo que importaba no era tanto el género de los participantes, sino el papel que desempeñaban en el acto.
En el caso de las relaciones entre mujeres, la penetración marcaba la diferencia. Dos mujeres podían compartir un vínculo íntimo, incluso besarse o acariciarse sin que se les considerara "pecadoras" o "desviadas". Pero si una de ellas utilizaba un objeto para penetrar a la otra, entonces el acto sí era visto como una transgresión. Este tipo de distinciones nos recuerda que la concepción medieval de la sexualidad no se basaba en la orientación, sino en la idea de que ciertos actos rompían el orden moral y natural impuesto por la Iglesia.
La obra se explaya de manera fascinante, recalcando que no debemos proyectar nuestras ideas modernas sobre lo que es "sexual" en el pasado medieval. Por ejemplo, en la Gran Bretaña contemporánea, besar a alguien en los labios es un gesto íntimo, pero en la Edad Media podía ser un vínculo político o un símbolo de fidelidad. Incluso algunos historiadores han sugerido que necesitamos categorías completamente nuevas para hablar de conceptos como virginidad o deseo en esta época, ya que nuestras definiciones actuales no encajan con la mentalidad medieval.
Robert de Arbrissel (c. 1045-1116), el poco convencional fundador de la abadía de Fontevraud, quien, supuestamente, tenía la costumbre de compartir su lecho con sus seguidoras. Al parecer, lo consideraba «una nueva forma de martirio», una práctica ascética con la que podía demostrar su capacidad de superar la tentación. No obstante, el abad Geoffroy de Vendôme, el correspondiente epistolar que documentó su inusual conducta, se mostró comprensiblemente escéptico, lo avisó de los peligros de la compañía femenina y le señaló que nadie estaba tan seguro de su fe como para ser inmune a caer en el pecado. Además, advertía, existía un grave riesgo de escándalo: incluso si De Arbrissel conseguía evitarlo, muchos de los que oyeran los rumores darían por hecho que no había mantenido sus votos.
El libro también menciona cómo ciertos objetos han sido mitificados, como el cinturón de castidad. Este artefacto, que supuestamente servía para garantizar la castidad de las mujeres mientras sus esposos estaban en las Cruzadas, es más un mito moderno que una realidad medieval. Su imagen ha sido perpetuada en la cultura popular, desde manuscritos renacentistas hasta películas como Up The Chastity Belt! (1971)
, donde Frankie Howerd interpreta a Lurkalot, un comerciante de instrumentos de "bienestar matrimonial". Harvey desentraña cómo esta pieza ha sido utilizada más como un símbolo de control que como un objeto realmente extendido en la Edad Media.
Principales temas abordados en la obra
El control de la mujer y la obsesión con la virginidad
Si la Edad Media fue implacable con algo, fue con la sexualidad femenina. En Los fuegos de la lujuria, Katherine Harvey explora cómo la virginidad no era solo una cuestión de moralidad religiosa, sino un activo social, político y económico. La reputación de una mujer (y de su familia) podía depender de su "pureza", lo que llevó a métodos extremos para demostrarla—o simularla.
En este sentido, el libro presenta prácticas que hoy resultan macabras, pero que en su tiempo eran soluciones en extremo pragmáticas para evitar un mal mayor. En Nápoles, por ejemplo, el cirujano Guillermo de Saliceto recomendaba el uso de sanguijuelas aplicadas en la vagina para provocar un leve sangrado antes de la noche de bodas. Otros métodos incluían que la dama en cuestión se insertara por la vagina intestinos de paloma rellenos de sangre, asegurando así la esperada "prueba" de sangre que traía la virginidad.
Si se cubre a una mujer con un trozo de tela y se la fumiga con el mejor carbón, si es virgen no percibe su olor por la boca y la nariz; si lo huele, no es virgen. […] Al fumigarla con flores de acedera, si es virgen palidece al instante, y si no, su humor se enardece y se dirá otra cosa de ella.
Pero no solo el cuerpo femenino era objeto de control; también lo era su mente. Las pinturas y textos medievales estaban plagados de advertencias sobre los peligros del deseo, como demuestra una ilustración del siglo XII en la iglesia de Saint Botolph, en la que la serpiente tienta a Eva y Adán en una imagen moralizante sobre la caída de la carne. Incluso había guías espirituales con métodos para evitar el pecado sexual, como la sugerencia, recogida en un tratado religioso, de disuadir la lujuria, imaginando a la propia madre manteniendo relaciones sexuales. Una propuesta que, sin duda, hoy nos parece más perturbadora que efectiva.
El matrimonio y el deber conyugal
El sexo dentro del matrimonio era considerado un derecho y una obligación, pero no en términos de placer, sino de reproducción. Harvey analiza tratados como el de Francisco Platea de Bolonia (1460), que establecía hasta 12 razones legítimas por las cuales un cónyuge podía rechazar el sexo. Algunas de ellas estaban vinculadas a la descendencia: se desaconsejaba tener relaciones durante la menstruación, ya que se creía que podía producir niños deformes, y también se regulaban los días más “apropiados” para la concepción.
En los tribunales, la impotencia masculina podía ser motivo de anulación matrimonial, pero el proceso para probarla era cualquier cosa menos discreto. Existen registros de juicios en los que el acusado debía demostrar su virilidad ante testigos, y si se le declaraba impotente, no podía volver a casarse. Mientras tanto, la mujer debía esperar el veredicto sin posibilidad de decidir por sí misma si deseaba continuar en el matrimonio o no, pero cuando salía favorable, las mujeres podían volver a casarse y no era tan infrecuente como nos imaginamos que “denunciaran” a sus maridos por impotencia o incluso porque el tamaño de su miembro era pequeño y lo acusaran de esta forma de no poder dejarlas embarazadas.
En cierto sentido, los hombres cristianos que mantenían relaciones con mujeres pertenecientes a minorías podían reforzar las jerarquías al someterlas a su voluntad. Por otro lado, las relaciones entre mujeres cristianas y hombres que no lo eran deshonraban a las familias, y amenazaban la autoridad patriarcal y el dominio cristiano.
Al mismo tiempo, la Iglesia, en su cruzada por controlar la sexualidad, condenaba las relaciones sexuales que no tuvieran fines reproductivos. Un fraile del siglo XIII, Guillermo de Rennes, criticaba a los maridos que provocaban deliberadamente la lujuria en sus esposas para tener sexo con más frecuencia. También nos explica que había posturas en extremo pecaminosas (de menor a mayor nivel, empezando por el misionero, que era totalmente aceptable y acabando por el perrito, que era un billete de ida al infierno.
Sexo y religión: entre la condena y la exaltación
A pesar de la aparente represión, la relación entre sexo y religión en la Edad Media era mucho más compleja de lo que solemos imaginar. Los fuegos de la lujuria destaca que, hasta los últimos siglos medievales, era bastante común que sacerdotes tuvieran descendencia o que las monjas quedaran embarazadas. Aunque se consideraba un escándalo, no era necesariamente una catástrofe, y la norma del celibato clerical no se impuso con firmeza hasta bien avanzada la época medieval.
Las leyes sexuales también variaban según la religión. En la tradición cristiana, la mujer tenía un papel pasivo y su deseo debía ser controlado, mientras que en el judaísmo existía una visión mucho más positiva sobre el placer femenino. No solo se consideraba aceptable que la mujer disfrutara del sexo, sino que incluso podía rechazar a su esposo si no sentía atracción por él, llegando a obtener el divorcio por esta razón. Esto es porque los rabinos fomentaban el hecho de que la mujer tuviera un orgasmo para facilitar la concepción y de esta forma daban lecciones a los maridos sobre el placer femenino.
Sin embargo, ciertas normas eran absolutamente draconianas y a menudo la percepción que tenemos es que ante una acusación dependías un poco de la arbitrariedad del juez para salir vivo, con una multa, sin la nariz (literalmente te la cortaban por adúltero) o en convertido en un frasquito de cenizas tras apsar por la hoguera. Para que me entendáis, el libro recoge los testimonios de un jurista italiano, Antonius de Butrio, que llegó a afirmar que un hombre que se masturbara cometía un pecado mayor que si se acostara con su propia madre. Esta obsesión por la regulación del deseo demuestra hasta qué punto el cuerpo y la moralidad estaban interconectados en la visión medieval del mundo.
Si neciamente ha tocado su propio miembro de forma que se ha contaminado y derramado su propio semen, este pecado es mayor que si se hubiera acostado con su propia madre». A veces, los textos religiosos incluían advertencias sobre quienes se daban placer a sí mismos.
Conclusión: Un viaje fascinante por la sexualidad medieval
Algunas lecturas son para devorar, otras para estudiar y luego están esos libros que terminas llenando de marcas, notas y pequeños washi tapes porque sabes que, por mucho que los subrayes, siempre habrá algo nuevo que descubrir. Los fuegos de la lujuria es precisamente ese tipo de ensayo: una obra que no se deja leer sin más, sino que te obliga a pausarte, a subrayar compulsivamente y a sonreír (o escandalizarte) con cada anécdota.
Con Los fuegos de la lujuria me pasó lo mismo que con Fémina: que me sentí obligada a extender su lectura para leer lentamente y poder coger toda la información que me daba, porque cada capítulo me ofrecía algo que no quería pasar por alto. Es de esos libros que, cuando terminas, sabes que podrías releer tres o cuatro veces y seguir encontrando matices, detalles históricos que se quedaron en la primera pasada y referencias que ahora cobran un nuevo sentido. Como suele ocurrirme con los ensayos de Ático de los Libros, esta es otra obra inagotable que necesitas hojear y releer de vez en cuando en busca de un dato curioso, desmontar un mito sobre la Edad Media o simplemente disfrutar de la genialidad con la que Katherine Harvey teje esta narrativa histórica.
Si te apasiona la historia, si disfrutas descubriendo lo absurdos que pueden ser los dogmas sobre la sexualidad a lo largo del tiempo o si simplemente te gustan los libros que desafían lo que creías saber, Los fuegos de la lujuria no es una opción: es una obligación.
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