Nuestra idea del sexo medieval está llena de mitos, desde el cinturón de castidad hasta el derecho de pernada. En Los fuegos de la lujuria, Katherine Harvey, historiadora y medievalista, construye, a partir de una exquisita atención a las fuentes documentales, un rico y fascinante panorama del sexo en la Edad Media.
Así, algunos hombres decidían castrarse para no ir al infierno, y no todos los monasterios eran un remanso de abstinencia. Para las Siete Partidas de Alfonso X el Sabio, el incesto iba más allá de los lazos de sangre, y el Parlamento de París condenó a una cerda a las llamas por haber incitado supuestamente a prácticas zoofílicas. Otros aspectos del sexo medieval nos resultan familiares. ¿Estaban tan mal vistas las relaciones antes del matrimonio? ¿Cómo se afrontaban las violaciones y los abusos infantiles? ¿Eran las mujeres sujetos meramente pasivos? ¿Qué consideración recibían las relaciones homosexuales? ¿Existían los individuos no binarios en la Edad Media?
Al explorar su vida sexual, Katherine Harvey devuelve la voz a la gente común —y no tan común— de la Edad Media y nos permite conocer algunas de sus experiencias más personales. Los fuegos de la lujuria es un viaje íntimo y magnífico a una Edad Media desconocida.
El monje italiano Giacomo Filippo Foresti (1434–1520) afirmaba que de cualquiera «que haya amado a su esposa con tanto ardor que hubiera querido yacer con ella aunque no hubiera sido su esposa […] se dice que ha cometido adulterio inferencialmente». Guillermo de Rennes, un fraile del siglo XIII, criticaba a los maridos que provocaban (sirviéndose, quizá, de las manos o bebidas calientes) de forma deliberada la lujuria para poder mantener relaciones sexuales con mayor frecuencia.
Aunque las relaciones sexuales son, en esencia, una función corporal, las actitudes y experiencias individuales siempre se ven condicionadas por el mundo en el que se vive, por las restricciones legales, por las ideas médicas y —en muchos casos, incluida la Europa medieval— por las creencias religiosas.
Robert de Arbrissel (c. 1045-1116), el poco convencional fundador de la abadía de Fontevraud, quien, supuestamente, tenía la costumbre de compartir su lecho con sus seguidoras. Al parecer, lo consideraba «una nueva forma de martirio», una práctica ascética con la que podía demostrar su capacidad de superar la tentación. No obstante, el abad Geoffroy de Vendôme, el correspondiente epistolar que documentó su inusual conducta, se mostró comprensiblemente escéptico, lo avisó de los peligros de la compañía femenina y le señaló que nadie estaba tan seguro de su fe como para ser inmune a caer en el pecado. Además, advertía, existía un grave riesgo de escándalo: incluso si De Arbrissel conseguía evitarlo, muchos de los que oyeran los rumores darían por hecho que no había mantenido sus votos.
Si se cubre a una mujer con un trozo de tela y se la fumiga con el mejor carbón, si es virgen no percibe su olor por la boca y la nariz; si lo huele, no es virgen. […] Al fumigarla con flores de acedera, si es virgen palidece al instante, y si no, su humor se enardece y se dirá otra cosa de ella.
En cierto sentido, los hombres cristianos que mantenían relaciones con mujeres pertenecientes a minorías podían reforzar las jerarquías al someterlas a su voluntad. Por otro lado, las relaciones entre mujeres cristianas y hombres que no lo eran deshonraban a las familias, y amenazaban la autoridad patriarcal y el dominio cristiano.
Si neciamente ha tocado su propio miembro de forma que se ha contaminado y derramado su propio semen, este pecado es mayor que si se hubiera acostado con su propia madre». A veces, los textos religiosos incluían advertencias sobre quienes se daban placer a sí mismos.