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Los 13 relojes de James Thurber: opinión de una joya olvidada del surrealismo narrativo

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Escritora consumada, concept artist en ciernes y adicta al trabajo. Do...


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Imágen destacada - Los 13 relojes de James Thurber: opinión de una joya olvidada del surrealismo narrativo

¿Qué tienen en común un castillo detenido en el tiempo, un príncipe sin nombre y un Golux que nunca existió? La respuesta es Los 13 relojes, una novela corta que no teme retorcer el lenguaje ni desafiar las convenciones de los cuentos de hadas tradicionales. James Thurber, cronista de lo absurdo y maestro del humor en clave oscura, es el autor detrás de esta obra inclasificable publicada en 1950 y que, por razones que escapan a toda lógica literaria, sigue siendo un secreto a voces dentro del canon fantástico moderno.

Publicado en una edición de tapa blanda y pequeñita con ilustraciones de Marc Simont y un prólogo de Neil Gaiman, esta pequeña joya de fantasía que tanto me recordó a *La princesa prometida* es al mismo tiempo una fábula gótica y un cuento precioso que necesitarás leer en voz alta a todo aquel cuyos ojos brillen de emoción al ser expuestos a una buena historia.

Argumento de Los 13 relojes: el tiempo se ha detenido… y con él, todo lo demás

En un castillo donde los relojes dejaron de moverse hace siglos —y con ellos, el curso natural del mundo— habita el Duque: un ser sin corazón, frío como el hierro oxidado de las mazmorras y cruel como las rimas torcidas que murmura el viento entre los torreones. Junto a él, encerrada en una jaula de protocolo y tristeza, vive la princesa Saralinda, condenada a escuchar promesas incumplidas y proposiciones retorcidas de pretendientes sin alma.

Todo cambia cuando llega un príncipe disfrazado, que oculta su identidad bajo el nombre de Xingu (nombre que no engaña a nadie), y que se enfrenta al imposible: devolver el movimiento a los trece relojes del castillo como única forma de liberar a Saralinda. Lo que parece una misión épica se vuelve una danza de paradojas, enigmas, juegos de palabras y reglas que cambian en cada página.

TODO
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El príncipe no estará solo. A su lado camina el Golux, un personaje que escapa a cualquier clasificación: no es mago, ni bufón, ni héroe, aunque se viste con capa de estrellas y pronuncia frases que parecen salidas de una pesadilla luminosa. Su papel, ambiguo y necesario, será clave para enfrentar a un Duque que, más que un villano, es una metáfora de la entropía, de la espera infinita, de la promesa nunca cumplida.

Aquí no hay batallas ni espadas flamígeras. Aquí se gana (o se pierde) con ingenio, con palabra, con fe ciega, en que incluso los relojes rotos pueden volver a sonar... si se dan las condiciones adecuadas.

El estilo literario de Los 13 relojes: entre el nonsense, la alquimia verbal y la poesía encantada

Un cuento de hadas para adultos con corazón de fábula (y algo de cuchillo oxidado)

A primera vista, Los 13 relojes parece una historia infantil: un castillo encantado, una princesa prisionera, un desafío imposible y un príncipe disfrazado. Pero bajo esa superficie tan familiar late una terrible presencia maligna: un Duque sin corazón en un mundo donde el tiempo ha sido detenido como castigo eterno.

La estructura de la obra se apoya en la repetición de motivos clásicos (los relojes, la prueba, la liberación), pero lo hace con una voz que está más cerca de Edward Gorey que de los hermanos Grimm. Cada página destila esa sensación tan de Thurber de que algo no termina de encajar... y, sin embargo, es precisamente ese desequilibrio lo que lo convierte en poesía.

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Algo distinto a cualquier cosa vista jamás por nadie bajó trotando las escaleras y cruzó la habitación. —¿Qué es esto? —preguntó pálido el Duque. —No sé qué es —dijo Chitón—, pero es el único que existirá jamás.

Y es que el estilo de Los 13 relojes es una anomalía: una criatura verbal que juega con las reglas de la narrativa como si fueran piezas de un rompecabezas al que le faltan, deliberadamente, piezas sueltas. Thurberno escribe siguiendo las normas, si no con los ecos de la tradición de los cuentacuentos de antaño. De esta forma, su prosa se llena de aliteraciones, rimas internas, silencios y frases que suenan como si fueran parte de una canción olvidada.

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El texto avanza como si se contara a sí mismo desde dentro de una tormenta de palabras. Hay juegos de lenguaje que no buscan el ingenio, sino el encantamiento. Repeticiones que funcionan como conjuros. Imágenes que podrían ser absurdas, pero que en su acumulación generan un efecto hipnótico. Los relojes no solo están parados: están condenados. El Golux no solo habla raro: habla en un idioma que nadie conoce pero todos entienden.

Así, lo que hace Thurber, es tejer un pequeño universo con reglas propias donde el peligro y la esperanza por tanto no vienen de lo tangible, sino de lo ilógico.

El Golux: entre la locura lírica y la sabiduría disfrazada

De entre todas las criaturas que pueblan Los 13 relojes, ninguna es tan desconcertante —ni tan memorable— como el Golux. Ni héroe ni mago, ni loco ni sabio, el Golux es una paradoja con sombrero. Su primera aparición no responde a ninguna lógica narrativa, y su papel en la historia escapa a toda definición sencilla. No es el mentor, ni el sidekick, ni el narrador oculto. Es… el Golux. Y eso basta.

Cuando se presenta, lo hace con una de las frases más hermosas y desarmantes de toda la obra:

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Soy el Golux. El único Golux que hay, y no el verdadero Golux.

Este tipo de declaraciones circulares, que parecen no tener sentido pero que lo contienen todo, son su seña de identidad. Y aunque parece improvisar constantemente —incluso cuando no sabe qué está haciendo—, su mera presencia activa la posibilidad del milagro. El Golux es el factor caótico que permite que lo imposible se vuelva viable.

No tiene poderes, pero altera la realidad. No sabe mentir, pero manipula la verdad con la eficacia de un narrador oracular. A veces parece un bufón con complejo de sabio, y otras, un sabio disfrazado de bufón. Pero, por encima de todo, es un personaje que no existiría en ninguna otra historia. Solo aquí. Solo en este mundo donde los relojes han sido detenidos por odio.

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Nunca miento —dijo el Golux—. Pero a veces no digo la verdad.

Su función narrativa recuerda a figuras como Puck en El sueño de una noche de verano, Calcifer en El castillo ambulante, o incluso el Gato de Cheshire en Alicia en el País de las Maravillas: seres liminares que no obedecen a las reglas del mundo en el que habitan. Pero mientras todos ellos mantienen un pie en la lógica simbólica, el Golux se sienta directamente en la cornisa del sinsentido y se ríe.

Y es que, en realidad, el Golux es la encarnación del absurdo esperanzado. En un mundo gobernado por un Duque sin corazón —una figura del control, la rigidez y el tiempo detenido—, el Golux irrumpe como lo contrario absoluto: es el caos benévolo, el error que salva, la voz que desordena para abrir espacio a lo posible.

Mientras el Duque representa la imposición de reglas absolutas (el tiempo detenido, los relojes muertos, los desafíos imposibles), el Golux encarna la libertad creativa del lenguaje, la invención y la fe infantil en que las cosas pueden cambiar aunque no tengamos pruebas de ello.

Pero también, es posible que el Golux pueda interpretarse como una metáfora del propio narrador. Como Thurber, el Golux improvisa, construye sus herramientas a medida que avanza, y a menudo parece no saber qué está haciendo... hasta que lo consigue. Es el autor dentro del cuento, el contador de historias que no necesita coherencia para crear sentido.

El simbolismo en Los 13 relojes: tiempo roto, lenguaje encantado y corazones imposibles

Bajo su apariencia de cuento para leer junto al fuego, Los 13 relojes es en realidad una alegoría disfrazada de capricho narrativo. James Thurber no construyó este castillo de relojes detenidos solo para entretener: lo hizo para explorar, desde el absurdo, temas tan densos como el poder, la esperanza y la imposibilidad de reconciliar el deseo con el deber.

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Los relojes: la metáfora del tiempo estancado (y del poder congelado)

Los trece relojes detenidos simbolizan un mundo bajo el yugo del control absoluto. No hay movimiento, no hay cambio, no hay historia. El Duque —ese ser sin corazón que se alimenta del miedo— ha congelado el tiempo como forma de ejercer su tiranía. Así, el paso del tiempo no es solo un mecanismo narrativo: es el símbolo de lo vital, de lo que fluye, de lo que no puede ser contenido sin consecuencias.

Detener los relojes es detener la transformación, el cambio, la libertad y la vida. Y la prueba que impone al protagonista (hacer que vuelvan a andar) es un acto de redención universal para el mundo. Una rebelión que nos retrotrae a Momo y los hombres de gris de Michael Ende que comercian con el tiempo.

El Duque como símbolo del poder que encierra y vigila (y cómo Saralinda es su víctima decorativa)

El Duque no solo representa el mal. Representa el mal estructural que se disfraza de orden, de autoridad y de tradición. Vive en un castillo (la arquitectura del poder), ha detenido el tiempo (lo cual simboliza el control absoluto del cambio) y mantiene a su sobrina, Saralinda, encerrada, custodiada y vigilada por criaturas sin nombre, como si su libertad pudiera desatar el caos.

Saralinda es deseada como trofeo, no como persona. El Duque quiere controlarla y aunque le promete la libertad, impone pruebas imposibles a quienes intentan rescatarla. Y todo esto lo hace no porque tema perderla, sino porque lo que desea es conservar su control sobre el relato: que nadie entre, que nadie rompa el hechizo, que ninguna historia distinta a la suya tenga lugar.

Este recurso narrativo es muy similar al del cuento azul clásico (tipo Barba Azul, Rapunzel o La bella durmiente), pero Thurber le da un giro perverso: el castillo no duerme ni olvida. El castillo estanca. Y el Duque vigila. La vigilancia aquí es simbólica: representa un sistema férreo que se opone a la espontaneidad, al deseo y al movimiento.

Desde esa lectura, el Duque puede verse como una encarnación del poder patriarcal ancestral: inmóvil, sin alma, sin corazón. Su autoridad se basa en negar el cambio. Su miedo más profundo es que el tiempo vuelva a correr… y con él, las decisiones propias, los afectos reales, las historias personales. De esta forma, Saralinda simboliza a las mujeres atrapadas en estructuras narrativas ajenas a las que se les impone un destino y se les prohíbe la acción. Su liberación no se produce por fuerza bruta, sino por ingenio, por alianza con lo inesperado (el Golux) y por el acto simbólico más poderoso: hacer que el tiempo vuelva a correr.

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Conclusión: una historia que no debería haber sido olvidada

Los 13 relojes es mucho más que un cuento excéntrico con diálogos imposibles y un villano sin corazón. Es una obra que juega con las formas del cuento de hadas clásico para dinamitarlo desde dentro, creando un universo simbólico donde el tiempo, el lenguaje y el deseo se entrelazan como engranajes hechizados.

Thurber escribe como si estuviera susurrando al oído de un lector que, aunque ya no crea en la magia, la necesita más que nunca. Su prosa (absurda, lírica, afilada como los cristales de un reloj roto) no busca emocionar, sino despertar esa parte infantil de nosotros que todavía cree en lo imposible. Esa que entiende que un Golux puede salvarte. Que sabe que las pruebas imposibles a veces solo lo son hasta que alguien se atreve a intentarlas.

Y es por eso que sí, claro que deberías leerlo. Porque hay libros que se leen con la cabeza, otros con el corazón… y algunos, como este, con esa parte invisible que late justo entre ambos.

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