
Escritora consumada, concept artist en ciernes y adicta al trabajo. Do...
Cuando La pastelera de medianoche llegó a mis manos, no me imaginaba que me encontraría con una novela histórica con tintes de realismo mágico de per se. Y es que hay algo volátil, aromatizado y avainillado en esta novela contada a tres tiempos y ambientada en su mayor parte en la convulsa Turín de 1917, una estela de olores, una prisa disfrazada de indolencia en el cuerpo de un abogado bajito y empático y una rectitud impuesta en el cuerpo de una joven incapaz de comer.
Esta es La pastelera de medianoche. Y vaya, cuanto más escribo sobre esta obra, más me doy cuenta de lo que mucho que la disfruté.
Argumento de La pastelera de medianoche: una novela histórica con regusto a mantequilla y azúcar
La pastelera de medianoche nos introduce en Turín, un 7 de mayo de 1971, momento en el que Edmondo Ferro, empedernido lector, abogado y apasionado coleccionista de historias, se anima por primera vez a escribir una de las historias más apasionantes de su vida: el momento en el que participó sin saberlo en una cocina ilegal para obreras durante la revuelta del pan en Turín y destapó, de manera más que ilícita, la historia secreta de Jolanda, una joven aristócrata a la que su tía ha destruido emocionalmente.
A través de su escrito, conoceremos a un Edmondo Ferro más joven, encerrado en el interior de su casa en pleno centro de Turín en 1917 mientras las calles reverberan con los gritos de los trabajadores de las fábricas, indignados con una guerra que empobrece al país y que impide que lleguen ni los alimentos más básicos.
Mientras tanto, de forma intercalada, el libro nos contará la historia de Jolanda en 1888: una pobre niña hija de aristócratas con su propia guerra interna para evitar, por todos los medios, que sus institutrices y amas de cría le hagan comer, mientras a su alrededor la complicada relación de su tía con sus padres va aplastando cada vez más el carácter de la pequeña.
La vida de Jolanda y de Edmondo no tendrían por qué cruzarse, pero todo ello cambiará cuando el abogado, refugiado en el piso de su madre durante un bombardeo, encuentra un montón de cartas de la infame tía de Jolanda donde se muestra cómo manipuló a su sobrina y la condenó a una vida de soledad.
Una saga contada con los cinco sentidos: la pentalogía sensorial de Desy Icardi
Con La pastelera de medianoche, Desy Icardi cierra una de las propuestas de narrativa histórica más singulares de la narrativa contemporánea italiana: su pentalogía sensorial. Cada uno de los cinco libros de esta serie gira alrededor de uno de los sentidos, usándolo como dispositivo de exploración del yo, la memoria y el trauma. El aroma de los libros aborda el olfato; La chica de la máquina de escribir, el oído; La biblioteca de los susurros, el tacto; y La fotógrafa de los espíritus, la vista. Con este último volumen, le llega el turno al gusto.
Irónicamente, para lo que podría parecer en un primer momento, esta idea de centrar la atención en el gusto no la aborda desde la exaltación de la comida ni desde la sensualidad del acto de cocinar —como podríamos esperar antes de sumergirnos en la lectura o como hacen otras obras — sino desde su negación. Aquí el gusto aparece como un territorio vedado, ya que Jolanda no come desde que es pequeña. De esta forma, el gusto se relaciona con la idea de que alimentarse y cocinar para el resto es un acto de amor, tal y como veremos no solamente en el pasado de la niña, que ha convertido su cuerpo en un polvorín de guerra, sino también con la cocina clandestina para obreras.
Un siglo de vida, de todos modos, no es suficiente para mí: yo lo que quiero es un siglo de lectura.
Solo cuando la comida reaparece como gesto de amor y entrega, el sabor adquiere otra textura: la del consuelo, la de la reparación y la que simboliza ese vínculo elemental entre el cuidado y el alimento. En ese sentido, el gusto aquí es más que un sentido: es una forma de relación. No se trata de lo que se cocina, sino de quién cocina para quién, y con qué intención.
Turín 1917: hambre, fábricas y la revuelta del pan
La Turín que retrata La pastelera de medianoche no es solo un telón de fondo para poder contar su historia, sino que la autora enmarca perfectamente a los personajes en un escenario, extrañamente optimista y mágico —todo hay que decirlo—, donde la ruptura del viejo orden estamental, la introducción de las mujeres al trabajo y las fábricas y la precariedad laboral y alimenticia empapan todos y cada uno de los diálogos y los comportamientos de los personajes de la obra. A través de la mirada del joven abogado Ferro, veremos la migración de las mujeres a las fábricas debido a la ausencia de mano de obra masculina, la escasez de criadas en las casas, la ausencia de pan, café y alimentos de supervivencia básica y las huelgas de trabajadores. Todo ello a su vez enmarcado en un aura de optimismo y serenidad que sorprende y encaja perfectamente en esta novela histórica más cozzy.
Italia estaba en guerra desde 1915, dos años antes de la línea temporal de Edmondo Ferro en La pastelera de medianoche. Durante estos años, los hombres fueron desplazados al frente, la mayor parte de las fábricas tuvieron que centrar su producción en abastecer al ejército y la escasez de alimentos provocó que la tensión entre la población, especialmente entre las mujeres obreras, fuera acumulándose.
El 21 de agosto de 1917 se agotaron las existencias de harina en Turín, lo que provocó que las panaderías permanecieran cerradas. Este suceso fue la gota que colmó el vaso después de semanas de escasez de alimentos y de largas colas por obtener comida, lo cual a menudo era incompatible con los turnos en las fábricas en las que las mujeres intentaban ganarse la vida. Así, La pastelera de medianoche, gracias a Edmondo Ferro, nos mostrará la cara más cruda de la Revuelta del Pan (conocida como los Moti di Torino), como las barricadas que se formaron en los barrios obreros como Barriera di Milano, Borgo San Paolo; si no también el lado más dulce de la sororidad femenina cuando se muestra el apoyo de las mujeres en el comedor clandestino por no permitir que ninguna se vaya a trabajar con el estómago vacío.
El cambio de rol de las mujeres en la sociedad italiana y el clasismo impuesto en Jolanda.
Junto a este contexto histórico perfectamente integrado, La pastelera de medianoche nos muestra de forma brillante el cambio de rol de las mujeres ante su necesaria presencia, por primera vez en la historia, en las fábricas: las criadas desaparecen de las casas burguesas y se niegan a aceptar los maltratos que las aristócratas, personificadas en la figura tanto de la tía Isabella como posteriormente de Jolanda, han normalizado a la hora de tratar con el servicio.
Tras el silbido de la sirena, no había invitados que se demoraban hasta bien entrada la noche, saboreando los cafés y los licores, ni jefes caprichosos que las despertaban en mitad de la noche pidiendo una manzanilla y otra manta más. Las horas anteriores y posteriores al turno de trabajo eran todas para ellas, y por fin podían disponer de ese tiempo como quisieran libremente.
Así, una de las escenas clave de la obra y que más me llamó la atención es el horror con el que unas aristócratas tienen que hacer cola ellas delante de la panadería antes de que abran, acompañadas de muchas otras obreras e indignadas al darse cuenta de que, sin criadas ni servidumbre, ven evaporados sus privilegios estamentales (que ellas consideran asimismo derechos).
Asimismo, Desy Icardi incluye dentro de su contexto histórico la mobilización política de las mujeres de clase alta, burguesas y aristócratas, que repetían consignas basadas en propaganda nacionalista en sus círculos y que funcionaban de alguna forma como policía civil a la hora de detectar antipatriotas.
—También nosotras, las mujeres, estamos llamadas a sacrificarnos por la patria, y el de estar haciendo cola es un sacrificio muy pequeño comparado con los que afrontan cada día nuestros soldados.
La cocina y la alimentación como forma de amar
Lo he anticipado antes en la reseña cuando hablábamos de la manera en la que Desy Icardi centra la trama en el sentido del gusto, pero no está de más explayarnos un poco en la forma con la que la obra trata la comida y la alimentación.
Esencialmente, porque la primera escena que tenemos de Jolanda es la de una niña que, obstinada, cierra la boca con fuerza y permite que la leche caliente y pegajosa caiga por su barbilla con tal de que no entre la cuchara. Desde ese instante nos daremos cuenta del inmenso problema de salud físico y mental que tiene Jolanda y de lo negligentes que son, tanto sus padres, como su propia tía y el servicio de la casa. Olvidada por todos en una mansión, mientras revivimos los recuerdos de la joven, vemos cómo la acusada indiferencia de su familia, que trata su bienestar de tapadillo como arma política para echarse los trapos sucios unos a otros, afecta a una criatura con una anorexia infantil nerviosa grave. Y esto se hace más acuciante cuando Jolanda se convence de que su madre dejará de quererla y se marchará si no se esfuerza en comer, así que inventa todo tipo de técnicas (incluso poner la cabeza hacia arriba durante minutos por cada cucharada para hacer bajar la sopa). Es desgarrador ver cómo, a pesar de sus esfuerzos, cuando le comenta a su madre que ha estado esforzándose por comer para que no la abandone, esta pasa de largo por encima de la confesión de su hija, totalmente ignorante o indiferente del sufrimiento de la misma.
Cada mañana se prometía a sí misma que comería para hacer que volviera, pero, por desgracia, no lo conseguía. En cuanto tragaba un bocado, algo en su interior se rebelaba, y la comida, en vez de bajar hacia el estómago, subía en forma de dolorosa arcada. Deseaba comer, lo quería de verdad, pero ya no era capaz de hacerlo.
La perspectiva de la niña cambia toda la narración, emborrona las discusiones de sus padres (que hablan perpetuamente de dinero, pero, como la Jolanda de ocho años no entiende el conflicto, este se desdibuja en diálogos sueltos que has de interpretar en un primer momento como lectora) y, así mismo, nos hace ver el nulo esfuerzo de seducir el paladar de la niña y normalizar el hecho de que se alimente con la elección de las comidas que le ponen y que a menudo consisten en leche caliente con azúcar y miel o sopas.
Y es que si hay algo que La pastelera de medianoche deja claro desde sus primeras páginas es que el amor no es algo tolerable entre aristócratas. O al menos, no algo que se permita fácilmente. En la mansión, todo gesto de cercanía y cariño se desprecia hasta el punto que acaba condicionando a una niña a matarse voluntariamente de hambre. Lo vemos en el carácter de la tía Isabella, cuya forma de ejercer autoridad se basa en una mezcla de humillación constante al servicio, distanciamiento afectivo extremo y esa manera tan suya de envolver el maltrato a su sobrina bajo la virtuosa idea de la lealtad. Pero también en la reacción que provoca el descubrimiento de que ha sido Jolanda quien ha estado cocinando en secreto en la casa por la noche. Porque lo que escandaliza no es que lo haya hecho sin permiso, sino que haya cocinado bien, desdibujando de esa manera la línea de clase entre ella y las criadas. Cocinar, en este contexto, no es solo preparar galletas y tamizar harina: es ponerse al nivel del pueblo, reconocer que, al final, uno también necesita dar, recibir, amar.
La tía Isabella: la guardiana del miedo, el decoro y los silencios heredados
Es difícil hablar de Isabella sin caer en simplificaciones. No es solo una figura de poder que arrastra con su autoridad la educación emocional de Jolanda: es, ante todo, el último eslabón de una serie de traumas generacionales. Lo que al principio parece rigidez sin afecto, termina por revelarse como una forma de protección defectuosa, tejida con los hilos del miedo a quedarse sola y abandonada y del deber. Isabella, que podría haber sido una tía más de la literatura europea de época —altiva, cruel, estéril de emociones—, se transforma paulatinamente en un espejo roto donde resuenan las voces de generaciones anteriores.
Lo interesante es que Icardi no busca redimirla, sino entenderla. Con cada carta que leemos o desde la prosa más ordenada de Edmondo, vamos reconstruyendo el origen del carácter de Isabella. No es odio lo que motiva su control obsesivo sobre Jolanda, sino la certidumbre —distorsionada, pero firme— de que el amor debe doler, de que proteger a alguien implica moldearlo, alejarlo de los errores cometidos por sus padres, controlar su cuerpo hasta que responda a la misma lógica de perfección rígida con la que ella misma fue modelada y reducir a la mujer a ser la sombra de una figura masculina.
Y así, de la misma forma que los cuentos tradicionales enseñaban a través del castigo, Isabella inculca el miedo como forma de supervivencia. Porque en su mundo, la ternura es debilidad y la autonomía una amenaza. Entender eso no implica justificarla, sino reconocer el monstruo que crea el trauma cuando no se nombra. Solo sabiendo la verdad —esas cartas olvidadas, esas recetas cocinadas en silencio— puede romperse el hechizo. Y en ese sentido, el mayor acto de rebeldía de Jolanda no es dejar de obedecer: es empezar a cocinar.
Mi opinión de La pastelera de Medianoche
Desy Icardi ha escrito una novela histórica completamente diferente de cuantas haya leído en los últimos años. Por un lado, porque trata temas realmente grotescos envueltos en un halo de trauma generacional, con una delicadeza y una empatía que rebosa las páginas; y por otro, porque el contexto histórico y cultural impregna cada diálogo, cada comportamiento y cada acto tanto de Edmondo como de Jolanda.
La pastelera de medianoche no es una novela cozzy sin más que se limite a tratar una historia ambientada en un momento del pasado, sino que crea personajes femeninos complejos de una moralidad enormemente gris, atrapados entre sus deseos imposibles de cumplir y las expectativas de la presión que les pone la sociedad sobre cómo deben comportarse con una precisión tan fascinante, que no puedes evitar querer seguir leyendo. La forma tan cándida de la autora de abordar un episodio de la historia desgarrador para el momento, cómo pasa de puntillas por el ideal comunista entre las obreras y centra su obra en las historias contadas, a tres tiempos sin perderte, hacen que el regusto que se te queda leyendo sea siempre algo dulce, avainillado y más que placentero.
Porque al final, La pastelera de medianoche no es solo una novela sobre una mujer que aprende a cocinar, sino sobre una niña que, en un mundo que nunca la alimentó de afecto, aprende —por fin— a servirse a sí misma.
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