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Especias, de Roger Crowley: opinión de una apasionante obra de ensayo

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Escritora consumada, concept artist en ciernes y adicta al trabajo. Do...


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Imágen destacada - Especias, de Roger Crowley: opinión de una apasionante obra de ensayo

Es cuanto poco sorprendente empezar a leer un libro de ensayo histórico y descubrir que la narración se asemeja más a una novela de aventuras que a una obra académica. Y, sin embargo, eso es exactamente lo que ocurre con Especias, de Roger Crowley: una historia vibrante impresa bajo una sobrecubierta amarilla y repleta de mapas y de páginas internas con fotografías a color. A través de estas páginas, el autor nos cuenta la feroz competencia entre España, Portugal, Inglaterra y Holanda por el control de las islas de las especias, un grupo de pequeñas islitas capaces de producir el costosísimo clavo y nuez moscada que convertiría sus países en Imperios. La obra comienza con la expedición suicida del despechado Magallanes, pasando por el resto de viajes que parten de España, Holanda e Inglaterra en una época en la que reparto mal calculado y demarcado por la Línea de Tordesillas decidía el destino de grandes imperios.

Una historia en tres actos: la estructura que Roger Crowley ha escogido para Especias

Especias se estructura en tres partes bien diferenciadas que permiten al lector no solo seguir el desarrollo cronológico de los hechos, sino también comprender el contexto político y global del momento y comprender cómo las islas de las especias fueron moldeando, poco a poco, el orden mundial.

En la primera parte, Recaladas, viajamos hacia el este junto a figuras como Magallanes y Francisco Serrao, y asistimos a los primeros encuentros —a menudo torpes, otras veces letales— entre europeos y los sultanatos locales. La segunda, Competidores, se adentra de lleno en la batalla por las Molucas, cuando las potencias europeas, ya decididas a hacerse con el control, desencadenan una serie de conflictos, microguerras y expediciones militares que incluyen desde las respuestas españolas hasta campañas hacia territorios tan lejanos como Florida.

Un narrador poético envuelto en una edición práctica y cómoda.

Lo primero que llama la atención de Especias es la manera tan poética con la que el narrador aborda la historia. Editado con una sobrecubierta amarilla que recuerda al azafrán y llama poderosamente la atención, Especias está lleno de fotografías en blanco y negro de mapas, imágenes y elementos que acompañan al texto y que apoyan la narración sin estorbarla, así como transcripciones de cartas y frases parafraseadas de los protagonistas de los diferentes puntos de la historia.

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Visto desde el espacio, el archipiélago malayo es un amasijo de islas. Es como si un gigante hubiera dejado caer un enorme plato de porcelana desde una gran altura y se hubiera echado hacia atrás para admirar el resultado.

TODO
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A mitad de volumen, como estamos acostumbrados en otras obras de Ático de libros, el libro cuenta con varias páginas 120 gr. con fotografías a todo color que aportan contexto visual a todo lo que has leído. Asimismo, con la aguda picaresca del narrador de historias, Crowley salpica el texto con pequeños cotilleos jugosos y curiosidades históricas solo para mantener al lector enganchado y, extrañamente para tratarse de una obra de ensayo, fascinante y sonriente.

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Ginés de Mafra no regresó hasta 1527 vía Lisboa, solo para descubrir que su mujer, dándolo por muerto, se había vuelto a casar y dilapidado todo su dinero. Y luego estaba el botín de especias de la Victoria, el motivo casi olvidado del asunto. A pesar del valor del cargamento, apenas cubría los gastos de la expedición.

Todo ello contribuye a que tu primera impresión leyendo la obra sea más que positiva. Roger Crowley es capaz de trasladar el entusiasmo ante las maravillas de lo desconocido de los exploradores del S. XVI, añadiendo poéticas descripciones de las islas y de su entorno, de las circunstancias que acompañaron a cada una de las expediciones y de cómo el efecto mariposa hace que España se convirtiera en una super potencia debido a decisiones aparentemente tan lejanas como el cambio de sistema impositivo aplicado por la dinastía Ming en China. Su emoción por los hechos hacen que, especialmente la primera expedición en la que acompañas a Magallanes, sea tan trepidante y emocionante que, incluso sabiendo que el autor intenta mantener una neutralidad historicista, su lectura se vuelve más excitante que la de muchas novelas históricas.

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El atractivo de las especias es muy antiguo. Se han excavado raíces de clavo de cuatro mil años de antigüedad en ciudades a orillas del Éufrates, y relieves esculpidos de flotas de especias en el valle de los Reyes. Los emperadores chinos de la dinastía Han exigían a sus cortesanos que endulzaran su aliento con clavo, y los romanos consideraban que las especias eran portales olfativos hacia lo divino: perfumaban las ofrendas de los sacrificios y elevaban las almas de los muertos desde las piras funerarias. Las especias se han valorado como antisépticos, analgésicos y afrodisíacos, para alegrar la comida y la bebida, como indicios del paraíso. Han contribuido al desarrollo de las rutas comerciales de larga distancia por tierra y mar, al crecimiento de las ciudades y a la difusión de las religiones gracias a los mercaderes que las transportaban. Ligeras y duraderas, fueron la primera mercancía verdaderamente global; el margen de beneficio a medida que pasaban por muchas manos ha sido tan asombroso —hasta un mil por ciento cuando llegaban a Europa— que podían valer más que su peso en oro; han sido una moneda por derecho propio.

Primera, parte: Recaladas. Traición, mar abierto y el viaje que lo cambió todo

Sin lugar a dudas, la primera parte de Especias es la más fascinante de toda la obra. Será aquí donde Crowley nos embarque en los inicios de la expedición de Magallanes, presentándonos primero el conflicto tenso y silencioso entre España y Portugal y las técnicas de explotación mercantil que empleaban los portugueses en todos sus asentamientos, entre los que se encontraban las islas de las especias.

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Será en el momento en el que Magallanes entra en acción cuando esta obra de ensayo se convierte en un apasionante viaje al más puro estilo de Piratas del Caribe. Asistiremos a su rencor como portugués renegado al servicio de españoles, sus sospechas (a menudo no fundadas) contra la corona de Castilla, sus intenciones de convertirse en rey y señor de las islas que encuentren y la manera tan carismática con la que vende un viaje sin ningún tipo de garantía de éxito.

Una vez que los barcos zarpan, el viaje se desborda. Las decisiones de Magallanes —casi siempre marcadas por un narcisismo feroz, una seguridad ciega en sí mismo y una peligrosa arrogancia— van configurando el curso de los acontecimientos. Crowley no oculta las sombras del personaje y nos ofrece los testimonios de aquellas personas que lo acompañaron y que otorgan una dimensión extra a un personaje que es evidente que fascina al autor (y ahora a mí, por descontado). Así asistiremos al primer gran escollo que será el denominador común de todas las expediciones: el hambre, el escorbuto y la falta de hombres sanos que gobiernen las naves hasta llegar a tierra.

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Sobre todo, habían experimentado la hasta entonces inimaginable inmensidad de los océanos del planeta en todos sus estados de ánimo, el elemento que da y quita: por turnos benévolo y hosco, mortal en su placidez, temible en sus furias, un ser implacable contra el que habían ofrecido cientos de oraciones al Dios cristiano.

Luego llega el contacto con los pueblos indígenas, los conflictos internos, las muertes, los motines… todo está narrado con una intensidad casi cinematográfica que sin duda hace merecedor el refrán de «la realidad supera a la ficción» y que hizo que, al menos yo personalmente, me volviese una auténtica fan de Magallanes y del siempre pragmático, leal y feliz Pigafetta.

Y es que el italiano Pigafetta destaca con especial fuerza: este cronista silencioso, del que obtendremos varios fragmentos de sus diarios, trasladándonos su mirada extrañada y maravillada sobre el mundo, nos aporta una segunda voz al relato que convierte la travesía en una experiencia casi íntima. Y lo más entretenido de todo es que, mientras a su alrededor los capitanes confabulan y conspiran, se dan motines, se matan entre ellos o se cuelga a los traidores, Pigafetta pasa de absolutamente de cualquier conflicto y se va a dibujar flores, páginas o indígenas.

Al finalizar cada expedición, Crowley se toma un momento para detenerse. De hacer balance. De recordar, con un tono casi elegíaco, lo vivido. Son esos pequeños cierres poéticos los que elevan esta parte del libro por encima de cualquier otro ensayo de historia moderna. Una mezcla de asombro, violencia, grandeza y fragilidad que te deja con el corazón en la garganta.

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Los pocos afortunados que regresaron habían sido testigos de cosas extraordinarias. Habían caído de rodillas ante el crepitar del fuego de San Elmo; habían disfrutado de encuentros despreocupados con los tupís; habían sobrevivido a naufragios, a fríos y hambre indescriptible y habían visto cómo se les manchaba la piel y se les hinchaban las encías, presagios de una muerte que de algún modo habían burlado, incluso mientras hacían descender a sus camaradas a las profundidades con un suave chapoteo. Habían temblado ante la total desolación del océano.

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Segunda parte: Competidores. Tordesillas, pólvora y las guerras paralelas

La segunda parte de Especias, titulada Competidores, no posee el brillo narrativo de la primera expedición ya que no hay una figura tan magnética como Magallanes ni un cronista que te robe el corazón como Pigafetta. Pero eso no la hace menos relevante. Lo que Roger Crowley desarrolla en estas páginas es el cambio de paradigma: del descubrimiento a la competencia despiadada, del asombro ante lo desconocido al desencadenamiento de conflictos impulsados por tratados firmados a miles de kilómetros de distancia y por hombres que jamás verían las Molucas.

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En la línea ecuatorial —el punto cero de latitud— que cortaba en línea recta la diminuta cadena de islas tropicales productoras de clavo, dos ejércitos coloniales en miniatura estaban destinados a librar una guerra intensa y sucia que arrastró a un bando u otro las lealtades y rivalidades tribales de los isleños de las Molucas.

Uno de los ejes narrativos es el debate constante en torno al Tratado de Tordesillas. Firmado en 1494 y revisado con la habitual rigidez castellana una y otra vez, este acuerdo no solo definía líneas geográficas; era un instrumento de poder que legitimaba o negaba soberanías enteras, como si la geografía pudiera doblarse al capricho de los teólogos de Salamanca o de los embajadores portugueses. La obra nos muestra cómo España monta una segunda expedición con varios barcos y un listado largo de instrucciones que ordenaban, de forma paradójica, no vulnerar el Tratado de Tordesillas cuando el objetivo era, realmente, las islas de las Molucas.

Crowley nos muestra asimismo cómo, en el otro extremo del mundo, los sultanatos locales hacían gala de una estrategia política que, en cierto modo, reflejaba en espejo el conflicto europeo. Las islas de las especias, lejos de ser escenarios pasivos, se convertían en campos de alianzas variables y letales. Los isleños —que desconocían el hierro pero dominaban con maestría los mares en sus embarcaciones kora kora— eran perfectamente conscientes del valor de sus recursos y se servían alternativamente de portugueses o castellanos para inclinar la balanza a su favor. Dos conflictos paralelos, uno entre imperios globales y otro entre reinos insulares, que se desarrollaban como líneas convergentes nunca destinadas a encontrarse del todo.

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La intención era clara: solo la posesión efectiva podía resolver una disputa cartográfica. La flota que Carlos había reunido era considerablemente mayor que aquella con la que había zarpado Magallanes. La capitana (el buque insignia) era la Santa María de la Victoria, un navío considerable de trescientas toneladas. La segunda en el mando, la Sancti Spiritus, de doscientas cincuenta toneladas, iba seguida de otras naves de tamaño decreciente: la Anunciada, la San Gabriel, la Santa María de Parral, la San Lesmes, hasta la diminuta pinaza de cincuenta toneladas, la Santiago, un velero ligero para tareas de vigilancia y exploración. El tamaño de esta flota indicaba las intenciones españolas.

Y si el foco narrativo se desplaza, también lo hace el retrato de las potencias implicadas. Crowley traza un perfil clarísimo del carácter portugués en su empresa colonial: excluyente, monopolístico, más interesado en fortificar, levantar puestos comerciales y mantener control aduanero que en adaptar sus métodos a la diplomacia cambiante de Asia. Un modelo rígido, fundado en el castillo y el cañón, que se resquebrajará especialmente al enfrentarse al poder bien articulado de imperios como el Ming. La entrada de los portugueses en China —mal planificada y aún peor ejecutada— se salda con humillaciones diplomáticas que apenas son amortiguadas por la resiliencia de sus comerciantes independientes.

Frente a ellos, la administración castellana muestra un carácter diametralmente distinto. Heredera de una tradición más legalista —y quizás, como sugiere Crowley, influida por el orden germánico encarnado en la figura de Carlos V—, la corona española despacha instrucciones detalladas, casi obsesivas, en forma de reales cédulas que acompañan cada expedición. Y no importa si parte de la península, del virreinato del Perú o de la Nueva España: la voluntad de reglamentar lo ingobernable atraviesa todas las misivas. En esta sección asistimos no solo a una segunda expedición fallida, sino también a los esfuerzos del propio Hernán Cortés por abrir una ruta hacia las Molucas desde México. Una tentativa tan ambiciosa como reveladora del deseo castellano de vincular la administración ultramarina con un proyecto universal de expansión y control y que, al igual que la primera, se saldará con la vida de centenares de marinos que perecieron de hambre o de escorbuto.

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Sin embargo, uno de ellas, la pequeña pinaza Santiago, seguía a flote, pero en una situación desesperada. Casi no tenía víveres. Sus provisiones se habían almacenado en el buque insignia de Loaísa. La Santiago, tripulada por cincuenta hombres, solo contaba con ocho barriles de agua y menos de doscientos kilos de bizcocho de mar reducido a polvo. Los tripulantes no tenían esperanzas de cruzar el Pacífico con vida: la comida se racionaba a dos onzas y media de bizcocho al día (lo que son menos de cien gramos).

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Esta segunda parte es, por tanto, un estudio político más que una crónica de aventuras. Un análisis del momento en el que las islas de las especias dejan de ser “el lugar al que se llega” para convertirse en “el lugar que hay que conservar”, aunque eso implique enviar nuevas expediciones, forjar alianzas incómodas o reinterpretar mapas mal trazados a favor de las propias pretensiones imperiales.

Tercera parte: Consecuencias. Plata, rutas imposibles y el precio olvidado de los hombres

El cierre de Especias no tiene ni la emoción épica de las primeras exploraciones ni la tensión geopolítica del Tratado de Tordesillas sino algo mucho más incómodo y necesario: la memoria de las consecuencias, de los hombres que se dejaron la vida entre océanos y minas de plata, de animales extiniguidos y barcos fantasma. Es aquí donde la obra deja de ser un ensayo plagado de aventuras para convertirse en un recordatorio de todo lo que se sacrificó por el control de los clavos, la nuez moscada, y la puerta de entrada a Oriente.

Porque si hay algo que se repite como un eco durante esta tercera parte es el olvido. El olvido como política imperial. El olvido como método de gobierno. El olvido como forma de pagar a los hombres que lo dieron todo.

Plata de Potosí, comercio con los Ming y un imperio hecho de cicatrices

Entre las muchas derivadas del expansionismo español, Crowley nos conduce a una de las más escalofriantes: el engranaje que conectó las minas de Potosí con la dinastía Ming. A través de la ocupación de Catay (hoy parte de Filipinas), los españoles establecieron una ruta de plata directa hacia China, vendiendo el metal extraído en condiciones infernales por indígenas que morían a millares en la montaña que devora hombres. Así lo llamaban. Potosí, la ciudad más rica del mundo en su momento, era también un infierno a 4.000 metros de altitud donde la muerte y el beneficio se medían en sacos.

Y mientras eso ocurría en América, en Asia, los emperadores chinos —que desconfiaban de todo contacto directo con los europeos— aceptaban esa misma plata para alimentar su compleja economía basada en monedas fundidas. La primera globalización ya tenía ruta establecida: iba de la mina al galeón, del galeón a Manila y de allí a los puertos de los chinos.

Mientras esto ocurría, las grandes potencias seguían enviando expediciones, convencidos de poder abrir nuevas rutas que les beneficien para establecer puertos comerciales.

Caboto, Thorne y la ruta ártica: cuando las ambiciones naufragan

Si los españoles ya habían encontrado su ruta por el Pacífico, los ingleses querían abrir la suya por el norte. El libro de Especias nos presenta tamién a Thorne, el cual, convencido de que existía un paso viable por el Ártico, impulsó la expedición de Caboto. El resultado fue una serie de desgracias casi mitológicas: barcos atrapados en el hielo, tripulaciones desaparecidas, cadáveres congelados flotando como fantasmas sin bandera, y un puñado de supervivientes que acabaron, por accidente o por desesperación, comerciando con la siempre impermeable Rusia. Era la confirmación de lo que ya intuíamos: Oriente no se dejaba conquistar con mapas mal hechos y buena voluntad.

Villalobos y el error de insistir: colonizar lo incognoscible

En el año 1542, la corona financió desde la Nueva España la expedición de Ruy López de Villalobos, un intento más de “posesionar” las islas de las especias conforme al trazado de Tordesillas y al reparto que ya nadie respetaba. El resultado fue, de nuevo, una catástrofe disfrazada de aventura. Enfrentados a la hostilidad de los nativos, las enfermedades tropicales y la carencia de víveres, los marinos acabaron en prisiones portuguesas, muertos en las playas o repatriados como podían. Villalobos murió enfermo en una celda de Ambón, después de escribir cartas desesperadas que jamás recibieron respuesta.

Pero si hay un nombre que brilla con tristeza en esta última parte es el de Andrés de Urdaneta. Andrés de Urdaneta fue uno de los pocos supervivientes de la desastrosa expedición de Villalobos: Navegante, soldado, servidor del emperador, Urdaneta sobrevivió —de milagro— al cautiverio en las Indias Orientales, pasó años preso o bajo vigilancia portuguesa en las Molucas, y no regresó a México hasta 1553, más de una década después de haber zarpado.

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Urdaneta fue uno de los últimos en marcharse. Se quedó para intentar conseguir un cargamento de clavo. Llegó a Lisboa en junio de 1536, llevando con él a una hija que tuvo con una mujer de las Molucas. Había estado fuera ocho años: tenía diecisiete años cuando salió de España, veinticinco cuando regresó, rico en experiencia y conocimientos. Había visto mundo, luchado en guerras, aprendido las lenguas locales, negociado con los jefes tribales y los gobernadores portugueses en nombre de sus comandantes y viajado por todo el archipiélago y más allá, hasta las islas de Banda y Java, ricas en nuez moscada. Por el camino, había obtenido información inestimable: cultural, comercial y meteorológica. Había hecho interminables viajes en canoa por las Molucas y experimentado la belleza de los trópicos profundos.

Lo más irónico de todo es que, pese al olvido imperial, fue Urdaneta quien, años después, resolvería uno de los mayores desafíos náuticos de la época: encontrar el tornaviaje. Es decir, la ruta de vuelta desde Asia hasta América atravesando el Pacífico, que permitiría el comercio entre Manila y Acapulco.

Y es que, como deja claro Especias, la administración castellana se preocupaba más por las instrucciones que por los hombres que perecían o malvivían intentando mantener la lealtad a su rey. Cada expedición partía con misivas larguísimas repletas de órdenes, consejos, prohibiciones, y advertencias... pero ninguna incluía, por ejemplo, una solución al escorbuto.

Entonces ¿merece la pena leer Especias?

Especias no es un simple ensayo histórico: es un viaje que atraviesa océanos, tratados, motines, hambres y abandonos. A lo largo de sus páginas, Roger Crowley reconstruye no solo el mapa de un mundo en ebullición más interconectado de lo que nos imaginamos , sino también las grietas por las que se cuelan aquellos que han sido olvidados por la historia a pesar de sus esfuerzos por mantenerse leales a las ambiciones de su rey. Es un libro que fascina tanto por lo que cuenta como por cómo lo cuenta: con una voz casi poética que no olvida el coste humano de cada decisión imperial.

Al cerrar el libro, una no se queda con la sensación de haber leído una historia de conquista, sino más bien con el eco amargo de quienes lo entregaron todo por una promesa de gloria que nunca llegó. Y en ese sentido, quizá lo más honesto de Especias no sea la narración de los hechos, sino su capacidad de recordarnos que, al final, la historia la escriben los que regresan, cuando alguien les escucha.

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