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NOTA: 8.5

El Juicio Final de Carl: reseña de Carl el Mazmorrero 2

La Insomne
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La Insomne

Escritora consumada, concept artist en ciernes y adicta al trabajo. Do...


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Imágen destacada - El Juicio Final de Carl: reseña de Carl el Mazmorrero 2

Cuando terminé Carl el Mazmorrero, tuve la sensación incómoda de encontrarme en el capítulo final de una serie de Netflix lleno de cliffhangers y deseando poder leer la segunda parte. Pero una parte de mí se sentía cómplice de un sistema que tortura física y psicológicamente a supervivientes ignorantes de una coalición alienígena para retransmitir su sufrimiento online (ya os hablé de esto en mi anterior reseña). Así que cuando me llegó El Juicio Final de Carl, la segunda entrega de la saga, lo hice con una pregunta bastante clara en la cabeza:

¿Qué pasa cuando el descenso a la mazmorra deja de ser supervivencia y se convierte en espectáculo puro?

La respuesta de Matt Dinniman es tan sencilla como perturbadora: que ya no hay marcha atrás. Ahora formas parte de ello de la misma forma que los asistentes al espectáculo porcino en directo. Eres un consumidor más, un cómplice de todo lo que está pasando y eso cambia totalmente la química de tu cerebro como lector: porque ya no estamos aprendiendo las reglas; estamos aprendiendo a explotarlas, y esto —como suele ocurrir— tiene un precio moral bastante más alto de lo que parece.

Argumento de El Juicio Final de Carl

El Juicio Final de Carl continúa la historia justo donde la dejó Carl el Mazmorrero: con Carl y la Princesa Donut descendiendo al tercer piso de la mazmorra, el primero en el que el sistema deja claro que esto ya no va solo de sobrevivir al ataque de goblins y llamas drogadictas, sino que por fin entran a participar en un espectáculo a gran escala.

TODO
TODO

Este nuevo nivel se presenta como Over City, una ciudad construida sobre un volcán activo, dividida en distritos, asentamientos y zonas contaminadas, y habitada tanto por mazmorreros como por NPCs con agendas propias. Aquí entran en juego por primera vez decisiones clave como la elección de raza y clase, y con ellas se hace patente una verdad incómoda de la que llevaban avisándonos desde el primer libro: que el sistema recompensa no solo la eficacia de clase para poder sobrevivir, sino también la capacidad que uno tenga de generar audiencia.

A medida que Carl y Donut se adaptan a este entorno más complejo y abierto, empiezan a verse envueltos por primera vez en misiones que, bajo una apariencia absurda o incluso cómica, esconden una violencia y una narrativa estructural muycho más complejos de lo que parece. Lo que al principio parece una sucesión de encargos extravagantes pronto deja entrever que el tercer piso no es solo un escenario de combate, sino un ecosistema corrupto, diseñado para empujar a sus participantes a tomar decisiones de vida o muerte que pondrán en tela de juicio la moral y estabilidad mental de sus participantes.

Mientras el show amplía su alcance y las visualizaciones desde fuera del dungeon se vuelven más y más frecuente, Carl comienza a intuir que el mayor peligro no reside en los monstruos, sino en convertirse en una pieza demasiado visible —y demasiado incómoda— dentro de una maquinaria política de la que, de alguna manera, empieza a convertirse en un símbolo de una revolución.

De enfrentamientos pasilleros a un mundo abierto: bienvenidos al piso donde todo importa

Uno de los grandes cambios de esta segunda parte es la manera con la que se presenta el desafío al que tienen que enfrentarse Carl y Princesa Dónut. Si en la primera parte nos encontrábamos con enfrentamientos pasilleros que daban lugar a salas de jefes, este tercer piso se transforma en algo mucho más cercano a un MMORPG de mundo abierto: asentamientos, misiones principales y secundarias, clubs sociales, política mucho más relevante y, sobre todo, la sensación de que estás en medio de un juego de rol donde te has hecho popular sin pretenderlo.

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Pero la verdad es que, cuando a la gente se le da de verdad la oportunidad de ser otra cosa, y ese cambio es real y permanente, la mayoría elige seguir igual. Se asustan. Incluso cuando hay una opción claramente mejor, dar ese salto da miedo. Y si ese “algo distinto” implica un cambio grande, siempre hay una curva de aprendizaje. A veces es más fácil quedarse en una piel conocida.

Y es que, de alguna manera, la decisión de Carl de mantenerse fiel a sus principios morales desde el comienzo de la saga —siempre y cuando la IA y las situaciones lo permitan— acabará imprimiendo este toque de carácter de héroe con más suerte y picaresca que se va encontrando continuamente con situaciones donde o bien hace lo correcto y pone inevitablemente su vida en peligro, o decide traicionar sus principios y seguir adelante.

Y no nos vamos a engañar: durante un momento se lo plantea. Tras encontrar una misión en un circo donde una planta parasitaria levanta de entre los muertos a osos, payasos y monos zombies en una narrativa circular y ser chantajeado de muerte por Signet: un NPC enormemente peligroso que tiene una trágica side quest con Grimaldi, Carl intentará dejar de lado los problemas, ser práctico y seguir los consejos de un Mordecai cada vez más alcohólico que detesta y ama a la vez a sus Mazmorreros.

La enorme cantidad de problemas inesperados y la forma tan épica con la que Carl y Princesa Dónut han ido sorteando estos obstáculos les han granjeado una popularidad que los enfrenta de alguna forma a todos aquellos mazmorreros que han decidido escoger el camino de la violencia bruta (como muy probablemente será el caso de la chica brasileña con sus rottweilers). Esto, al final, les empujará a tomar decisiones arriesgadas donde apostarán el avance que han logrado hasta ahora a costa de clases y habilidades que serán, en el futuro, mucho más valiosas.

Cuando las misiones dejan de ser graciosas

Si algo deja claro El Juicio Final de Carl es que el humor sigue ahí… pero ha cambiado de función. La novela arranca con situaciones absurdas, circo incluido (literalmente), payasos no muertos y side quests que parecen diseñadas para provocar carcajadas nerviosas. Y funcionan. Te ríes. Mucho.

Hasta que deja de hacer gracia.

El arco central del libro gira en torno a una cadena de asesinatos, explotación y magia negra que afecta a personajes que el sistema considera prescindibles. Y aquí Dinniman aprieta donde duele: ya no se trata de matar “monstruos” abstractos, sino de enfrentarse a las consecuencias de un mundo donde todo lo que no genera rating puede triturarse sin consecuencias.

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Zev dice que los programas de la Tierra son mejores que cualquier cosa que haya visto. Podríamos hacer otros nuevos y llevarlos al universo. Quizá, si las series fueran lo bastante buenas, a la gente no le interesaría tanto ver cómo personas reales se matan entre sí.

El dungeon sigue recompensando la violencia, pero empieza a castigar la empatía. Y tú, como lector, vuelves a ocupar ese lugar incómodo de espectador cómplice. Sabes que algo está mal. Sabes que no deberías disfrutarlo tanto. Y aun así, sigues leyendo.

TODO
TODO

El verdadero enemigo no está en la mazmorra

Si el primer libro apuntaba tímidamente a una crítica política, El Juicio Final de Carl ya no se molesta en ser sutil. El show, los patrocinadores, las entrevistas, los productores y las represalias fuera del dungeon dejan claro que el verdadero conflicto no es sobrevivir a los monstruos, sino sobrevivir al relato.

Carl empieza a entender que no basta con ganar. Hay que caer bien. Hay que ser útil. Hay que generar clips virales. Y cuando decide no hacerlo —cuando se convierte en una molestia política— el sistema responde como siempre responden los sistemas autoritarios: censura, castigo y violencia ejemplarizante.

Sin embargo, y sin ánimo de hacer demasiados spoilers, será precisamente este conocimiento de cómo funciona el mundo que hay detrás de las bambalinas lo que garantice que Carl y Princesa Dónut tengan una puerta de escape a situaciones que claramente les superan en habilidad y en nivel. No es algo nuevo: recordemos cómo en el primer libro Carl empleó las mecánicas del juego para acabar con un dios primigenio vengativo al lanzarse escaleras abajo o cómo empleó un sistema de construcción 100% inspirado en mecánicas como la de Fortnite para destruir a la Bola Porcina.

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Apito nos advierte de la gran bestia que ansía deshacer los cielos y matar a todos los dioses. Y ahora este gran embaucador, este devorador de todo lo sagrado, tiene nombre. Ella es Donut, la Caída del Roble, la muerte que cae sobre todos nosotros. Aquella que pone fin.

Found family, trauma compartido y el humor como último refugio

En El Juicio Final de Carl, la idea de found family deja de ser un recurso reconfortante para convertirse en una estrategia de supervivencia emocional. Aquí las alianzas no nacen del afecto espontáneo ni de la afinidad ideológica, sino de una necesidad mucho más básica: no volverse loco en un sistema diseñado para aislar, enfrentar y sustituir a sus participantes en cuanto dejan de ser rentables.

El dungeon no fomenta la cooperación; la tolera solo cuando genera espectáculo. Las reglas, los incentivos y las recompensas están pensados para individualizar el éxito, convertir cada avance en una comparación constante con otros mazmorreros a través de los resúmenes televisados al final del día y del conteo de views y reforzar la idea de que cualquier vínculo es provisional. Sobre esto tenemos que recordar además que su mecánica basada en darte mucha mayor experiencia por matar a otro mazmorrero que a un monstruo y permitirte saquear su cuerpo es más que un incentivo por parte de los organizadores para animar a los mazmorreros a tomar vías poco éticas.

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—Si eso es cierto —dije—, entonces estáis todos en el mismo caldero.

Me giré hacia la audiencia.

—Todos vosotros. Si un gobierno tiene miedo de lo que dice su gente, quizá sea por algo.

En ese contexto, formar una familia no es un gesto romántico, sino un acto profundamente subversivo.

La relación entre Carl y la Princesa Donut sigue siendo el eje central, pero en esta segunda parte se redefine. Ya no hablamos únicamente de un humano y su mascota convertida en alivio cómico, sino de dos personajes que han aprendido a funcionar como unidad. Donut no es un accesorio narrativo ni un gimmick humorístico: es memoria, brújula moral y ancla emocional. Su obsesión por el estatus, la fama y la estética —que en otro contexto podría parecer frívola— se revela aquí como una forma de mantener la identidad intacta cuando todo a tu alrededor insiste en reducirte a una build eficiente.

Hay una diferencia crucial entre la familia tradicional y la found family que propone Dinniman: aquí no hay promesas de permanencia. Cada vínculo está atravesado por la posibilidad real de la pérdida inmediata. Y aun así, se construye. No porque sea seguro, sino porque renunciar al vínculo sería aceptar la lógica del sistema.

Este punto conecta directamente con uno de los temas más incómodos del libro: la instrumentalización de las relaciones. El show observa, monetiza y edita los lazos afectivos, convirtiéndolos en arcos narrativos, clips virales y momentos “emotivos” diseñados para el consumo. Frente a eso, la familia encontrada o decisiones como cuidar de unos ancianos perdidos o aceptar llevar en el grupo a un desastre disforme de nivel más bajo, se convierte en algo casi clandestino. En un mundo donde todo está diseñado para que olvides rápido a quien cae, recordar —y cuidar— se convierte en el gesto más radical de todos.

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Todos habían desaparecido. Todo lo que me quedaba en este mundo estaba aquí mismo. Mongo empezó a roncar al poco rato. Sentía el calor de Donut contra la nuca. Respiraba suavemente, ajena a todo lo que había ocurrido esa noche.

Esto, pensé, esta es mi familia.

El Juicio Final de Carl y la ilusión de control

Uno de los grandes engaños que propone El Juicio Final de Carl es la sensación constante de control. El sistema insiste en ofrecer elecciones: raza, clase, habilidades, misiones alternativas, alianzas posibles. Todo parece diseñado para que el jugador crea que está tomando decisiones significativas. Pero cuanto más avanza la novela, más evidente se vuelve que esa libertad es, en el mejor de los casos, decorativa.

TODO
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El tercer piso funciona como una demostración práctica de esta ilusión. El mundo se expande, las opciones se multiplican y, sin embargo, el margen real de maniobra se estrecha. Carl puede elegir cómo avanzar, pero no si avanzar. Puede decidir qué misión aceptar, pero no las consecuencias que esa misión activará en segundo plano. El sistema no prohíbe la elección; la condiciona.

Esta lógica se refleja especialmente en la figura de Signet, el NPC poderoso que domina el entramado político del piso. No es un jefe final ni un antagonista clásico, sino algo mucho más inquietante: un ser plagado de caos. Alguien que no necesita intervenir de forma directa porque controla las variables que determinan el resultado. Frente a ella, Carl no pierde porque tome malas decisiones, sino porque toma decisiones dentro de un marco que ya está decidido.

La novela juega de forma consciente con el lenguaje del videojuego para subrayar este punto. Cada nueva habilidad, cada objeto y cada recompensa refuerzan la idea de progresión, cuando en realidad funcionan como mecanismos de autoengaño. El jugador se siente más fuerte, más preparado, más libre, justo cuando el sistema lo ha encajado mejor en el rol que necesita que desempeñe. Y si no lo veis claro, fijaos en cómo la IA evita que Carl tenga algo tan sencillo como pantalones, forzándole a luchar en ropa interior durante todos los conflictos. Precisamente cuando llegan a un pueblo donde Carl podría comprarse pantalones, comprende que, de hacerlo, dejaría de ser tan atractivo para la audiencia y los patrocinadores y su vida correria peligro.

Entonces… ¿merece la pena seguir bajando?

La respuesta corta es sí.

La larga es: sí, pero ya no puedes fingir que esto es solo diversión.

El Juicio Final de Carl es más oscuro, más político y más incómodo que su predecesor. Amplía el mundo, afila el discurso y deja claro que la saga no va de mazmorras ni de niveles, sino de qué ocurre cuando normalizamos el sufrimiento ajeno porque nos entretiene. Y, exactamente como con su predecesor, el ritmo y la tensión es tal que no puedes soltar el ejemplar en ningún momento y necesitas seguir leyendo, merendándote las bromas obscenas de la IA, reteniendo tus ganas de chillarle a Carl a través del libro que está tomando una pésima decisión y sufriendo por las consecuencias de sus polémicas declaraciones en las entrevistas como nunca.

La IA no quiere que pares, quiere que sigas jugando. Y, honestamente, yo también.

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