Nick Lansing y Susy Branch son jóvenes, atractivos, brillantes. Nick malvive de un menguante patrimonio familiar y de escribir artículos para una enciclopedia, aunque su ambición es ser novelista. Susy, hija de un padre derrochador, lleva desde los diecisiete años sabiendo «arregárselas», y viviendo de prestado en las múltiples casas de sus amigas millonarias. Ninguno de los dos tiene ni un centavo pero están enamorados y deciden casarse, con la condición de que se separarán amistosamente si en un futuro alguno de ellos encuentra «un partido mejor». Los reflejos de la luna (1922), publicada dos años después de que Edith Wharton ganara el Premio Pulitzer por La edad de la inocencia, plantea dilemas morales a través de una animada trama de intrigas, humillaciones y malentendidos.
Por un instante le acometió cierto vértigo al columbrar el enigma insoluble que constituía la vida sentimental: si bien era exasperante que la persona amada discrepara de uno, resultaba monótono que se mostrara conforme.
El espíritu independiente y la autosuficiencia de Susy figuraban entre sus mayores atractivos, pero si ella se convertía en un eco, el delicioso diálogo que ambos mantenían corría el peligro de transformarse en el más aburrido de los monólogos.
Suzy replicó, no sin cierta aspereza, que siempre había dado por sentado que todo el mundo había nacido para ser feliz.
—¡Oh, nada de eso, querida! No las institutrices, ni las suegras ni las señoras de compañía. Toda esa gente, no. No podrían ser felices aunque lo intentaran, pero tú y yo, cariño…
Era evidente que todavía no se le había ocurrido pensar que aquellos que consienten en compartir el pan de la adversidad pueden querer devorar solos el pastel de la prosperidad
Hacía tiempo que Susy había aprendido el arte de apreciar a las personas vulgares que tenían la bolsa bien provista.