Por un instante le acometió cierto vértigo al columbrar el enigma insoluble que constituía la vida sentimental: si bien era exasperante que la persona amada discrepara de uno, resultaba monótono que se mostrara conforme.
El espíritu independiente y la autosuficiencia de Susy figuraban entre sus mayores atractivos, pero si ella se convertía en un eco, el delicioso diálogo que ambos mantenían corría el peligro de transformarse en el más aburrido de los monólogos.
Suzy replicó, no sin cierta aspereza, que siempre había dado por sentado que todo el mundo había nacido para ser feliz.
—¡Oh, nada de eso, querida! No las institutrices, ni las suegras ni las señoras de compañía. Toda esa gente, no. No podrían ser felices aunque lo intentaran, pero tú y yo, cariño…
Era evidente que todavía no se le había ocurrido pensar que aquellos que consienten en compartir el pan de la adversidad pueden querer devorar solos el pastel de la prosperidad
Hacía tiempo que Susy había aprendido el arte de apreciar a las personas vulgares que tenían la bolsa bien provista.