Una boda. Un montón de chupitos. Un Porsche aparcado en una calle oscura. El mejor amigo del novio. El hombre con el que no debía acostarme. El que iba impecablemente vestido con un traje gris y una camisa blanca almidonada. El dueño de unos ojos verdes que hablaban más que su irresistible boca. El socio más joven de su despacho de abogados. El mejor hombre con el que he estado en la cama. Una locura. Las huellas de mis uñas en el salpicadero de su coche como prueba. Un problema de los grandes. Él era inalcanzable. Yo estaba rota.
La locura de saltar contigo, reseña de un libro MUY picante
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Yo aprendí con él que el amor era un acto de sacrificio compartido, algo que siempre obligaba a escoger porque se nutría de una lealtad absorbente, cegadora, alienadora y opresiva. Que sufrir era la cara oculta e indivisible de ese amor. Que morir de amor era posible. Y me sacrifiqué, sufrí y morí. Y todo en nombre de una mentira.
El se agarró a mis caderas y me lo dio como un animal. Duro, instintivo, sin censuras. Emitía sonidos carentes de civilización. Los que arrancaban el choque de su pelvis contra mis nalgas eran pura melodía tribal. «Pam. Pam. Pam»