Ganga bruta el imperio del crimen

Mis reglas siempre son mis reglas, diferentes al resto de las reglas incluso a la hora de matar, y entre mis reglas no existe la traición, y menos aún dejar con vida a alguien culpable de dos guardia civiles.

Las hojas húmedas de los árboles se adherían a los adoquines de la calle. Los últimos noctámbulos encontraban el momento adecuado para irse a la cama: las horas después del amanecer de un fin de semana son las más tranquilas en Lisboa, especialmente si es domingo. No hay nadie de importancia por las calles. Uno que otro viejo levantado porque ya no puede conciliar el sueño; las últimas profesionales del oficio se van a dormir maldiciendo a sus impetuosos e impulsivos últimos clientes, que dejan saciados en los oscuros portales de edificios, callejones inhabitados, en asientos traseros de vehículos o sobre la húmeda hierba de un parque público; algún que otro ser humano caminando sin rumbo: un inmigrante empujando un carrito de bebé donde mete todo lo útil que encuentra en los contenedores de basura y sus alrededores, alguna pareja que se apresura al interior de las sábanas después de una noche de fiesta de discoteca en discoteca, o algún que otro romántico o artista que espera en las esquinas a que la ciudad comience a moverse de nuevo. Además, la primera misa del día en las iglesias de barrio son poco concurridas, los camiones de la limpieza terminan de realizar sus recorridos limpiando las calle con sus estertores de agua a presión, los basureros comienzan a salir del garaje municipal empujando sus grandes cubos de ruedas donde llevan una escoba de grueso cepillo y un recogedor metálico, y las cafeterías comienzan a abrir para servir el desayuno en sus terrazas a los más madrugadores.