Primavera de 1881. En el Odisea, un barco que parte de Barcelona con destino a Nueva York, se cuela como polizón Alberto, un muchacho sin familia ni dinero. Entre los pasajeros de tercera clase, que viajan en condiciones deplorables, se encuentra un matrimonio de pequeños comerciantes arruinados, que aspiran a una nueva vida, Joaquina y Ventura, con sus dos hijas adolescentes: Leonor y Mercedes. Con la misma intención, y huyendo de la justicia, viaja Ricardo, junto con su esposa, Concepción, y su hijo Gerardo. Otro pasajero, Narciso Redolat, quiere encontrarse con Enriqueta, hija única de un próspero comerciante catalán de tejidos con quien se ha casado por poderes. Todos emigran a Norteamérica con la perspectiva de encontrar un futuro mejor. Durante la travesía surgirán amistades, rivalidades, amores... Pero en Nueva York resulta muy difícil sobrevivir sin dinero y los sueños cada vez parecen más lejanos.
Empezó a subir la escalera cuando vio el distintivo blanco en una de las puertas del primer piso. El lazo que decía que acababa de morir un pequeño. Uno más. Ya era el segundo desde que había empezado el invierno. Ni siquiera los conocía, pero recordaba que en aquel cuartucho al menos había media docena de críos. Jugaban siempre en la escalera, chillando como posesos. Tal vez la pequeñita, nacida en verano.
- Mamá - fue duro con ella -. Voy a ser peón en una construcción. Mañana empiezo.
El horror cubrió por enésima vez las facciones de la mujer. De hecho, llevaba tres días con él incrustado en su rostro, paralizada, cayendo desde lo alto de sus nubes sin que, al parecer, llegara nunca al suelo.
Le costó decir aquella palabra.
- ¿Peón?
- Sí, mamá -. Y lo repitió -. Peón. ¿Prefieres que nos muramos de hambre?
- Pero es… denigrante - exhaló.
- Es todo lo que hay al aire libre. Y lo prefiero a encerrarse en un lugar sórdido y apestoso para hacer otras cosas.
- Debería dejar que las cosas fluyeran por sí mismas.
- No, hermanita. - Se dio la vuelta de nuevo y le clavó los ojos por segunda vez, ahora con la dureza del acero en la mirada -. Si dejas que fluyan por sí mismas, verás que siempre van en dirección contraria. Siempre, no te queda duda. La única solución es forzarlas. Ir a por ellas y obligarlas a seguir nuestro camino. Y déjame decirte algo: cuanto antes entiendas y aceptes eso, mejor.
- ¡Vas demasiado tapada, encanto!
- ¡Quítate más ropa!
- ¿Quieres probar a un hombre de verdad, muñeca?
- ¿Qué haces con ese vejestorio?
Leonor aguantó el tipo. Se quedó quieta, con su pose de salida, mientras Gooday seguía con su habitual repertorio tratando de superar la espiral de voces que iba en aumento.
[...]
- ¿Si te compro todos tus brebajes me la dejas una hora?