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Cuentos oscuros de Shirley Jackson

Autor:
9

Shirley Jackson, autora de obras maestras como La maldición de Hill House y Siempre hemos vivido en el castillo, firmó también numerosos relatos; no solo «La lotería» (1948), cuya célebre aparición en The New Yorker causó tanto revuelo y que, durante décadas, fue la única obra verdaderamente conocida de una autora por lo demás relegada, durante largo tiempo, a los rincones del «género» (llámese horror gótico o terror). Autora cuyo genio literario por fin aflora con la fuerza que merece ante lectores de todo tipo.

 Esta selección, coeditada con la editorial Minúscula e ilustrada por Carmen Segovia   —cuya singularidad al retratar situaciones y personajes oscuros con una paleta cálida le ha valido numerosas distinciones— reúne once cuentos que revelan una mirada penetrante sobre la oscuridad que permea la vida cotidiana, combinada con un talento peculiar para valerse de narradores poco fiables y crear personajes tan retorcidos como aparentemente ordinarios y hasta respetables.

Aquí los límites entre lo real y lo sobrenatural acaban por desdibujarse entre costumbres o rutinas diarias y aterradoras: una esposa modélica que oculta pensamientos homicidas, un ciudadano ejemplar que podría ser un asesino en serie… En el mundo de Shirley Jackson nada es lo que parece y no hay lugar seguro.

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Cuentos oscuros de Shirley Jackson, un retrato del horror cotidiano
Cuentos oscuros de Shirley Jackson, un retrato del horror cotidiano

Al viejo le tapamos la cara con una almohada mientras dormía y después lo colgamos de un árbol, presas de un éxtasis rencoroso que gastamos con él y nos dejó muy poco entusiasmo para la anciana. Pero hicimos la faena y jamás volvimos al bosque que había detrás del castillo, donde, que yo sepa, aún cuelgan ambos cadáveres. Es tal como Y dijo entonces:

—No sabemos si podemos matarlos, pero sabemos que, si no están muertos, siguen atados...

Y entonces, débiles y felices y risueñas, pasamos el día tumbadas al sol, cerca de la verja, esperando a que alguien entrase en el dormitorio.


Pues, que yo supiese, a la tía Cynthia de Londres, Inglaterra, aún no le habían notificado nada; pero si la niña era capaz de estar tan tranquila y hacer planes de futuro ni cinco minutos después de enterarse de que sus padres habían muerto en un accidente, lo único que yo podía decir es que quizá la psicología de Helen Lanson había surtido efecto, aunque a lo mejor no como ella habría querido, y espero que, si algún día a mí me ocurre algo, mi hija tenga la decencia de soltar una lágrima. Aunque lo más benévolo es pensar que Vicky estaba demasiado conmocionada.


Se levantó y cruzó el salón en dirección a la puerta que daba al recibidor sin propósito alguno. Estaba muy inquieta y mirar a su marido no la ayudaba. El cordón que sujetaba las cortinas corridas le hizo pensar: «Estrangúlalo.» Se dijo: «No es que no le quiera, sino que esta noche estoy macabra. Como si fuera a suceder algo malo: un telegrama o que se estropee el frigorífico.» «Ahógalo», le sugirió la pecera.


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