Escritora consumada, concept artist en ciernes y adicta al trabajo. Do...
Nuestros días serán infinitos atrapa como una tela de araña desde su misma cubierta. Y es que este librito de Impedimenta, escrito por Claire Fuller, y ganador del prestigioso Desmond Elliott Prize, se reviste como un cuento de hadas para hablarnos de un suceso desolador inspirado en noticias reales sobre niños secuestrados.
Así, a través de una potente voz infantil en primera persona, Nuestros días serán infinitos nos traslada la experiencia de una niña rodeada de los horrores invisibles que germinan dentro de su hogar.
Sinopsis de Nuestros días serán infinitos de Claire Fuller
En el verano abrasador de 1976, Peggy Hillcoat, una niña de ocho años, ve cómo su mundo se rompe cuando su padre, un hombre obsesionado con la autarquía y el colapso de la civilización, decide llevársela a una cabaña perdida en medio del bosque europeo. Sin explicaciones ni despedidas, James convence a Peggy de que el mundo ha acabado y que son los únicos que quedan en él.
A partir de ese momento, Peggy entra en un universo regido por reglas propias: días marcados por la caza en forma de trampas y la recolección, por la escasez y el frío, por una rutina que transforma la supervivencia en una forma de juego impuesto. El único sonido musical que conoce es el de un piano de madera sin cuerdas, y la única verdad posible es la que su padre le permite conocer.
Durante años, Peggy crece ajena a cualquier otra versión de la realidad. Y mientras como lectores asistimos a su regreso a casa, intentando rellenar los huecos de qué ocurrió, seremos testigos de la narrativa que cambió para siempre la vida de una niña y cómo esa delgada línea entre el amor y la obediencia ciega la llevó a un punto de nunca retorno.
Una infancia narrada desde dentro: egoísmo, carencias y una voz que busca ser vista
Nuestros días serán infinitos se narra enteramente desde la perspectiva de Peggy. Contado en dos tiempos: un presente en el que Peggy vuelve a su casa y de alguna manera busca cómo encajar en un momento y un lugar que a duras penas reconoce como propios; y el pasado en el que asiste a urtadillas a las reuniones preparacionistas de su padre y acaba siendo secuestrada y arrastrada al interior de la Selva Negra.
Y este es, con gran diferencia, uno de los mayores aciertos de Nuestros días serán infinitos.: no hay un filtro adulto, ni corrección moral retrospectiva. Solo una niña de nueve años que asiste a cómo su mundo y su realidad va cambiando con la locura de su padre, el cual va cambiando opinión, recostruyendo la realidad en su delirio y demostrando, desde el primer momento en el que se obsesiona con el piano de madera y descuida aspectos tan esenciales como la preparación para el invierno, ser en extremo poco fiable.
A través de los ojos de Peggy, que son los de una niña, asistimos a la devoción por el padre y al egoísmo propio de la infancia. Peggy es una niña que no echa de menos a su madre ausente, ni a su mejor amiga, ni a nadie hasta que la comodidad de su casa y la suavidad de su cama acaban sustituidas por una fría y húmeda cabaña. Así, Fuller recalca lo egocéntrico que puede ser el afecto infantil donde se ama solo lo que se necesita, independientemente de si entra dentro de nuestra idea de moral y éticamente correcto.
La autora reviste así la obra de una lógica que no es ingenua, sino absolutamente coherente con la edad de la protagonista. Y eso es lo que provoca incomodidad: como lector, uno asiste a la naturalización del delirio del padre sabiendo que está dejando a una niña pequeña en un estado de total indefensión, simbolizado desde el primer momento con la zapatilla que la niña pierde en el río.
Con un pie en dos mundos (metafórica y casi literalmente hablando), Peggy reconstruye su identidad de cero en la montaña y pasa a llamarse Punzel. En esta fantasía, Punzel es vital ya que sin ella, nadie traería ardillas para comer ni ayudaría con el huerto y las tareas del hogar. En esta narrativa nueva, Punzel es vista.
Y ser vista, ser validada, es el motor oculto de todo su comportamiento.
La distancia emocional de la madre y la búsqueda de un hueco en el que pertenecer.
Uno de los puntos más interesantes de la trama en Nuestros días serán infinitos es el papel de la madre. Y es que Peggy o Punzel, llama a su madre por su nombre de pila y su desapego por ella se atestigua tanto en la línea temporal del presente como la del pasado. Nos encontramos con una madre obsesionada con tocar el piano que, aunque no desatiende físicamente a su hija, tampoco es capaz de conectar con ella emocionalmente.
En ese sentido, Claire Fuller y, sobre todo, la brillante traducción de Eva Coscullueta, resaltan esta desconexión también a través de los diálogos de la madre: como su primera lengua es el alemán, continuamente confunde los tiempos verbales y los adjetivos, haciendo que la comunicación con ella siempre presente una barrera que dificulta la empatía. Y es que Ulte es, a todos los niveles, emocionalmente inabordable. El vacío que deja en la vida de Peggy no es dramático ni grandilocuente. Es cotidiano, monótono y basado en un afecto del todo funcional.
No es de extrañar entonces que Peggy acabe totalmente volcada en la atención que le otorga el padre y que parte de sencillos juegos basados en el preparacionismo apocalíptico mundial a acabar acampando en el jardín y desatendiendo necesidades tan básicas como la higiene o la alimentación.
Dejé que los árboles me rodearan y se inclinaran sobre mí, mientras yo miraba hacia arriba a través de las copas, como por un ojo de pez. Me aceptaron como una de los suyos, me cogieron y me voltearon, de forma que el lejano cielo azul, oculto detrás de sus hojas, se convirtió en el suelo y yo floté libre.
Cuando esa sensación se desvaneció, rodé hasta tumbarme bocabajo, con los ojos al nivel de la tierra mohosa del bosque. Ante mí se extendía un bosque de rebozuelos gigantes tan vasto que se me perdía la vista en él. Desde donde estaba, pegada a la tierra, se convertían en árboles exóticos con láminas de color amarillo huevo, mucho más altos que yo. Me llené de ellos los bolsillos, estiré la parte de abajo de la camiseta como si fuera una bolsa para que cupieran más y volví corriendo a die Hütte.
Naturaleza domesticada: el bosque como reflejo de una falsa autosuficiencia
Aunque el bosque parezca ocupar el centro simbólico de la novela, su función no es la de refugio ni la de antagonista. Y es que, a diferencia de otras obras (como Hijas del norte) donde se romantiza la huida del sistema capitalista a un entorno donde la naturaleza provee todo lo que uno necesita, en Nuestros días serán infinitos el bosque permane completamente ajeno a los desvaríos del padre.
Y es que nos queda claro desde el primer momento que si bien James intenta imitar teorías leídas y conocimientos de tercera mano para sobrevivir en la naturaleza, su experiencia práctica a la hora de conseguir sustento es prácticamente nula. Será realmente Punzel la que encuentre en la naturaleza un refugio, llegando incluso a hacerse un pequeño hueco entre unas enredaderas que denomina su “nido” y que representa una forma de vientre materno natural donde se siente protegida.
Y es que, por muy bonito que suene el río cercano, el huerto sembrado y ese planteamiento a lo beatus ille, en realidad pronto comprenderemos que el bosque aquí es un símbolo de una falsa liebrtad. No es un retorno a lo esencial, sino una cárcel abierta que imita lo esencial (como los zapatos de cuerdas, la falta de ropa y calcetines, la falta de higiene o vitaminas, etc) para justificar el aislamiento.
El piano mudo y el papel de la hija-madre
Uno de los aspectos alrededor del cual orbita la vida de Punzel es el piano mudo. Así, atrapada en die Hütte, la cabaña del bosque, la niña toca un piano que no emite sonido pero que interpreta como si fuera real y él la escucha y la corrige. Ambos fingen que algo existe, que hay belleza, que todavía existe la música en su rincón en mitad de ninguna parte.
Este piano sin voz condensa el núcleo simbólico de Nuestros días serán infinitos: la ficción que se sostiene solo porque ambos la necesitan. Para Punzel, el piano de madera forma parte de una rutina muy necesaria para su cerebro infantil y también como nexo de unión y proyecto compartido con su padre. Sin embargo, para James, el piano de madera va transformando poco a poco la imagen que tiene de su hija por la de una esposa con la que, por fin, tiene la oportunidad de hacer las cosas bien, alejados de la influencia externa.
Pero lo más perturbador es que ella también necesita ese rol. En un mundo donde ya no existe nadie más, donde nadie la mira ni la recuerda, ser la única en la vida de su padre le da un propósito, le ofrece pertenencia. Y el piano, sin emitir un solo sonido, se convierte en la representación de todo eso
Cuando me volví a dormir, soñé con dos personas que morían congeladas en su cama individual, encajadas juntas formando una doble ese. Cuando el sol primaveral se colaba por la puerta, los cuerpos se descongelaban y se derretían. Un desconocido entraba en la cabaña, abriéndose paso con un hacha entre los tallos de una rosa llena de espinas que mantenía la puerta cerrada. El hombre estiraba la mano, basta y peluda, hasta alcanzar los sacos de dormir. Al abrirlos aparecía una pulpa sin rostro, como las resbaladizas entrañas de un pescado. Me desperté sudando, aterrorizada por la imagen y la sensación que se me quedó, pero fue peor darme cuenta unos segundos después de que ningún hombre podría nunca abrirse paso hasta die Hütte para encontrar nuestros cuerpos en descomposición. No quedaba nadie en el mundo más que nosotros dos.
La música que no suena, pero que ambos simulan escuchar, es la prueba definitiva de que la verdad importa menos que la necesidad.
Mi opinión de Nuestros días serán infinitos: una narración envolvente y sinestésica que te deja mal cuerpo.
Hay algo profundamente físico en la manera de narrar de Claire Fuller. No es solo por el ritmo en esa primera persona infantil, testigo de la locura del padre, sino también por lo sinestética que es a menudo la trama. Y es que Punzel nos relata con todo lujo de detalles, el crujido de las hojas secas, el frío de las noches en la cabaña, su desesperación y miedo a morir completamente sola y la belleza estacional de la naturaleza que le rodea.
Así, la lectura de la obra comienza de forma inocente y desenfadada para ir generándote paulatinamente una sensación de incomodidad persistente que acaba dejándote con un mal cuerpo importante.
No es una novela para aquellos morbosos que van en busca de las típicas escenas gore de los thrillers psicológicos más famosos. No encontrarás en ella descripciones de cadáveres ni momentos escatológicos, sino más bien una lógica deformada por los delirios de un padre que muestra, paso a paso, cómo la infancia de Peggy se destruye para sostener una obsesión enfermiza.
Por destructivo que suene, la experiencia de leer Nuestros días serán infinitos se basa en dejarse arrastrar por una ternura enferma, hasta que descubres que el verdadero horror no está fuera, sino en lo que decides creer para seguir respirando.



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