
Escritora consumada, concept artist en ciernes y adicta al trabajo. Do...
Siento un inexplicable vacío dentro de mí al terminar de escribir la reseña de esta obra. Es como si de alguna manera mi cerebro se hubiera plegado y empapado de toda la melancolía con la que Han Kang ha impregnado el libro de La vegetariana. Y a pesar de ello, de alguna manera, estoy completamente convencida de que la mayor parte la gente que se ha leído la obra no ha sido capaz (entre las que me incluyo) de rascar más que los primeros sustratos de la capa narrativa que componen la obra.
La vegetariana es una obra corta, de apenas 150 páginas, se publicó originalmente en el 2007 bajo el nombre de 채식주의자, Chaesikjuuija, pero a pesar de sus numerosos premios (el Yi Sang Literary Award en el 2005 o el Man Booker International en el 2016) no fue hasta que le otorgaron el premio nobel de literatura a Han Kang en el 2024 que se popularizó entre las masas. Bajo una cómoda edición de tapa blanda publicada por Random House, La vegetariana llega a nuestras manos para tratar temas como el aislamiento social, la violencia doméstica, la depresión, la salud mental y el suicio a través de tres relatos largos interconectados que, aunque se publicaron como tres relatos independientes, funcionan como tres actos de la misma obra.
Esta es una historia de tristeza, silencio, desconexión y soledad. Te cuento qué me ha parecido personalmente y lo que he extraído de ella aquí mismo.
La vegetariana: argumento de una novela sobre la soledad de la vida moderna
Yeonghye no es feliz. O, al menos, eso es lo que podemos extraer de las narraciones en primera persona de los tres relatos largos que componen el libro: “La vegetariana”, “La mancha mongólica” y “Los árboles en llamas”. Cada uno de ellos está narrado desde la perspectiva de las personas que más en contacto están con ella: su marido, su cuñado y, por último, su hermana. Y es precisamente debido a que el foco de atención está puesto en terceras personas que somos, de alguna manera como lectores, cómplices del aislamiento de Yeonghye y aliados en el desconcierto de su burbuja social externa.
El caso es que Yeonghye no es feliz, pero a nadie le importa. Durante años se ha conformado con ser la mujer mediocre de un hombre frío, quedándose en casa y cocinando para él, asentada de alguna manera en una rutina de sometimiento que acaba devorándola internamente. Primero llega el insomnio, luego las pesadillas y un día se levanta de madrugada y decide tirar a la basura todo producto de origen animal que haya en su casa.
Evidentemente su marido no la comprende. Sus padres tampoco. Y conforme la situación se va alargando y Yeonghye empieza a perder peso, la reacción de rechazo de su entorno se va volviendo cada vez más violenta. Al fin y al cabo, su marido no quiere a alguien incapaz de acompañarle a una comida de negocios con su familia y, por mucho que su cuñado se obsesione con la mancha mongólica que esta tiene oculta en una nalga, su desapego emocional y su carencia de pudor acaban arrastrándola hasta ser considerada clínicamente desquiciada. Pero aquí cabe preguntarse ¿está tan loca Yeonghye como cree el resto? ¿o es su decisión de no comer carne el preludio a un suicidio lento, consciente y romántico cada vez más apoyado por la falta de comprensión de su familia?
Violencia doméstica, silencio y hambre: el verdadero depredador en La vegetariana
La vegetariana tiene, como ya os he dicho antes, el espectacular acierto de centrar el punto de vista de los dos primeros relatos en dos hombres coreanos que representan con un acierto devastador lo que es la violencia machista en Corea del Sur. Al fin y al cabo, estamos hablando de uno de los países del primer mundo con más violencia sexual (en 2023 en Corea del Sur se reporta una mujer asesinada o víctima de un intento de asesinato por parte de su pareja cada 19 horas y la tasa de violencia sexual aumentó un 26% respecto al año anterior).
De esta forma, empezamos con un relato del marido que intenta, con su tono racional y del todo lógico, alienarnos a los lectores con su forma de ver a Yeonghye, su mujer. Así, queda patente desde el primer momento no solo que no la considera bonita, ni especialmente interesamente o agradable, sino que poco a poco vamos constatando cómo para él su esposa (igual que veremos con Inhye en “Los árboles en llamas”), cumple una función de servidumbre doméstica y sexual totalmente gratuita. Los primeros compases del relato nos dejan clara su visión de la mujer: no solo no es bella sino que le molesta en exceso el hecho de que no cumpla a rajatabla las reglas sociales que la someten y la desproveen de una sexualidad propia, como el hecho de que no quiera llevar sujetador en ocasiones por la calle cuando no tiene, según él, el cuerpo para hacerlo. Dice de esta forma literalmente que «si al menos hubiera usado un sostén con relleno, no me habría hecho quedar tan mal cuando la presenté a mis amigos» dejando claro desde este punto una dolorosa verdad que se entrelaza brillantemente con el resto del texto y con la decisión de Yeonghye de dejar de comer carne: el hecho de que el mundo parece creer que su cuerpo no le pertenece.
Solo confío en mis pechos. Me gustan mis pechos, pues con ellos no puedo matar a nadie. ¿Acaso las manos, los pies y los dientes, e incluso la lengua y la mirada, no son armas con las que se puede matar y herir a cualquiera? Pero los pechos no. Mientras posea estos pechos redondos, estoy segura. ¡Todavía estoy a salvo!
Algo tienen sin duda en común las protagonistas femeninas de la obra y es que nos dejan ver la ausencia total de responsabilidad afectividad que tienen los hombres a su alrededor. Ambas han seguido el camino preestablecido que dicta la sociedad y que se supone que les dará la felicidad, amoldándose a los cánones normativos y mantiendo siempre una apariencia externa del todo feliz y ausente de problemas, incluso cuando su interior grita desesperado. Esto, que vemos más claramente en “El árbol en llamas” donde Inhye, que se ha operado para tener los ojos más grandes y más atractivos, acude cada día a la tienda de cosmética que regenta con la ropa perfecta y una sonrisa a pesar de estar sumergida en una depresión paralizante.
Recordó que se decía, sin despertarse del todo, que si aguantaba ese instante todo estaría bien por un tiempo. Recordó que borraba el dolor y la vergüenza que sentía con el letargo que le proporcionaba el sueño. Recordó que en la mesa del desayuno, a la mañana siguiente de esas noches, sentía el impulso de clavarse los palillos en los ojos o de echarse sobre la cabeza el agua hirviendo de la tetera.
Este camino preestablecido (encontrar un novio, casarte, estar disponible sexualmente para él en cualquier momento, encargarte de la casa, darle hijos) y que las hace miserables a ellas (y al marido de Inhye también, tal y como funciona la espada de doble filo que es el machismo) las condena a un estado de servidumbre moderna similar a la esclavitud de antaño. Ellas no tienen necesidades, ni merecen consideración y, si algo las atribula, deben lidiar con ello en soledad. Esto nos queda dolorosamente claro cuando Yeonghye le confiesa a su marido que está teniendo sueños desgarradores que le impiden comer carne y que la mantienen en un estado de insomnio problemático, pero este confiesa que «no le preguntaba nunca sobre el contenido de esos sueños», desatendiendo hasta ese punto las necesidades básicas de comunicación de su mujer.
Su total carencia de responsabilidad afectiva y la brutal violencia que ostentan todos los personajes masculinos se percibe a muchos niveles: hay violencia emocional cuando el marido de Yeonghye ni se plantea acudir a un especialista ni buscar tratamiento para su mujer a pesar de que esta está muriéndose de hambre delante de ella (p.23); hay violencia médica cuando el psiquiatra parece molesto por la falta de mejoría de su paciente e intenta quitársela de encima de cualquier manera; violencia sexual en cómo imponen la copulación de manera unilateral ambos maridos presentes en la obra y violencia física explícita en el maltrato del padre a Yeonghye (tanto pasado como presente con la bofetada en el restaurante).
Cuando volvía tarde a casa de alguna reunión, se abalanzaba sobre mi mujer impulsado por el alcohol. Incluso sentía una inesperada excitación cuando le bajaba los pantalones sujetándole los brazos, mientras ella forcejeaba. Dirigiéndole insultos en voz baja mientras ella se me resistía con todas sus fuerzas, lograba penetrarla en una de cada tres oportunidades. Entonces se quedaba mirando el techo en la oscuridad con los ojos vacíos, como si fuera una esclava sexual forzada por los nipones.
Lo peor de estas agresiones es cómo se espera que las mujeres sigan adelante sin denunciar al marido, levantándose cada mañana para seguir preparándole el desayuno, arreglarse y salir a la calle con ese silencio convertido en una bola que se va agrandando hasta impedirles respirar. Al fin y al cabo, nos encontramos en una sociedad que estigmatiza a las mujeres donde a menudo el agresor acada demandando a sus parejas por difamación y donde la violación conyugal no está tipificada ni penada en ninguna de sus leyes.
Una vez que comprendes hasta dónde llega la violencia y la manera en la que la han normalizado en la sociedad, comprendes por qué Yeonghye llega hasta donde llega por recuperar lo único que le queda: la posibilidad de destruir unilateralmente su propio cuerpo
El vegetarianismo en la obra y el aislamiento impuesto por un mundo que socializa a través de la gastronomía
Una gran parte de la comunidad vegetariana y vegana han encontrado en la obra de Han Kang una referencia real y palpable al aislamiento e incomodidad que provoca en el resto el hecho de no consumir carne ni productos animales. Y es que, a pesar de llamarse “la vegetariana”, Yeonghye rechaza en la obra cualquier producto de procedencia animal (incluyendo huevos), lo cual la colocaría más bien dentro del veganismo.
De cualquier forma, la elección nutricional de Yeonghye no es, ni mucho menos, producto de una decisión lógica, razonada o sustentada en principios medioambientales sino un grito desesperado por reclamar el control de su propio cuerpo. Debido a que el origen de esta elección no viene del amor ni del autocuidado, los resultados acaban empujando a la protagonista a un estado de malnutrición que resonde a una clara adicción al control derivado del hecho de que, desde pequeña, jamás se le ha dado la posibilidad de elegir prácticamente nada.
Lo que sí que es cierto y que resuena en la obra es el aislamiento al que se ve forzada Yeonghye cuando decide dejar de comer carne y donde muchos vegetarianos o veganos podemos vernos representados. Así, la autora nos deja claro a través de una serie de descripciones profundamente sinestésicas cómo uno de los pilares que aportaban valor a la protagonista a ojos de su marido era su forma de cocinar. Las descripciones que este hace de la comida abren el apetito al lector y se apoyan de la magnífica prosa poética de Han Kang para describir las recetas a un nivel que solo había visto retratado en obras como la de Hisashi Kashiwai (Los misterios de la taberna Kamogawa)
Después de casarnos, los fines de semana me preparaba platos que no estaban nada mal, como panceta de cerdo a la sartén, que sabía dulce y aromática después de dejarla marinada con jengibre y jarabe de almidón; o su especialidad, que consistía en carne cortada fina y condimentada con pimienta, sal horneada en caña de bambú y aceite de sésamo, y que enharinaba con arroz glutinoso en polvo para asarla en la sartén como si fueran pequeños crepes. También sabía preparar muy bien el arroz con brotes de soja, que hacía dorando primero en la sartén el arroz con aceite de sésamo y carne picada y cociéndolo luego en la olla con los brotes de soja encima.
Es ilustrativo el hecho de que a su marido no le importa que no coma carne, sino solo que deje de cocinársela y que su mujer, ya solitaria de per se, no pueda participar de ningún evento social. El aislamiento al que se ve forzada Yeonghye y que tan manifiesto queda en la escena del restaurante, donde todos hablan de ella y critican sus elecciones alimenticias como si no estuviera presente (reforzando de nuevo esta idea de que no merece ni la más mínima consideración), es un detonante de la caída en pico que sufre su salud mental.
Al fin y al cabo, hablamos de que su decisión de volverse vegetariana/vegana es un deliberado salto fuera de la principal fuente de socialización de Corea del Sur: el reunirse en grupo para comer, el hogar de la barbacoa coreana, el hanjeongsik, y donde en 2023 solo el 0.5% de los adultos del país se declaraban vegetarianos.
¿Qué es lo que cortaré con mi cuerpo que me estoy poniendo tan afilada?
El trauma como semilla de la enfermedad: Inhye, la hermana que no pudo romperse
No deja de ser especialmente representativo el hecho de que Yeonghye decida dejar de comer carne en un intento desesperado por recuperar el control de su vida mientras tiene perpetuamente sueños en los que devora y asesina a otras personas. Su necesidad imperiosa y hasta desesperada por reprimir la violencia que la asalta y que nos muestran algunos de sus sueños hace que nos preguntemos como lectores quién es el verdadero depredador de la historia. ¿Lo es el marido, capaz de violar a su mujer; el padre, que la golpea brutalmente? ¿O es esa mujer que decide, siguiendo la tradición de todo lo que ha aprendido, sacrificar su cuerpo y su vida para no desarrollar de nuevo a una bestia agresiva capaz de destruir todo lo que la rodea?
Ya no puedo dormir ni cinco minutos seguidos. Apenas me abandonan la conciencia, sueño. No, ni siquiera se puede decir que sean sueños. Son escenas breves que me asaltan de forma intermitente. Ojos feroces de bestias, formas sangrientas, cráneos abiertos y de nuevo ojos de fieras. Son ojos que parecen nacidos de mis entrañas. Cuando abro los míos temblando, me miro las manos.
Reviso si mis uñas siguen todavía blandas, si mis dientes siguen todavía romos.
La obra gira en una metáfora poética que, de alguna manera, romantiza el suicidio al demostrar cómo Yeonghye decide arremeter contra su cuerpo porque es lo único sobre lo que tiene control y cómo la sociedad vuelve a constreñir su capacidad de acción al ser encerrada en un hospital psiquiátrico e intubada.
De cualquier manera, en la última parte de La vegetariana, el relato da un giro silencioso pero desgarrador. Aquí nos alejamos de los narradores masculinos para sumergirnos en la mente de una mujer que encarna el síndrome de la cuidadora y que nos habla no solo del trauma familia y cómo este va germinando y creciendo desde la más tierna infancia si no lo tratas a tiempo, sino también de cómo afecta internamente ser el soporte emocional y psicológico de un marido con una total carencia de responsabilidad afectiva o de un familiar con un trastorno mental.
Y es que Inhye no es una mujer feliz. Es una mujer funcional. Es decir, una de esas figuras que la sociedad premia por seguir adelante sin importar cuánto duela. Su testimonio nos muestra a alguien que ha sacrificado absolutamente todo por los demás: primero por su familia, luego por su hijo, y ahora por su hermana. Una mujer atrapada en un rol tan asfixiante como el de Yeonghye, solo que más silencioso, menos visible. Si su hermana se rebela dejando de comer y abandonando la humanidad hasta convertirse casi en árbol, Inhye se inmola de forma opuesta: conservando su cuerpo intacto pero dejando que su alma se apague.
Volvió a recorrer con la vista los objetos de la casa. Nada de lo que había allí era suyo. Del mismo modo que su vida no había sido nunca su vida.
Y ahí es donde Han Kang suelta una verdad aplastante que nos habla de las consecuencias del burn out cuando Inhye piensa que: “si no hubiera sido Yeonghye la que cayó, habría sido yo”.
La narración nos deja entrever entonces la brutal paradoja del síndrome de la cuidadora: Inhye vive únicamente para mantener en pie los restos de una familia rota. Su vida gira en torno a dos personas que dependen completamente de ella, pero nadie se preocupa por su bienestar. Su depresión es un lujo que no puede permitirse. Y en esa falta de espacio para sí misma, lo que vemos es una enfermedad emocional tan intensa como la de su hermana, solo que más socialmente aceptada, porque es lo que la sociedad coreana espera de las mujeres: sacrificio, entrega, ropa bonita y una sonrisa aunque sientas que por dentro todo se desmorona.
Que en realidad le era imposible tener cerca a Yeonghye, que no podía soportar las cosas que ella le recordaba, que, en el fondo, sentía rencor hacia su hermana, que no podía perdonarle la irresponsabilidad de perder la cordura y, menos todavía, que se hubiera ido sola al otro lado de los límites tras haber hundido su vida en un lodazal.
El círculo se cierra así con una especie de simetría trágica: Yeonghye decide convertirse en árbol para huir del dolor, mientras que Inhye se convierte en las raíces que sostienen a los demás. Y ninguna de las dos, a su manera, puede florecer.
Mi opinión de La vegetariana, de Han Kang
Hay pocas novelas que sean capaces de transmitir en tan pocas páginas la desesperación, la tristeza y la desconexión que posee La vegetariana. Quizás es por el hecho de que todas nos vemos algo reflejadas en Inhye (debido al complejo de Wonderwoman patente, la necesidad de estar siempre listas, siempre en forma, escalando en el mundo laboral, realizando malabares con nuestra vida profesional y nuestro desarrollo personal), quizás por la belleza con la que da voz al rechazo que la sociedad demuestra todavía hoy en día hacia los vegetarianos y veganos.
Quizás todas llevamos dentro una semilla de Yeonghye y un tallo de Inhye. Quizás, si cerramos los ojos y escuchamos con cuidado, notemos el crujido de nuestras propias raíces bajo el peso de lo que sostenemos cada día sin que nadie lo vea. Porque hay cuerpos que se marchitan por dejar de comer, y hay almas que se pudren por no poder parar nunca de alimentar a los demás. Y en esa dicotomía florece esta novela como un jardín sin sol: hermoso, lúgubre, lleno de ramas torcidas que huelen a pérdida, a insomnio, a pieles que no nos pertenecen pero que no podemos dejar atrás.
0 comentarios en este post
Deja un comentario
Kinishinaide! No publicaremos tu email ni te spamearemos sin tu permiso