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NOTA: 5.8

La palabra perfecta es una trepidante historia de cultura, monjas y niños secuestrados

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Escritora consumada, concept artist en ciernes y adicta al trabajo. Do...


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Imágen destacada - La palabra perfecta es una trepidante historia de cultura, monjas y niños secuestrados

Fran Heredia solo aspiraba a pasar el resto de su vida en La Charada, enseñando lengua y literatura a un grupo de niños que solo quieren leer Harry Potter y Crepúsculo y jugando al dominó con sus amigos del pueblo.

Sin embargo toda su pacífica vida se pondrá patas arriba cuando un fiscal se presenta en su casa con toda la intención de involucrarlo en una trama de secuestro de niños. Al parecer, algún loco enfermizo ha secuestrado a un grupo de niños y está retransmitiendo, en directo, su vida encerrados en una habitación. Ahora, debido a una desafortunada coincidencia, Fran se ha convertido en la única pista para poder llegar a esos críos, y España entera no dudará en convertirlo en cabeza de turco de todas las calamidades educativas que asolan a España.

Una novela no apta para lectores de prosa ligera

Está claro que La palabra perfecta no es un libro fácil de leer. El autor y el propio narrador de la historia se confiesan como profundos amantes de las palabras, tanto que a veces hasta se saltan la cuarta pared para hablar directamente con el lector, al que le cuentan la historia, y pedirle perdón por inventarse sus propios términos que considera mucho más acertados que los ya existentes.

Continuamente, Fran Heredia se perderá en reflexiones internas y monólogos en los que pone al lector a su mismo nivel intelectual y donde no faltan abundantes referencias a grandes autores y libros de la literatura universal y sus personajes. Entre sus actos y descripciones se produce un fuerte contraste entre la forma de narrar del propio autor y la manera de expresarse de los andaluces con los que habla.

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—El pájaro ese t’a mentao, Fran —oí decir a Román. El chico de los mandaos, Román, era un sordo incallable (lo siento, seguiré inventando palabras, y no puedo escribir mandaos de la manera oficial, «mandados». Es imposible pronunciar «mandados». Pruebe. Mandaos). pero seguía siendo el mismo crío desgraciado que se había quedado sin padres siglos atrás. Vivía entre los brazos del pueblo, comiendo aquí y allá, durmiendo en una casa que los desempleados le limpiaban por turnos. Él les daba los duros que pillaba haciendo recados, y así vivía su tiempo. Debía ser corto de oído desde siempre, pero lucía ojos de búho, vista de lince y una capacidad sin igual para leer los labios a distancia, y para entrometerse en conversaciones ajenas. Román no había renunciado al verbo. Su palabra perfecta era habichuela.

De esa forma, La palabra perfecta cuenta con una mezcla de la pretenciosa intelectualidad de los ermitaños mezclado con las fiestas y la alegre cercanía de los andaluces campestres. Es una mezcla entre Lorca y teatro de barrio que extraña y te va atrapando poco a poco.

Frente al cultismo del monólogo interior del narrador, cargado de larguísimas descripciones que vagan una y otra vez por los paisajes, nos encontraremos las formas acortadas al hablar de sus vecinos andaluces que tan bien aparecen retratados en la obra. Está claro que el señor Heredia no encaja del todo con el pueblo al que ha decidido vivir y que, poco a poco, irá descendiendo, como Alicia por la madriguera del conejo, a un mundo subterráneo de locuras y esperpentos que pongan de testigo la corrupción del primer mundo.

Una crítica a la sociedad, al sistema educativo y a la autoridad

Fran tendrá varios encontronazos a lo largo de la novela con figuras de autoridad a las que claramente el autor intenta retratar como los propios señores grises de la novela Momo: hombres sin espíritu ni corazón a los que los mueve una lista de formalismos y normas a cumplir.

Uno de esos retazos es el momento en el que Fran se encuentra con el inspector de educación de su centro que empieza chantajeándole con sus incentivos presupuestarios si no aprueba a todos los alumnos. En este punto, el autor aprovecha para burlarse de la imposición de las nuevas tecnologías, las formas de enseñanza impuestas y otra serie de trámites burocráticos que, más que ayudar a los alumnos, entorpecen la enseñanza.

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- ¿Cómo trabaja el Plan Estratégico de Desarrollo de las Lenguas en la región?

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- Muy bien, gracias.

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- Concrete, por favor.

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- Enseño literatura en inglés, peruano, mandarín y bielorruso. Soy nativo, por parte de madre.

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- Mire usted, don Francisco, se está jugando el puesto. Puedo determinar que no es competente para dar las clases que le corresponden con arreglo a las normas establecidas por los planes de escolarización del cuatrienio. Y en ese caso…

Ante todas estas situaciones, el protagonista reacciona burlándose del resto, esgrimiendo una coraza de superioridad intelectual que oculta lo enormemente vulnerable que es por dentro (recordemos el primer capítulo cuando se echa a llorar y a beber para procesar la noticia que le ha dado el fiscal del caso).

En la novela, el autor explica que a menudo los movimientos erráticos de la turba y de la gente que en un primer momento nos parecen cosas demenciales al verlas en el noticiero, no son más que reacciones a una vida miserable e injusta en la que las clases poderosas aplastaban a los indefensos. Y para ello, sin ánimo de ser populista, se vale de los testimonios de un Guardia Civil local llamado Marcial:

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Una pobre muchacha se encontraba una tarjeta de crédito por la calle, la usaba para comprar leche con la que alimentar a sus dos hijas pequeñas y le caían dos años de cárcel. Por ladrona. Quintana tenía ejemplos de sobra. Un jovencillo robó un móvil, se arrepintió a los minutos y lo devolvió. Aún con atenuantes, ingresó en prisión dejando solos a un padre incapaz y a un hijo sin madre. Todo porque tenía antecedentes por robar caramelos en la tienda del barrio. Y por un teléfono.

Poco a poco el clima violento de una España convulsa que se vuelca hacia lo políticamente correcto, hacia una reforma educativa que pretende eliminar materias consideradas básicas para la formación cultural de las nuevas generaciones, se va gestando y va estallando en pequeños focos hasta que no hay vuelta atrás, involucrando a Fran Heredia y a su búsqueda de la palabra perfecta.

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Al encuentro no faltaba nadie. Estaban los y las padres y madres reunidos y reunidas en la asociación de asociaciones de padres y madres liberales y liberalas; la asociación libre de profesores de colegios públicos de la tierra; en medio de los anteriores, los sindicatos de estudiantes, que no entiendo yo para que se sindican los estudiantes si los estudiantes lo que tienen que hacer es estudiar y no defender unos derechos laborales que quizá nunca adquirirán por la vía normal, la del trabajo. Conozco las acepciones de la palabra sindicato. Y sé que el mayor derecho del estudiante es ése, estudiar (acentúo los pronombres y el adverbio sólo por rebeldía. Sé que la norma dice otra cosa, insisto).

Historias del segundo y tercer mundo que el primero no quiere oír

Intercalados con los capítulos de Fran en su idílico pueblo andaluz, La palabra perfecta nos va mostrando retazos de la vida de niños que nacieron en un mundo sin oportunidades pero a los cuales siempre se les achaca el hecho de ser “afortunados”. Por sobrevivir. Por estar vivos a pesar de las circunstancias.

Historias como la de Li Xue, una niña escondida por sus padres en la China comunista porque no se les permitía tener un segundo hijo y a la que se le negó la identidad. Historias de jóvenes pobres, víctimas de la guerra, rebotados de una punta a otra por el mapa y convertidos en juguetes en manos de ricos que nada valoran y nada aprecian o, incluso al contrario, historias de ricos que permiten que los sacerdotes abusen de sus hijos en pos de la recompensa celestial por semejante sacrificio

Mi opinión sobre La palabra perfecta

La palabra perfecta es una novela de altibajos: entre sus páginas se van intercalando reflexiones y críticas realmente fascinantes con otros que realmente no aportan tanto. Por momentos tuve la impresión de que Fran, el protagonista, se sentía tan la obligación de describirnos la ciudad de Madrid, los antecedentes culturas de los espacios o los paisajes que acababa perdiendo el hilo sobre la trama principal y sacándonos de la acción.

A pesar de que la historia me interesaba personalmente y que estaba deseando saber cómo se resolvería la situación de los niños verdes, nunca llegué a entender muy bien qué era lo que hacía que la novela avanzara y de dónde aparecían los variopintos personajes que en poco o nada parecían conectados a la trama de los niños verdes. Desde el fiscal que va a interrogar a un sospechoso en La Charada y del que no se vuelve a saber más hasta la monja guerrillera que desaparece de la nada, la sensación general que tenía era que faltaban muchas cosas por explicar y que una y otra vez incurríamos en un deus ex machina.

Eso no quiere decir que la novela no sea disfrutable. De hecho, las partes que más me impactaron y donde la prosa poética y descarnada del autor reluce con más fuerza es precisamente en los capítulos de los niños, donde en apenas una o dos páginas nos introduce en contextos de verdaderas penurias que nos parecen tan lejanas y al mismo tiempo tan reconocibles por todos. Historias de hambre, de dolor y de penurias en las que una y otra vez, el autor nos repite que esos niños son afortunados porque la situación podría ser mucho peor, pero que como hijos del primer mundo no podemos dejar de lamentar.

La figura de Fran Heredia está muy bien construida: es el antihéroe perfecto. Es cobarde, un poco llorica y suele escaparse de todos los problemas que le rodean y ahogar sus penas en cervezas y alcohol. Sin embargo, nada te prepara la aparición del resto de los personajes rocambolescos. A excepción de Luzía y de el antiguo mentor del protagonista, el resto de personajes que aparecen de la nada y que lo van conduciendo hacia la solución sobre el misterio de los niños de verde aparecen de la nada, sin introducción previa y de una forma extremadamente rocambolesca: un viejo con una bicicleta que casualmente sabe cosas acerca de Luzía, una monja armada o incluso una niña militante que aparecen y desaparecen sin demasiado sentido.

Está claro que Antonio Domingo ha sido realmente osado al plantearse esta novela y que, estés de acuerdo o no con lo que plantea (que no revelaremos por tema de spoilers), defiende su postura con pasión y energía. La forma de escribir del autor es diferente a lo que estamos acostumbrados, pero no por ello es negativo. Disfruté mucho de algunas partes de la novela aunque la conexión entre los personajes sea algo caótica. Sin duda, me encantará conocer la evolución del autor como escritor, ya que creo que tiene un talento difícil de concretar y realmente inusual.


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