Boris, el niño patata, la tercera entrega de la fascinante trilogía de Anne Simon después de El cantar de Aglaé y Emperatriz Cixtitis, es una novela gráfica que desafía las convenciones y te invita a reflexionar acerca de la maternidad, el capitalismo y los comienzos de situaciones tiránicas y de abuso de poder a través de unos dibujos sencillos, extraños, tuberculosos y al mismo tiempo pregnantes.
Simon realiza de esta manera una crítica mordaz de nuestras tendencias consumistas y los abusos que resultan de ellas, utilizando la narrativa gráfica de una manera ingeniosa y provocadora y empleando como vehículo conductor a un odioso pero adorable niño tubérculo que se arrastra de un lado a otro como un dictador enfevrecido y con un uniforme típico bávaro y su perrito de madera de un lado a otro. Esta es una historia que o bien adoras o bien odias, no hay término medio. Así que ábrete una cerveza fresquita y coge una bolsa de patatas fritas porque este relato tiene mucha más profundidad de la que aparenta en un primer momento.
Boris, el niño patata nos sumerge en un universo donde Aglaé, una vez reina y ahora despojada de su corona, se encuentra tiranizada por su propio hijo, reducida a la nada. El escenario se sitúa en un apacible pueblo donde, en teoría, todos viven en armonía. Sin embargo, este equilibrio se rompe brutalmente cuando a Boris, en su búsqueda por la gloria, se le ocurre una brillante idea para esclavizar a todo el pueblo.
Como un reflejo distorsionado de nuestra realidad, Boris comienza a repartir billetes con su cara entre los ciudadanos, creando una economía artificial. Después, pone un puesto de patatas fritas regentado por su pobre madre. Conforme los habitantes se van enganchando poco a poco a estos conos de patatas, tan diferentes de la verdura hervida de la que se alimentaban antes, Boris acaba generando en ellos la necesidad de obtener más billetes para consumir su producto. Pronto toda la idílica sociedad que había creado Aglaé se cae a pedazos conforme la gente se ve abocada a obtener un trabajo explotado y mal pagado para acceder a las patatas fritas y la cerveza que monopoliza Boris, convirtiendo al mismo tiempo a este pequeño niño tubérculo en el nuevo gobernante de un pueblo ahora infeliz y reprimido.
Boris, el niño patata es una crítica aguda y amarga al consumismo y al capitalismo. De una forma brillante tal y como había hecho anteriormente criticando la corrupción que provoca el poder en El cantar de Aglaé, la obra pone ante nuestros ojos el ciclo de siembra de deseo o consumismo al que estamos continuamente expuestos en nuestro día a día. Para ello, Anne Simon nos introduce en una sociedad idílica a la que cualquier foráneo a los anteriores tomos puede acceder (ya que Boris, el niño patata puede leerse perfectamente aunque no hayas tenido en tus manos El cantar de Aglaé y Emperatriz Cixtitis) y donde la comunidad cuida de sí misma: la crianza de los niños es algo colectivo, la economía se basa en el trueque y todos, a excepción de aquellos que fueron protagonistas de los gobiernos anteriores.
En este contexto, Boris aparece de pronto como un elemento inestabilizador cruel y tiránico: a través de promesas, un mensaje claramente marketiniano y un producto que engancha a la gente (las patatas fritas primero y la cerveza después), Boris introduce un sistema económico en el pueblo para hacer dependiente a la gente de él cuando van en busca de más patatas fritas. Así, la obra se convierte en una metáfora vívida del ciclo de deseo capitalista , destacando la naturaleza destructiva de un sistema que valora más el consumo que el bienestar humano. Boris, con sus ideas misóginas y tiránicas representa el capitalismo en su estado más crudo, imponiendo su voluntad y manipulando a los demás para su beneficio.
Simon utiliza esta narrativa para explorar los efectos devastadores del consumismo desenfrenado y la explotación inherente en las sociedades capitalistas contemporáneas. La vida sencilla y pacífica que antes se disfrutaba en el pueblo es arrasada por la tormenta de la avaricia y el deseo, mostrando la corrupción moral que puede ser alimentada por el sistema capitalista.
El dibujo de Boris, el niño patata, nos acompaña en esta estela de destrucción. Acompañado por el absurdo y por muñecajos que nos recuerdan a los potentes tebeos clásicos, la novela gráfica convierte a las patatas fritas en un ejército, un recurso de la explotación capitalista y un símbolo del consumismo desenfrenado. Y así, conforme ves lo fácilmente que Boris introduce dentro de la vida de esos ingenuos ciudadanos un mal tan horrible, acabas preguntándote si realmente necesitas un skin care de 12 pasos importados de Corea del Sur… y si no eres víctima tú misma de un complejo entramado y dirigido por varios señores con cabeza de tubérculo desde hace años.
El estilo de dibujo de Anne Simon, aunque coherente con sus anteriores volúmenes, es si cabe más original y único en esta tercera parte. Y es que Boris, el niño patata mezcla elementos de la cultura mitológica y pop con el imaginario popular, dando lugar a un universo visual tan abundante y extraño que puedes esperar que las ninfas sean madres, los pájaros secretarias y las patatas fritas compartan a su vez el rol de soldado y de delicioso aperitivo. Boris, nuestro niño patata, es en el fondo un personaje entrañablemente mono y adorable cuya apariencia preciosa mientras arrastra su diabólico perrito de madera contrasta fuertemente con su personalidad, que puede llegar a ser realmente cruel, especialmente con su madre.
En este universo peculiar encontramos todo tipo de criaturas y personajes híbridos: desde un ser parecido a un perro/gato que lleva riendas de caballo en la boca, hasta criaturas con rasgos de pájaros, un grupo de caballos danzantes que parecen sacados de una revista de fitness de los años 50 y más. La vestimenta (o la ausencia de ella) es completamente variada, generando continuamente una experiencia de lectura surrealista que no se detiene en la representación de la crueldad mental (Boris es realmente cruel con su madre) e incluso incluye personajes que caen en la prostitución o son encerrados en un agujero con serpientes, entre otros destinos igualmente sombríos. Todo ello está remarcado y subrayado con líneas de contorno gruesas y viñetas desbordantes de elementos, símbolos y detalles que hacen que, como en todas las obras de Anne Simon, te invite a releer una y otra vez la misma página que acabas de completar.
Y es que no lo voy a negar, la obra requiere de la capacidad de dejarse desorientar y aceptar el surrealismo extraño y absurdo de Anne Simon: está hecho para aquellas personas que puedan aceptar que las patatas fritas podrían convertirse en un ejército al servicio de un niño-patata. Este tipo de humor nonsense y los excelentes dibujos son parte del encanto y la singularidad de la obra de Simon.
La relación de Boris con su madre, Aglaé, es posiblemente uno de los elementos más impactantes y significativos de la obra. Boris, un niño dictatorial, convierte a su madre, una reina, en nada. Este trato y la disminución de su figura materna se presentan como una alegoría potente de cómo a veces el cuidado de los hijos, cuando se convierte en la única razón de existencia de las mujeres, puede acabar derivando en la pérdida de la identidad, fortaleza y lucha de estas mujeres.
Así, Boris, en su papel de hijo dictatorial, se convierte en un símbolo inquietante de las maternidades absorbentes que aprisionan a las mujeres en roles de servidumbre, anulando su identidad. Lejos de valorar y respetar la figura materna, la reduce a una mera cuidadora, una sirvienta a su servicio y al de sus caprichos**. Este comportamiento resulta inquietantemente revelador de cómo las estructuras tradicionales de familia pueden llevar a las mujeres a perder su individualidad y convertirse únicamente en proveedoras de cuidados. Al privar a Aglaé de su corona y de su estatus, Boris despoja a su madre de su identidad y de su valor como individuo. De esta forma, Anne Simon denuncia, a través de este personaje y su comportamiento, una forma de maternidad que anula a las mujeres y las reduce a meros instrumentos al servicio de sus hijos.
La obra repite asimismo algunos temas y tropos que habíamos visto en El cantar de Aglaé. Sin ir más lejos, el odio que Boris siente hacia Simone simboliza el modus operandi de un maltratador, que arremete contra el movimiento feminista porque teme la posibilidad de que las mujeres sean capaces de derrocarle. Al mismo tiempo, en cuanto Simone obtiene suficiente poder como para presentar batalla, este vuelve a corromperla y rechaza dentro de su movimiento la participación y ayuda de cualquier hombre, convirtiéndose en el polo opuesto y al mismo tiempo radicalizado al que presenta Boris.
Boris, el niño patata continúa el legado de Simon, mostrando su capacidad única para contar historias que no solo entretienen, sino que también nos obligan a enfrentarnos a realidades desconcertantes y a cuestionar nuestras propias acciones.
La obra de Anne Simon es un auténtico viaje surrealista. Su dibujo, soberbio, extraño, humorístico y plagado de detalles, te arrastra a un universo donde lo mitológico y lo popular conviven. Pero no nos engañemos, este viaje no es para todos. Boris, el niño patata es una obra que puede polarizar las opiniones: puedes amarla por su originalidad y su visión crítica, o puedes rechazarla por su extravagancia y su crudeza. Es un relato que no se agota con una, ni dos, ni siquiera tres lecturas. Cada vez que te sumerges en sus páginas, descubres nuevos matices, nuevas interpretaciones. Y estoy segura de que aún hay aspectos que se me han escapado. Este juego de palabras, imágenes y simbología tuberculosa que sugiere más de lo que muestra, es la verdadera magia de Anne Simon.
Oscuro, extraño, pero increíblemente poderoso, este relato gráfico se mantendrá contigo, provocándote ya sea amor o repulsión, pero asegurándose de que reflexiones sobre los temas que plantea. Definitivamente yo estoy deseando que La Cúpula, tal y como hicieron con Croqueta y empanadilla, pongan a la venta un muñeco de Boris. Porque ¿quién no querría sobre su escritorio a ese pequeño tirano con su trajecito mirándote con odio y avidez?
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