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Juego de reinas

Editorial: Edhasa
8.7
Cuando Tautinkom, rey de Erin, cae destronado por Irvyn El Blanco, sus dos hijas se ven obligadas a separarse. Elvia, la montañesa, seguirá a su padre en el destierro a tierras galaicas. Sin embargo, Wen, conocida como la Dama Blanca, quedará cruelmente cautiva en manos del nuevo rey, a quien jurará venganza eterna. Más allá de la torre de Breoghan, el propio destino y el mar del Norte alejan a quienes nacieron para ser libres, a quienes han de devolverle la libertad a su pueblo. Son tiempos de guerra, de traición, de pasiones…, y las naciones celtas se tambalean. Los caudillos llaman a sus ejércitos a la guerra, mientras que los druidas, aquellos que pueden ver tras las fronteras del futuro, presagian tiempos oscuros. Roble Gris, el más poderoso de ellos, augura lo inevitable. Ambas hermanas han sido predestinadas a encontrarse de nuevo… Y ya nada será lo mismo.

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La tormenta perfecta arrasaba las verdes tierras de Erin.

Los relámpagos y su luz espectral encendían entre destellos y sombras el bosque sagrado. Un centenar de robles milenarios se convertían en testigos y cómplices. Un guerrero, aterrorizado y solo, se enfrentaba a la crueldad de su destino.

En otro tiempo, en días menos oscuros, hubiese creído que era invencible, que las flechas no podrían alcanzarlo y que una espada no podría verter su sangre. Pero las heridas no mienten y la sangre no suele atender a razones. Se había agazapado tras un tronco aún humeante. La lluvia, que su cuerpo febril soportaba, le calaba los huesos. Temblaba de frío. Y tenía miedo.

Wen comenzó a asestar puñaladas salvajes sobre el cuerpo del hombre, quien, envuelto en un dolor horrible, se retorcía y caía sobre la hierba constantemente. Ella, salpicada de sangre, lo agarraba por el cabello y volvía a postrarlo de rodillas. Cuando se cansó, le practicó dos cortes a ambos lados de la garganta con la habilidad de un hechicero.

Cabalgando en busca de su destino, Elvia buscó con el corazón entre las tinieblas de su memoria. Y encontró el dolor. El salón real de Cathoir Gall, la sonrisa de Wen y sus cabellos de fuego, los brazos cariñosos de su madre, en los que a ambas les gustaba dormirse al calor de la lumbre, los mordiscos y patadas que había propinado a su padre tras el acto de valentía de su hermana mayor.

Tras unos instantes, Kalen se movió. Había permanecido quieto, sentado, recorriendo su desnudez.

Pero no se abalanzó sobre la mujer, como ella deseaba. O casi suplicaba.

Elvia escuchaba como la rondaba, percibía cada ruido, pero todavía no rozaba su piel. Tal vez ya se había deshecho de las prendas con las que acababa de vestirse, e iba a acostarse junto a ella. Esperaba que lo hiciese pronto, porque su corazón amenazaba con escapársele de pecho.

Elvia se sobresaltó. ¡El tatuaje! Kalen se había tatuado en la espalda el mapa de aquel enigmático escudo. Al final quizás el druida sí poseía alguna que otra clave, y a ella... A ella la había utilizado para llegar hasta su hermana. «¡Maldito traidor y embustero!», pensó haciendo un esfuerzo por no ir a por él.

Se fijó en su forma de caminar, en su belleza, en la melena que ya recogía el agua de lluvia, dejando un gracioso mechón sobre su rostro. Por un instante, observándola, se sintió seguro.

Pero había acudido a refugiarse en el único lugar en el que los dioses no le ofrecerían refugio. En el corazón de su bosque sagrado. ¿Y aquel hombre? Se hizo la pregunta demasiado tarde.

Pablo Núñez

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