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Cruzados

Toledo, año 1096. Cuatro hombres y una mujer emprenden viaje con destino a la Primera Cruzada. Cada cual carga con sus propias circunstancias. A fray Genaro, líder de la expedición, el obispo le ha encomendado traer reliquias de Tierra Santa. Lo que su ilustrísima no sospecha es que al maestro de novicios de San Servando piensa acompañarle Moraima, su amante, una muchacha mudéjar cuyo único objetivo es escapar de la miseria. Sobre Hervé, caballero misterioso y solitario, recae la tarea de proteger al grupo. Su habilidad con la espada resulta portentosa; sus pecados, sencillamente inconfesables. Hameth es el esclavo destinado a servirlos a todos ellos. Su suerte no importa a nadie, aunque su pasado sarraceno despierta cierta desconfianza. Para Alonso de Liébana la participación en la cruzada del papa es un asunto de vida o muerte. Su padre y hermanos acaban de ser acusados del peor de los crímenes: vender caballos de guerra al enemigo infiel. Con toda seguridad serán ejecutados, a no ser que el joven Alonso retorne de Tierra Santa convertido en un héroe. Desgraciadamente los planes se tuercen al cruzar Francia. Fray Genaro pierde a los dados la fortuna que el obispo le ha confiado para el sustento del grupo. Antes que volver a casa con las manos vacías, al monje benedictino se le ocurre una solución rápida: enrolarse en las huestes de Pedro el Ermitaño. El predicador y visionario de Amiens ha reunido ya cincuenta mil almas dispuestas a recuperar Jerusalén antes que los príncipes de Europa. Es la Cruzada de los Pobres. Un ejército desesperado y raído compuesto por miles de familias sin tierra, sin dinero ni armas. Y, aun así, para Alonso de Liébana cruzar Europa entera y luchar contra el enemigo turco al lado de aquellas gentes es la única manera de regresar a Hispania con la cabeza alta y librar a los suyos de la horca.

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Opinión de Cruzados: Agustin Tejada nos abre la puerta a la verdad tras la I cruzada
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Los llamaban «caballeros villanos», tal vez porque defendían el nombre de Dios y su propio bolsillo con el mismo entusiasmo 


Desgraciadamente, mi trabajo no consistió en desplimar pollos al amor de la lumbre, sino en destripar terrones de arcilla en los campos del monasterio. De sol a sol. Un día tras otro excepto los domingos. Esa fuera la manera en que el prior —«fray Juan» le decíamos, aunque era francés como el obispo—quiso inculcar en mí la filosofía benedictina: ora et labora; hasta que alcances la perfección espiritual o hasta que revientes por el camino. 


—¿Y por qué crees que Dios pueda estar haciéndoles estas cosas a los francos? Quiero decir... lo de las sequías, las heladas, la hambruna...—añadí algo confundido, pues aquella ira divina quizá estuviera perjudicando mucho más a los pobres que a los ricos. 


[...]serás un monstruo como yo, y nos iremos juntos al Infierno. Te aseugro que va a ser un sitio más divertido que el mismo Paraíso. Porque va a tener muchos más clientes. 


—Hispania pertenece a muchos reyes. Y cada ciudad es coto de sus alcaldes, y también del clero. Para todos los demás, solo quedan el hambre y la miseria. Tú ya deberías saberlo—me ilustró pensativa—. En cambio, Tierra Santa será de los valientes que la conquisten. Lo dijo el papa. ¿Ya no recuerdas?


—A veces creo que amar a Dios es como abrazar el aire —respondí reflexivo


[...]las huestes de Pedro el Ermitaño seguían estando formadas, en su inmensa mayoría, por familias de campesinos sin tierras; por vagabundos y salteadores de caminos: por tullidos, jugadores, postitutas y marginados sin bolsa de dinero ni armas para una guerra. 


Hay jarrones que llevan tanto tiempo hechos añicos que resulta imposible encontrar todos los trozos y ponerse a restañarlos. Y, aún así, para algunos incautos, la vasija —incluso rota—no pierde ni un ápice de su encanto. Por más que vaya a la fuente casi a diario. Por mucho que se rompa mil veces al pasar de mano en mano. 


Agustín Tejada

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