Memorias prohibidas

Ella. Es la musa de musas, es Beatriz y es Helena, es Doña Inés y es Carlota, es Julieta y es Dulcinea. Ella es la belleza encarnada, el rostro mismo de la ternura; la razón por la que un hombre libraría una guerra, cruzaría el abismo, enmendaría su camino o sería capaz de morir. La razón por la que desafiaría al destino o a su propia demencia. Por ella, el paraíso; sin ella, el mismo infierno. Él. Mirarte en sus verdes ojos es contemplar la suntuosidad de un hermoso lago; en la superficie de reflejos claros y belleza sobrecogedora yace la invitación seductora para adentrarte en sus aguas, su mirar cristalino reflejaría la propia alma de quien lo observa, los destellos del sol en sus ojos hacen creer que se puede descifrar todo cuanto habita en su interior y vuelve completamente irresistible dejarse llevar. Pero bajo la superficie, en las profundidades de su mente, lleno de misterios se esconde un oscuro abismo de secretos y recuerdos nublados de locura, donde la fantasía y la realidad se entrelazan en una Babel hechizante que atrapa a cuanto curioso se acerca. Ángel o demonio, quizá los dos a la vez. Memorias prohibidas, la historia de una locura apasionada, de un amor más allá de los siglos, de las barreras geográficas y la comprensión de la gente cuerda, una historia que se enmarcará toda la vida porque dicho amor será eterno; aunque paradójicamente, en otra de las grandes historias de la novela, se comience a seducir al lector con un juego perfecto, tormentoso y sanguinario hacia dieciséis señoritas orquestado por una mente macabra que te mantendrá al borde del delirio. Entonces: ¿dónde queda "la historia de amor jamás escrita"?