Quiere llevárselos. El martes que viene, una mujer quiere entrar en mi casa y llevarse los que ella afirma que son SUS libros.
¡SUS LIBROS!
Menudo puto disparate. Esos libros eran huérfanos de madre, huérfanos de cariño. Yo los encontré, polvorientos, en una esquina, en una caja de mudanzas cualquiera, rodeados de polvo, sin tocar, ni rozar desde hacía casi un lustro, y decidí llevarlos conmigo.
Primero, los tomé con cariño del lomo, pasé las manos por encima de la cubierta delicadamente, como se acaricia a un amante inexperto que no sabe del todo qué está pasando o cómo debe sentirse. Los abrí con cuidado, olí sus páginas a imprenta vieja, a promesas olvidadas, a tiempos perdidos. El árbol en llamas, Los renglones torcidos de Dios, El coronel no tiene quién le escriba, Las obras completas de Julio Verne. Todos y cada uno de ellos prometían cierto éxtasis solitario, jadeos vespertinos, horas y horas con los ojos entrecerrados en mitad de la penumbra de la noche hasta que me pillara el amanecer. Y, sobre todo, paz. Una paz deliciosa y orgásmica que te recorre cuando terminas de leer un buen libro.
Viento del este, viento del oeste.
Una paz que se te agarra dentro de las tripas, más abajo, en un tintineo de puro gozo y placer de lectura única e inimitable, como la primera vez que escuchas el Adagio de Albinioni, como la primera vez que compartes un higo tierno de boca en boca.
Y ella, se lo quiere llevar todo.
Se quiere llevar la sensación inimitable a hogar que tengo cuando entro en mi casa, cansada y desbordada, con el trabajo acumulándose en una estantería, con las obligaciones sociales bramando a mi puerta y la cinta de correr gimiendo en silencio. Y miro a mi alrededor: a la biblioteca pequeñita donde grabo mis vídeos, al salón repleto de figuritas y volúmenes, a las columnas de novelas que rodean mi cama, mi cocina, mis escaleras y la oficina. A los mangas esperando para transmitirme el éxtasis, los clásicos para sacudir mi vida, los libros de tapas duras y filigranas, los de recetas, los de poetas gallegos que saltaron de acantilados y los novelistas que murieron de tuberculosis en tiempos de guerra.
Se los quiere llevar a todos.
A mi familia.
Y yo… ¿qué haré entonces con este vacío de mi alma?
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