-¿Por qué no sonríes nunca, Momo? - me preguntó el señor Ibrahim. Aquella pregunta fue como un auténtico puñetazo, un golpe bajo; me pilló desprevenido. -Sonreír es cosa de ricos, señor Ibrahim. Yo no tengo medios. Precisamente, para joder, él se puso a sonreír. -Así que ¿tú crees que yo soy rico?
No se me pasaba por la cabeza admitir que había sido abandonado. Y abandonado dos veces: la primera vez nada más nacer, por mi madre; la segunda en la adolescencia, por mi padre. Si aquello se sabía, ya nunca nadie me daría una oportunidad. ¿Qué había en mí que era tan terrible? ¿Qué demonios pasaba conmigo que convertía el amor en algo imposible?