¿Cuántos años se tarda en mimetizarse con la nada? ¿Cuánto tiempo resiste el corazón hasta que, golpe tras golpe, comprende que los sueños de la infancia no son más que la insensatez de una cabeza hueca, puramente vacía, puramente inocua? ¿Y cuántas veces resuena la mentira que nos repetimos en nuestra edad adulta? «Esto está bien, no necesitas un cambio, no puedes poner en riesgo esta forma superficial de vivir la vida».
Pero, de alguna forma, la noche te alcanza y el amanecer es todavía más desgarrador. Un amanecer tenso por lo vacío que se presente, un día que se extiende como si cada hora fuera un kilómetro de una carrera que no puedes ni siquiera imaginar llegar a recorrer. Pero, de alguna forma, lo consigues. Te levantas intentando no pensar. Engulles tu café, ya frío, ya soso, con esa espuma deshinflada como las mentiras que te cuentas cada día, y te sientas en una silla mucho más cara de lo que debería ser, para fingir que algo de todo esto todavía tiene sentido.
¿Cuántas veces aguantará la mente hasta quebrarse a sí misma e ir escondiendo sus talentos bajo piedras y cantos, bajo un polvo suspendido en una niebla densa y asfixiante? ¿Cuántas veces te repetirás a ti misma «esto está bien»?
Y mientras tanto, el tiempo pasa. Ya no importa que los días especiales no lo sean. Ya no importa que veas tus clavículas sobresaliendo de la piel. El tiempo sigue pasando. Pero entonces te has vuelto una profesional. En mirar a otro lado. En no hacer nada. En decir que todo va bien. En cerrar los ojos, cada mañana, ante cada nuevo amanecer.
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