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La única

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Escritora consumada, concept artist en ciernes y adicta al trabajo. Do...


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Imágen destacada - La única

¿Cuánto más iba a poder aguantar esa situación?

Noeux lloraba sin cesar en una esquina de su habitación, dejando el tiempo pasar.

Su Amo no la llamaría.

No la reprendería por no estar ahora mismo revoloteando a su alrededor, atenta a sus deseos y necesidades. Nadie aparecería, la agarraría de la oreja y la sacaría a la luz del día para gritarle que era una vaga y que ese no era el camino para hacerse amar por su señor.

No…

Porque la habían sustituido.

Una oleada de pánico y de llanto sacudió su pecho otra vez al pensar en la palabra «sustituido». La esclava no sabía escribirlo, era demasiado tonta y estaba demasiado dolida como para encontrar sinónimos: Reemplazada, cambiada…

Pero… ¿qué iba a hacer? Le dolía la cabeza y le quemaban los ojos de tanto llorar. Tenía los carrillos hinchados y las manos empapadas de todas las lágrimas que caían a su alrededor.

Era una inútil. Una nada. Una miserable.

Lo peor de todo era que a nadie le importaba. Estaba sola. Si se muriera en aquel momento, hasta el esclavo de turno se quejaría de tener que cavarle una fosa para que su cuerpo se pudriese. Estaba tan abandonada y tan sola sin su Amo que se sentía perdida. Pero, de nuevo, no había nada que ella hubiera podido hacer.

Hace un par de días (no llevaba la cuenta, ¡maldita sea!) un hombre gordo, bajo y peludo, y con toda la pinta de nadar en oro, le había puesto frente a su Amo a diez esclavas vírgenes y jóvenes preciosas.

Esa misma mañana, él estaba de buen humor. Había dormido bien, había picado algo de comer y no llevaba encima el alcohol acostumbrado. Así que no tardó ni diez minutos en tomar una decisión.

Se llamaban Loreto y Sonia.

Noeux tembló un momento más antes de patear con fuerza a la nada, pensando por qué ella precisamente tenía un nombre tan nimio, inútil y feo como Noeux, mientras que ellas iban a mantener uno tan largo como Loreto.

LO-RE-TO

Incluso a la hora de pronunciarlo le parecía que ese estúpido, femenino y precioso nombre había salido de las profundidades del infierno para castigarla. Por ser lenta, por ser una inútil… ¡por yo qué sé! ¡Había tanto por lo que podría hacérsele la vida imposible!

Esta situación ya había pasado otras veces. Ramiel había comprado a otras mujeres para acostarse con ellas y luego había terminado su relación tan rápido como empezó. Pero es que estas… eran demasiado bonitas. Además, el conde llevaba ya dos semanas acostándose con ellas y permitiéndoles vivir.

Comían de su plato, directamente en la cama. Se bañaban con él en su bañera.

Ni siquiera tenían un uniforme amarillo, feo y áspero como el de Noeux. Iban siempre con un vestido de algodón blanco precioso que él les había regalado.

Loreto tenía el pelo rizado y pelirrojo y los ojos azules. Su piel marfil estaba plegada de pecas y tenía el gesto que poseen todas las que son demasiado encantadoras para enfrentarse al mundo.

Sonia, sin embargo, llevaba el pelo negro y corto, muy bien perfilado

para recalcar sus enormes ojos marrones.

Como el día y la noche. Ambas eran amigas desde la infancia y se habían criado sin separarse. Habían servido juntas y ahora su deseo de ser compradas a la par iba a cumplirse.

Lo que a Noeux le desgarraba por dentro… lo que hacía que llorase sin parar y le quemaba como la lengua del diablo en el interior de su útero y de su pecho, era cómo las trataba él…

Lo había visto… se había escondido.

Sabía que era estúpido. Sabía que si él la encontraba la mataría al momento. Pero, cuando las oyó reír… ¡¡REÍR!!, no pudo evitarlo. Ella nunca se reía cuando estaba dentro. El conde la aplastaba, le mordía, la estrangulaba, la ataba en posiciones extrañas y la abandonaba durante horas hasta que el simple hecho de respirar le arrancaba lágrimas de dolor.

Su Amo la violaba, la golpeaba, le tiraba del pelo, la obligaba a arrodillarse y la castigaba si no le había satisfecho del modo que él creía correcto.

Pero… ¿reír? Eso nunca.

Por eso, cuando vio cómo él les acariciaba la espalda con dulzura… cómo les retiraba el pelo y las tomaba con delicadeza… se echó a llorar dentro de ese armario. Temblaba como una tonta y se mordía el labio hasta que se llenó la boca de sabor a sangre. Porque él estaba pasando la punta de sus largos dedos por los pechos de ellas. Porque él permitía que ellas se pusiesen encima y lo cabalgasen como hacía Noeux años atrás. Porque ellas llegaban al orgasmo. Y él les susurraba cosas en el oído, temblando con su voz embriagada por el vino, con el dulce ronroneo de la “r” de Corcupiones.

—Que hermosa eres…

—Os amo… Os amo…

—Tienes una curva perfecta en la espalda —decía mientras hundía la nariz en sus pechos, en sus muslos y las besaba y mordisqueaba ligeramente hasta llevarlas al éxtasis.

A ella nunca la había tomado de esa manera. A ella le pegaba. Le atacaba. La marcaba.

¡MALDITA SEA!

Noeux se había pasado la semana llorando en una esquina. Cuando iba a por su ración de comida, el resto de las esclavas perdían el interés en torturarla porque no reaccionaba a nada. Pronto, dejó incluso de comer.

Ramiel ya tenía a otras dos esclavas que bajaban, entre risas y juegos, hasta la cocina para pedir que les subieran comida. Ni siquiera era comida para su Amo… qué va… ¡hasta pedían para ellas! ¿Quiénes se habían creído que eran? ¡Eran esclavas! ¡En cuanto se le pasase a su Amo la excitación de los primeros días, tendrían que ponerse a trabajar como el resto!

Sí… pero también era cierto que en cuanto Ramiel perdiese el interés por las chicas, Noeux no tendría ningún tipo de utilidad en la casa. La estrangularía como le había visto hacer muchas veces. O la azotaría hasta la muerte. La mataría de hambre y de sed. La ahogaría…

¿Qué importaba? Cualquier cosa era mejor que seguir viva…

Le costaba respirar. Le costaba seguir viva. Hundió la cabeza más en los brazos y sollozó hasta que una voz le sacó de su ensimismamiento.

—Oye, chica… chica —se repitió incansablemente aquel molesto sonido—… chica no puedes quedarte aquí. Está prohibido que haya esclavos en sus habitaciones durante el día.

Ella levantó la cara y apuntó a sus ojos, hinchados y rojos de llorar, en el esclavo que se le acercaba. Daba tanta pena como un cachorrito empapado y solitario, y su rostro, que antes parecía de porcelana, ahora se mostraba demacrado y famélico.

—Déjame quedarme… por favor… no tengo adónde ir….

—Ah, ah, ah —Negó el viejo, acompañándose por el dedo—, son las reglas. Ya hice la vista gorda ayer y el día anterior, pero ya no más. Tienes que marcharte. ¡Hay muchos sitios donde puedes estar! ¡En la lavandería! ¡En la cocina! ¡Limpiando! ¡Aire!

El viejo tenía como única misión en el mundo regular el ala de los esclavos y, para colmo, había decidido hacerlo. A su pesar, no podría moverla. No. No al menos sin usar la fuerza.

Se dejaría arrastrar como el despojo que era antes de bajar a la lavandería y que fueran las otras esclavas las que la matasen.

No. No se movería.

—No... no me…. no me voy a... mover. —Tembló entre hipidos al declarar sus intenciones.

Jabvpe se alzó de hombros, se acercó con un mal gesto a la niña     y se quedó plantado delante. Ella frunció el ceño para no vislumbrar aquellos pies negros y duros, esas uñas amarillas y retorcidas llenas de hongos y el pelo negro y rizado que cubría sus dedos.

El hombre, en su absurda impiedad, ignoró a aquella niña sola, pequeña, diminuta, abandonada y que no le gustaba a nadie. Clavó los dedos alrededor de sus bracitos y tiró para arrastrarla fuera sin conseguirlo.

Las malolientes uñas comidas hasta casi la cutícula le arrancaron una expresión de asco a Noeux que no hizo más que reafirmarla en su postura.

—¡FUERA! —gritó el anciano desesperado.

—¡NO!

Si salía y la veía un grupo de esclavas como el de Ornella, se aprovecharían de su estado para hacerla sentirse más miserable. No había ni un solo maldito lugar de la casa en la que estar sola con la plena seguridad de no ver a nadie más que en ese lugar.

No, no se iba a mover.

De pronto, el viejo pareció recapacitarlo un momento, escupió al suelo y, sin pensárselo mucho, salió de la habitación. La niña creyó ha- berse salido con la suya hasta que oyó la tonadilla que iba tarareando el otro.

Pero bueno… era normal… Noeux no le gustaba a nadie. ¿Quién iba a romper una lanza a su favor?

Sin que por ello le supusiera una sorpresa, de pronto oyó botas que avanzaban y la voz de Jabvpe convertida en un suave arrullo de lealtad y entrega. Un soldado gruñía como única respuesta hasta entrar en la habitación de Noeux.

—¿Qué le dije, señor? No quiere moverse. No puede estar aquí.

Siento haberle molestado, pero un viejo como yo…

—Vamos —cortó del tirón al esclavo el guarda, tomando a Noeux del hombro y balanceándola lentamente—, no puedes quedarte aquí. Está prohibido.

La niña tembló y alzó la cabeza un momento para mirar al soldado. Quería ver la cara del hombre que la iba a despojar de su madriguera.

De su protección De su refugio.

Más que un monstruo sin alma parecía un muchacho joven y simpático. Sonrió con compasión al ver las lágrimas de ella. Tenía el pelo castaño a media melena y los ojos de color miel. Era muy apuesto, a la forma de los corcupioneses.

—Venga. Si vienes conmigo, te conseguiré un poco de pan. ¿Vale?

—Quiso camelársela.

Ella creyó que en un rostro tan hermoso no podría haber maldad.

—¿Cómo se te hace llamar? —le preguntó el guardia.

—N… Noeux, mi-mi-mi… se-señor —tartamudeó por la tristeza.

—Bueno Noeux, yo soy Fabien. Ven, vamos a conseguirte un poco de pan.

Ella no sabía lo encantadora que era. Como una muñeca. Sus ojos brillaban más que nunca por las lágrimas. Sus manos eran diminutas y perfectas. Sus labios estaban hinchados de morderlos y se abrían como una rosa recién regada.

Tomó la mano del hombre y se levantó al momento ante la iracunda mirada de Jabvpe, que no entendía cómo, aún encima de incumplir las normas, iba a recibir un premio. Por suerte, no era tan estúpido como para quejarse en alto y los dejó marchar a través de los pasillos.

—Estabas llorando —le comentó como quien no quiere la cosa Fabien—. ¿Te preocupa algo? ¿Te duele el estómago?

Parecía que los esclavos, como bestias que eran, no podían sufrir problemas mayores a un simple dolor de vientre. La niña negó con la cabeza. Su cabello castaño claro se movía al compás.

—Entonces, cuéntame por qué estabas ahí escondida. Soy nuevo trabajando en la casa y aún no entiendo muy bien estas cosas. —Sonrió él despreocupadamente.

Noeux no entendía por qué él la trataba de una forma tan dulce y tan cariñosa. Olía a lavanda y a campo y su uniforme estaba limpio y bien planchado. Le gustó tanto que se apoyó en él al caminar, aspirando su aroma.

—Mi Amo no me necesita ya… —confesó en un murmullo.

—¿Cómo no te va a necesitar? —Pareció sorprenderse de verdad el chico—. Eres preciosa. Como una muñeca que camina. Seguro que es solo una tontería. ¿Has hecho algo para enfadarlo?

La niña negó con insistencia con la cabeza.

—Entonces… medita las cosas que conoces de él. Reflexiona bien

todo lo que sabes y saldrá una solución a tu problema. Ya verás.

Noeux probó intentarlo. Sabía que Ramiel olía a whisky caro o a vino tinto. Sabía que tenía un mechón de pelo que no parecía crecerle al mismo ritmo que el resto y que siempre le estorbaba al pintar. Sabía que prefería afeitarse a sí mismo. Que amaba su pintura. Que odiaba que la gente se pegase a él.

—Espera aquí, voy a por tu pan —comentó el guardia dejándola en las puertas de la cocina.

Noeux vio a Marhia a un lado del hall y no pudo evitar temblar al ver la mirada de odio que esta le regaló. Solía mantener la distancia y no le ponían la mano encima, pero hoy hasta un comentario mal hecho podría acabar de resquebrajar su frágil corazón.

Las lágrimas la volvieron a invadir. Quería marcharse a un sitio donde estuviese sola. A un sitio donde jamás ni un solo esclavo fuera nunca. A un lugar en el que, si se muriese, nadie se daría cuenta. A…

—Aquí tienes. Pan, una salchicha y un puñado de bayas. No dirás que no he sido bueno… ¿no? —le comentó con una sonrisa, dejando el petate envuelto en un pañuelo sobre los brazos de Noeux.

Esta parecía absorta en sus pensamientos antes de susurrar:

—¿Fabien? ¿Mi señor?

—¿Mmmm? —afirmó él.

—Tengo que hacer algo que me mandó mi Amo. Quizá es por eso por lo que está enfadado conmigo —mintió como una bellaca a la única persona que se había portado bien con ella en toda su vida—. Necesito ir al Hoyo. ¿Podríais abrirme la puerta?

Allí nadie la encontraría.

—¿El Hoyo? ¿Te refieres a la mazmorra que hay ahí, a la izquierda

de las escaleras?

Podría morirse y nadie la encontraría.

—Sí.

Estaría completamente sola para llorar.

—Claro. Déjame que vaya a buscar las llaves. Siempre hay una de reserva en las dependencias de los guardias.

Cuando él volvió, ella ni siquiera había tocado la comida. Lo esperaba frente a la puerta con un cubo con agua y una expresión ausente en su rostro. Le dio las gracias con una inclinación de cabeza y, después de recibir en sus manos las llaves tal y como había hecho muchas otras veces, descendió con cuidado por la escalera de piedra, cerrando la puerta tras su paso.

En aquel sitio nadie la buscaría. Incluso podría pasar días sin que nadie la molestase hasta que tuviese ganas de volver a salir a la superficie. La escalera estaba empinada y las lámparas de aceite del piso estaban apagadas por completo, pero la luz se filtraba por un par de tragaluces repartidos por la estancia.

Pasó delante del armario de instrumentos de tortura sin pensarlo. Entonces, apoyó, con un lento movimiento, la mano en la pesada puerta de hierro antes de entrar en la semioscuridad.

Estaba a punto de sentarse cuando un tintineo la sorprendió y la sacó de sus casillas. Lanzó una exclamación de angustia antes de sacudirse y ver su petate rodar por el suelo. Entonces, se quedó muy quieta por si escuchaba algo más.

Sí… era una respiración. Un jadeo…

Pensó en marcharse al instante, pero la curiosidad le pudo. Salió corriendo, abrió el armario y encendió una de las lamparitas. Entonces, se acercó sin precipitarse a la zona donde había oído el tintineo de las cadenas.

Poco a poco, la luz bañó y lamió el cuerpo de aquel esclavo.

Colgaba de las cadenas del techo y parecía desmayado. Tenía la cara cubierta de sangre y la espalda abierta por los golpes. Las manos y los brazos estaban curvados en un ángulo raro, al igual que los pies. Como si no hubiese podido soportar más el dolor y se hubiese abandonado a la muerte.

Noeux le dio la vuelta a la figura, preguntándose por qué no hablaba

o hacía algún gesto si estaba allí.

¿Lo conocía? Eran tantos los esclavos del exterior…

Examinó con detenimiento su cara bajo la sangre seca. Se fijó en su nariz larga y afilada, en sus labios… y, de pronto, en la cicatriz. Su pelo había crecido mucho desde la primera paliza que recibió, cuando ella lo vio. Tenía los labios cortados y la boca abierta. Estaba traspuesto.

Solo… abandonado en la oscuridad.

Había oído historias sobre él. Jack lo llamaban. A él tampoco lo quería nadie…

Sin pensárselo un momento, frunció el ceño, dejó la lámpara en un lado, tomó la llave de la pared y la clavó en la cerradura, girándola sin tener en cuenta las consecuencias.

El esclavo cayó como un peso muerto encima de la niña, la cual tuvo tiempo de soltar un chillido y agarrarlo por la espalda antes de escucharlo maldecir:

Grieved sukri … Ía màh.

El cuerpo de él estaba frío y era duro como una piedra. Notó sus huesos clavársele en la cara a Noeux mientras hacía esfuerzos por mantenerlo enderezado. Apestaba a sangre y a tierra y el ligero vello que tenía en el pecho la obligó a cerrar un ojo antes de pasar las manos por sus costillas para bajarlo.

—Pesas… mucho para estar tan… flaco… —Se molestó ella, doblando las rodillas y deslizándolo poco a poco por la piedra hasta dejarlo en el suelo.

El chico pareció sentirse aliviado al poder cambiar de postura. Tembló y abrió sus ojos verdes, pero parecía incapaz de centrarlos en nada. Entonces, sin avisar, se giró sobre el costado y, en un esfuerzo inhumano, se quedó tumbado sobre el pecho, dejando la espalda herida al aire.

En el momento en que su mentón chocó contra el suelo, perdió el conocimiento de nuevo.

—Pobre… debes de llevar aquí mucho tiempo… —pensó en voz alta la niña, girando la cabeza y haciendo un gesto de dolor.

Observó las inmensas cicatrices que tenía debajo de las heridas ya abiertas. Su Amo era muy fuerte y no solía contenerse cuando torturaba a alguien. Además, el chico estaba muy sucio y muy flaco, como si llevase trabajando días sin dormir ni parar.

Noeux reparó en su petate y abrió el paquete, encontrando en su interior lo que el simpático soldado le había entregado. Entonces, lo dejó con cuidado al lado del prisionero.

Si Ramiel se enteraba de que había desatado a su preso y lo había alimentado, a lo mejor se enfadaba con ella.

O a lo mejor no.

¿Quién sabe?

Ahora otras lo servían. Ella ya no valía para nada. Él había cambiado por completo y solo quería amar y cuidar a esas dos esclavas. Ya nada volvería a ser igual que antes…

¿Qué sabía de su Amo?

Sabía que le quedaba bien el blanco. Que sonreía cuando la agarraba de la nuca y ella le suplicaba perdón. Sabía que cuando se corría dentro de ella, suspiraba y luego la miraba a los ojos. Sabía que encontraba placer en tortu…

Espera.

Él nunca torturaba a un esclavo cuando estaba estable. Es decir… nunca cuando tenía temporadas en las que dormía bien, comía y…

Arrastrada por ese pensamiento, la esclava se levantó de golpe. Le temblaban sus finas rodillas y tenía la cara y el vestido lleno de sangre de cuando Jack se había caído sobre ella. Entonces, observándole retorcerse de dolor, se dio la vuelta, cerró la puerta de la celda con llave y echó a correr hacia arriba.

No se paró ante la mirada estupefacta de las esclavas que no entendían el cambio de actitud en Noeux, antes tan muerta y desesperada y ahora tan activa. Tampoco se fijó en que los soldados alzaban las cejas, interrogantes.

Fue a la habitación que hacía de almacén de cuadros, abrió la puerta del armario y se asomó al otro lado. Tras la rendija, vio a Ramiel lamiendo el pecho de Sonia, la cual jugaba y se reía. Él tenía una copa de vino en la mano y a cada rato le daba un sorbo, lo dejaba caer caliente de su boca en el cuerpo de ella y luego lo volvía a lamer.

La chica gemía de placer, siseando y poniendo sus manos en su cabeza.

Él bajó hasta su clítoris. Loreto lo observaba con las manos juntas frente a los pechos, tocándose lentamente y preparándose para cuando él la quisiese penetrar.

Entonces, Sonia explotó en una oleada de placer. Se curvó como una bailarina y estiró con fuerza los dedos de los pies. Su boca generó una perfecta «o» durante segundos que parecieron una erupción de un volcán de sensaciones, emociones y lascivia.

Él no le dejó terminar de correrse. Le puso la mano en la boca como una mordaza y, mientras la asfixiaba poco a poco, la penetró. Sonia  se dobló de nuevo, como dominada por una lengua de fuego que la sacudía de placer desde dentro.

Ramiel la embistió frenéticamente, poniendo las manos a los lados de la cama. Mientras ella gemía y Loreto se montaba encima de él y le acariciaba la espalda con su lengua y sus pechos, él seguía penetrándola. Pero no la miraba…

Noeux tomó aire y ahogó un gemido de angustia al ver que los ojos dorados de Ramiel apuntaban hacia el armario donde ella estaba escondida espiándolo todo.

Temió por su vida. ¿Y si sabía que estaba allí? ¿Por qué no miraba para otra parte? Sin darse cuenta, la niña se estaba mordiendo alterada las uñas.

Pero, entonces, sin avisar, él estalló en el interior de Sonia. Apretó la mandíbula como si le doliese algo, tensó los duros músculos de su espalda y de su abdomen y por una milésima de segundo su rostro se convirtió en el de un hombre que sufría.

Entonces, un suspiro. Y después... Paz.

Sonia se incorporó sobre un codo. Como dos amantes que se conocen desde siempre, besó a Ramiel y se quedó clavada, esperando a que él saliese de su interior y regase la colcha con su semilla. El conde se apartó con un gesto y se sirvió una copa de vino, que apuró como si fuese el agua más fresca del mejor manantial en un caluroso día de verano.

Pero claro… él siempre bebía así... Se sirvió otra copa.

Una tercera.

Noeux miró con angustia la cantidad de botellas de cristal vacías que el noble tenía desparramadas sobre la mesilla de noche y sobre la alfombra.

Estaba bebiendo demasiado…

Sonia y Loreto retozaron un rato jugando la una con la otra, dejando que el hombre se recuperase. Hablaban entre ellas y se acariciaban. Se mordían los labios al besarse y se pasaban las manos por la hendidura de las nalgas con la confianza de las que se han criado juntas y siempre se han conocido.

—Mi Amo, sois un hombre apuesto y fuerte ?le dijo Sonia camelándoselo para que él volviese a la acción.

—¿Sí? —Fue toda la respuesta del noble mientras hundía la nariz en una nueva copa y apuraba con avidez el contenido.

—Sí, mi Amo. Fuerte como un toro y un semental. Nos habéis arrebatado la virginidad y el corazón a Loreto y a mí. De eso estamos seguras. Ramiel pareció divertido con la descripción antes de mirar a Loreto y analizarla con los ojos. La chica estaba despeinada y sudorosa, desnuda, llena de pequeñas gotas de transpiración y empapada con el semen de él. Entonces, Ramiel frunció el ceño, sin que ninguna de ellas lo viera, antes de poner un peligroso gesto de enorme amabilidad.

—¿Es cierto eso? ¿Poseo vuestro corazón?

La esclava tembló de la vergüenza y miró a otro lado con una sonrisa de timidez.

—Lo es, mi Amo. —Jugó Sonia tratando de acaparar la atención de él, relegando a su mejor amiga a un segundo plano—. Aunque nosotras somos también bonitas, claro.

La esclava morena se pasó las manos por la boca y luego por el pecho para incitar al conde a que volviese a acostarse con ella. Pero, entonces, estiró la mano y empezó a acariciar la melena pelirroja y rizada de su compañera, ignorando a la que hablaba por todo lo alto.

—AUNQUE —Se hizo oír Sonia por encima del resto— no tan bonita como la mujer de ese cuadro. —Señaló el inmenso retrato de encima de la cómoda de Ramiel—. Esa mujer es muy bonita. ¿Es vuestra esposa?

Noeux, desde su escondite, tembló ante la mención del cuadro. Negó en silencio con la cabeza mientras los pelos de los brazos se le ponían de punta. Se mordió el labio al recoger las manos frente a su pecho.

No… no debían hablar del cuadro… no se podía hablar del cuadro… estaba… prohibido…

Ramiel inclinó la cabeza y miró a la mujer del retrato. Esta aparecía rodeada de crisantemos blancos. Era hermosa, con una cabellera dorada como la luz del sol y los ojos castaños muy claros, del color de la miel en primavera. Sus labios eran suaves y dulces como los pétalos de una rosa joven y llevaba un magnífico vestido sencillo con perlas engarzadas.

Parecía estar flotando en un río inundado de flores blancas.

—No. Era mi madre —contestó con severidad.

Noeux tembló de nuevo, dando un paso hacia atrás en el armario sin poder evitarlo, planteándose si no era mejor echar a correr en aquel momento y ponerse a salvo de lo que era OBVIO que iba a suceder.

Algo la obligó a quedarse. Quería ver con sus propios ojos cómo Ramiel lidiaba con la estupidez de la esclava morena.

—¿Vuestra madre? —le comentó Sonia, acariciándole la perilla al hombre—. ¡Era muy bella! ¡Ya veo a quién salisteis de la familia!

El conde sonrió con maldad sin despegar sus peligrosos ojos de la mujer del retrato. Su expresión había cambiado. Su postura había cambiado. Hasta su forma de mirarlas había cambiado. Pero las esclavas eran demasiado jóvenes y bobas como para darse cuenta de ello.

—Dicen que me parezco mucho a ella —confesó Ramiel, apartándose el pelo de la cara y alzando las cejas sin despegar los ojos del cuadro.

—¿Sí? —Jugueteó la otra un poco más—. ¿En qué?

—Decían que ella estaba loca. Y yo también. —Se decidió por fin a apuntar con sus ojos severos a Sonia, apoyándose en el brazo al decir aquello.

Noeux tembló dentro del armario. Pero… ¿qué hacían? ¡Aquel era el momento de huir! Tenían que darse la vuelta y salir corriendo bajo el pretexto de ocuparse de algo. Si seguían ahí o si continuaban hablando… iba a…. iba a….

—No estáis loco, mi Amo —Se rio la chica palmoteándole el pecho, como si fuera una broma—. ¡Me volvéis loca a mí en la cama!

El conde no pareció reaccionar ante aquel comentario. Se puso en pie y se dio la vuelta hasta encontrar un cigarrillo. Entonces, lo encendió muy despacio, absorbió una calada y se volvió para mirar a las dos chicas desnudas sobre su cama. Su rostro volvía a ser el de un agente del infierno, ocultando la más horrorosa maldad.

De pronto, abrió un cajón y sacó un cuchillo engarzado. Loreto reprimió una expresión de angustia y se tapó la boca. Era evidente que era la más lista de las dos.

—¿Qué hacéis Amo? ¿Para qué queréis eso? —Se aproximó Sonia hasta el borde del lecho con una expresión traviesa en los ojos.

—Antes has dicho que tenía tu corazón. ¿Eso significa que me amas?

—le preguntó él con una voz grave y cortante.

—Claro, mi Amo. Con todo mi cuerpo. Con mi garganta, con mi estómago… con mi corazón.

Ramiel sonrió sádicamente al oír esto antes de darse la vuelta y mirarla a los ojos.

—¿Morirías por mí? —preguntó con frialdad.

Loreto ahogó un nuevo gemido, tratando de detener a su amiga con una mano. Pero Sonia, que no parecía enterarse de qué iba la función, sonrió de lado, intrigada, y fue mudando su expresión de desconcierto a diversión conforme pasaban los segundos.

La muy boba creía que era una broma, que estaba jugando...

—Claro…, Amo. Haría cualquier cosa por vos.

Ramiel sonrió satisfecho por la respuesta. Entonces, se quitó el cigarro de la boca y exhaló una bocanada de maldad. Luego, tomó de la muñeca a Loreto y tiró de ella para acercarla, encontrando en su resistencia a hacer lo que él quería la prueba de que era la más espabilada.

Cuando las tuvo una al lado de la otra, le abrió la mano a la pelirroja y le puso el cuchillo en las manos.

—Ha dicho que moriría por mí. Mátala —le ordenó sin mostrar un ápice de sentimiento.

Loreto miró con horror a su Amo, luego a su amiga y después dejó caer la navaja a la cama. Sus ojos se llenaron de lágrimas de pánico y terror mientras se tapaba la cara, creyendo como una niña que todo desaparecería.

—¿Qué? —Se sorprendió Sonia, confusa—. No, no llores, Loreto. Es una broma, ¿verdad, Amo? Es una broma.

—Mátala   —le   increpó   el conde,      ignorando     a   la   víctima                       como             si fuera el       sacrificio    de un  cordero—.         Mátala si no       quieres           que         te          azote  y      te asesine      luego  a              ti.

La increpada negaba con la cabeza ante la estupefacta mirada de su mejor amiga, su compañera de juegos, su hermana, su amante… su TODO.

—Amo..., no tiene gracia. —Sonia empezó a entender la situación—.

Callaos, la estáis asustando...

El conde frunció el ceño con molestia antes de lanzar su mano hacia delante, agarrar a la chica con la mano y tirarla sobre la cama mientras le hundía los carrillos hacia dentro con fuerza. Sonia, tumbada con un gesto de terror, observando cómo el poderoso hombre que antes la acariciaba y le hacía llegar al éxtasis le clavaba las uñas contra las mejillas y la miraba cargado de furia.

—Nadie me manda callar, esclava. —La avisó con una mueca de maldad, viendo cómo esta asentía con insistencia antes de soltarla.

—L… lo-lo sé, Amo. Per... perdón, Amo —titubeó al verlo tomar  el cuchillo y sentarse sobre ella, temblando frenética ante aquella imagen—… perdón… perdón… perdón…

Loreto, todavía tapándose los ojos, chilló y empezó a llorar desconsolada. Movía las rodillas de forma que las sábanas iban apartándola de su amante y su amiga, convencida de que aquello acabaría en tragedia.

—Decías que me amabas, ¿no es cierto? —Le puso la punta del cuchillo en la boca a Sonia mientras con la otra mano la estrangulaba lentamente.

—No… no… no os amo —Cambió rápido su declaración la víctima, tratando de hacer que el aire llegase a su cuerpo y alzando los brazos para aferrarse a los hombros de él, arañándole al intentar conseguir algo de aire—... No os amo…

—¡Qué mentirosa! —se burló Ramiel con un gesto de rabia y de desprecio—. Decías que me amabas con el estómago…

Dicho esto, pasó el cuchillo por el estómago de la chica, haciéndole un profundo y burbujeante corte. Sonia abrió los ojos por el dolor y ahogó un gemido bajo la fuerte presión de la mano de Ramiel sobre su garganta.

Loreto, al escuchar a su amiga gritar, separó los dedos de sus manos para ver entre ellos antes de que el color rojo de la sangre inundase su campo de visión. Entonces, chilló de forma aguda, gritando y apartándose todavía más de la escena.

Noeux, sin poder evitarlo, notó que ponía un gesto de pánico en el rostro y que temblaba dentro de su uniforme mostaza. Se mordió los labios con fuerza hasta notar el sabor de la sangre inundar su boca.

Estaba claro que tenía que huir, pero estaba paralizada...

—Que me amabas con el cuello —susurró de forma sádica él antes de rozarle el cuello con la punta de la navaja, lo suficiente como para que un hilillo de sangre provocase que Loreto se empezase a ahogar en arcadas de llanto.

Sonia tembló bajo la presión de él y lo miró desesperada a los ojos, buscando algo de empatía con el hombre que tanto la había cuidado días antes. Negó histérica con la cabeza, suplicando: «por favor, por favor, por favor» cuando él levantó de nuevo el cuchillo. El conde se relamió ante la expresión de pánico de ella, jugando con el arma entre sus dedos, con un gesto de profunda y arrogante frialdad antes de apuntar:

—Y con el corazón.

—¡NOOOO! —chilló Loreto al ver cómoseccionaba el pecho de la chica. La sangre bañó el perfecto y joven cuerpo de Sonia, desvirgado hacía solo unas semanas. Era una adolescente, una niña casi. La espesa sangre lamió sus pechos, dejándolos sobresalir como pequeñas montañas. Después, se derramó por su ombligo y sus muslos, empapando las sábanas blancas.

Sonia seguía con vida. Seguía viva cuando él hundió la nariz en su vientre y olió el aroma del hierro, empapándose de su esencia.

Ignoró el llanto descontrolado y espantado de Loreto cuando arrastró a la víctima por la cama, le abrió las piernas y la tomó ahí mismo. Desangrándose, muriéndose, tomando la cara de la chica entre las manos para observar cómo sus ojos permanecían abiertos y su boca en shock, pasando los dedos por los cortes cuando de estos brotaba sangre.

Embistiéndola, adorándola, penetrándola con una mirada de maldad y poder en su rostro. Tal y como Noeux recordaba que él siempre había hecho con ella.

Se bañó en su sangre, quedando tintado y manchado por la vida de ella, mientras su largo cabello dorado se balanceaba teñido de color rojo.

Cuando él eyaculó, lo hizo sin prisa. Se tomó su tiempo para inspirar profundamente, suspirar y alzar las caderas de ella para que le acompañase en el ritmo. Aunque ella, en ese momento, ya era solo una muñeca con los hilos rotos. Viva, pero a duras penas.

Entonces, él se apartó despacio. Tenía el pecho, el cabello, parte del rostro y los muslos empapados de sangre. Pero no le importó. Miró a Loreto con una grave seriedad y vio cómo ella se apretaba desesperada contra la cabecera de la cama.

—¿Tú también me amas? —se burló el conde tomando un nuevo cigarrillo entre sus dedos.

La esclava negó con fuerza con la cabeza, bañando de nuevo sus carrillos de lágrimas. Lo vio enderezarse, buscar un pantalón y ponérselo con lentitud, como si estuviera acostumbrado a aquellos momentos, sin importarle que estuviese embadurnando también la ropa con sangre.

Entonces, como si nada, ordenó en voz alta:

—Sigue con vida. Mátala.

Loreto negó con la cabeza y se hizo una bola, llorando desnuda, con la avalancha de cabello rojo rizado bañando su cuerpo, apartándose de la sangre y la imagen de su amiga agonizando sobre la colcha.

—No me hagas repetirlo una cuarta vez. —Volvió sus ojos de halcón iracundos a ella, dándole a entender lo que le pasaría si desobedecía de nuevo.

La esclava volvió a negar con la cabeza antes de cerrar los ojos con fuerza. La muy estúpida creía que si no veía lo que tenía delante, esto desaparecería. Era una incauta y una inocente.

Entonces, Ramiel se quitó el cinturón con rapidez. Le dio la vuelta y, sin otro gesto o siquiera quitarse el pitillo de los labios, tiró del brazo de la chica para que esta expusiera su espalda. Tomó fuerza con el brazo y dejó caer el pesado cinturón de cuero y su hebilla sobre la inmaculada espalda de la esclava.

El primer golpe le arrancó un chillido de angustia. El segundo la hizo doblarse en una bola, pero, desnuda como estaba, no pudo evitar que las lenguas de fuego que le provocaban la hebilla al marcar su piel no la atravesasen.

Sin contenerse ni un poco, le abrió la espalda con heridas a la joven, viéndola sangrar, sin darle ni un segundo a esta para poder defenderse o apartarse. Ella gemía desesperada y lloraba sin parar, chillando como un animalito en cuanto la hebilla la tocaba. El dolor la hizo ceder:

—¡PERDÓN! ¡PERDÓN! ¡Os obedeceré, Amo! ¡Os juro que os obedeceré! ¡Perdonadme!

Ramiel pareció parar más por cansancio que por piedad. La observó arrastrarse con dificultad hacia la cama, sobre su amiga. Loreto tembló como una hoja, empapada de la sangre de la que había sido su gemela, su compañera de juegos y su única aliada a lo largo de toda su vida.

Loreto gimió una súplica de piedad a su sollozante amiga. Entonces, esta, aterrada por sentir más dolor, puso sus manitas alrededor del cuello de su hermana y apretó.

Apretó hasta que la otra se sacudió y abrió los ojos desesperada en busca de aire.

Apretó incluso cuando su mejor amiga sacudió las piernas en un último gesto por agarrarse a la vida.

Y siguió apretando mucho después, incluso cuando Sonia ya no se movía y su piel empezaba a adoptar el color grisáceo y apagado que tienen todos los muertos.

En shock, se volvió hacia el conde, buscando en su rostro un gesto de aprobación que indicase que viviría por lo que acababa de hacer. Aunque aquello significase cargar durante su corta y ridícula vida con el asesinato de su hermana sobre los hombros.

Pero él ya se había levantado y se vestía como si nada. Se puso el cinturón y tomó un nuevo cigarrillo de la mesa. Entonces, como si hablase al aire, ordenó:

—Avisa a un esclavo de que se lleven el cadáver y cambia mis sábanas. Y baja a Loreto a una habitación vacía y dale un uniforme.

Noeux tembló dentro del armario. ¿A quién se refería? ¿Había otra persona en la habitación que ella no viese desde su posición?

Pero… no. El conde se volvió y clavó la mirada en la rendija del armario como había hecho cuando se estaba acostando con Sonia, torciendo el gesto a uno de impaciencia e ira que no daba lugar a réplicas.

—Date prisa. No puedo pintar con esto así.

Entonces, dudó. ¿Debía salir de su escondrijo? ¿Y si no se refería a ella y entonces la castigaba? Pero, entonces, recordó algo que sí sabía de su Amo: él era su Dios. Lo sabía todo de ella, no había nada que pudiese ocultarle mucho tiempo…

Titubeó y dio un pasito hacia fuera. No se atrevía a alzar los ojos por si de esta forma conseguía hacerse invisible, pero él ni siquiera pareció percatarse de su presencia hasta que Noeux tomó del brazo a Loreto y la ayudó a bajar de la cama.

Entonces, el conde se volvió, la miró, frunció el ceño con cansancio, se pasó las manos por las ojeras y susurró en tono agotado:

—Noeux, come algo, por Dios. Pareces un maldito esqueleto. Una oleada de calor la invadió de los pies a la cabeza. Asintió tímidamente antes de murmurar:

—Sí, Amo.

La llevó abajo, a una habitación triple que ahora estaba vacía. Loreto parecía recuperarse poco a poco del shock sufrido, temblando y agarrando a Noeux por los brazos.

—Este es tu uniforme. —Le indicó la niña, acercándole un vestido corto de color mostaza y señalándole el catre—. Tienes una manta ahí. No la pierdas porque no te dan otra. Mañana le preguntaremos al Amo si trabajas dentro o fuera de la casa.

Loreto se echó a sus brazos, rompiendo a llorar desesperada. La agarró de las mangas del vestido antes de arrodillarse en el suelo, inundada por el pánico. La sangre de su hermana ya se le había secado en la piel, recordándole que ella era la causante de que ahora se hubiese quedado sola en el mundo.

—Te lo suplico, te lo suplico… —gimió sin parar—. Tú llevas aquí mucho más tiempo. Dime qué tengo que hacer para sobrevivir… por favor… estoy sola, estoy tan sola… oh… —Se deshacía en llanto.

Noeux, por un momento, se vio en aquella chica tal y como ella estaba la primera noche que pasó en Laserre. Sabía que después de lo que le había hecho a Sonia, Loreto tenía que estar aterrorizada. Su corazón se llenó de empatía durante un fragmento de segundo.

Pero, entonces, recordó cómo él había acariciado a Loreto y la había llamado cosas hermosas. Cómo le había mesado el cabello y le había entregado todas las caricias y cuidados del mundo. Y en un segundo, tomó una radical decisión:

—Lo siento, no puedo hacer nada para ayudarte —le respondió alzando la cabeza y atravesándola con la mirada, abandonándola en la oscuridad del cuarto de esclavos.

Sin embargo, ella sabía que le había mentido. Podría haberle dicho que a él le gustaba verlas sufrir. Podría contarle qué cosas hacían que él se corriese rápido. Podría haber compartido toda la sabiduría que había acumulado durante esos años de duro dolor y sacrificio con ella.

No obstante, nadie quería a Noeux. A nadie le gustaba. Y esa chica no era una excepción.

Por eso, no se arrepintió cuando Loreto apareció al día siguiente ahorcada, colgando de las sábanas de su habitación. Para Noeux, el equilibrio se había restaurado.

Todo volvía a ser como siempre. Y ella volvía a ser la única.

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