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Capítulo 7 - Paz embotellada

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Escritora consumada, concept artist en ciernes y adicta al trabajo. Do...


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Imágen destacada - Capítulo 7 - Paz embotellada

Lo había decidido. No había quién le parase o quién le hiciese cambiar de opinión.

Aquella noche iba a morir.

Desgarraría la manta que tenía en su habitación, la colgaría del gancho que había en su cuarto y después la enrollaría alrededor de su cuello hasta que el mundo perdiese su sentido.

«Qué puto demonio», pensó para él mismo aquella mañana mientras golpeaba la tierra con su azada, «ya ha perdido sentido». 

Leví lo miraba de reojo actuar sin meterse demasiado. Parecía ser

que el reciente esclavo había empezado a aminorar su ritmo de trabajo, pero seguía poseyendo una fuerza bruta y una rabia desproporcionada para su cuerpo y su edad.

Leví le dejaba hacer, convencido de que el chico, por imprudente y estúpido, no duraría más de tres primaveras en aquel sitio.

De lo que no era consciente era que el recién esclavo había decidido no esperar tanto para encontrar su final. Y, sobre todo, no dejárselo en manos a otra persona que se creyese superior por el simple hecho de no llevar los brazaletes puestos. Todavía tenía poder sobre su cuerpo. Todavía tenía la capacidad de decisión de saber que la mejor forma de pasar por aquello era precisamente arrancando el problema de raíz.

De cualquier forma, ya les había pedido en el juicio que lo mataran y lo habían ignorado por completo. Notaba que había empezado a desarrollar manías propias de esclavos que le repugnaban y le arrancaban accesos de asco.

Se rascaba la cicatriz ya casi curada de la mejilla con el pulgar cuando nadie veía. Tendía a agarrarse de las muñecas para notar los gélidos brazaletes atravesarle la piel de las manos y miraba hacia otro lado cuando se acercaba un soldado o un capataz.

Eso no quería decir que se arrastrase o inclinase ante su presencia ni mucho menos. Simplemente, ellos lo dejaban en paz, y él no tenía que pasar por la paliza obligatoria después de soltarles todo lo que pensaba.

Se empecinaba en no hablar en corcupionés, aunque a veces las ocasiones se lo exigían y colocaba mal un pronombre o un sufijo a propósito. ¿Por qué coño iba a ponerle las cosas más fáciles a despojos de   la sociedad cuyo único valor estribaba en mantener a fieras y bestias como eran los esclavos en un campo cavando putos hoyos?

No socializaba. No se acercaba a nadie. No lo necesitaba.

Al fin y al cabo, iba a morir pronto.

Aquella noche, como cada día después del maldito trabajo, Jack se dirigió directo a su cuarto. No había días, ni tiempo, ni espacio flexible que le permitiera ver una luz de esperanza. Iba a morir. E iba a ser aterrador pero justo.

Sería su testamento. Su marca final.

¿Qué importaba llegar a la Nada? Ya no era Nadie…

En ese momento, atravesando la marea de esclavos que se encerraban en su habitación por la noche y se dedicaban a sus sucios negocios, empapados de lamentos y de depresiones, Jack se fijó en dos hombres que se le acercaban. Frunció el ceño molesto antes de apretar los labios y cruzarse de brazos.

Sabía que no daba una buena impresión desde su segunda paliza de hacía dos semanas. La mitad de su rostro estaba de color morado. Además, tenía un labio cortado y unas tremendas ojeras bajo los ojos que de momento se hinchaban, dándole un aspecto poco favorecedor.

El hambre ya se le empezaba a notar y había perdido un par de kilos desde su primera noche con Ramiel.

Sus dos interlocutores se acercaron de una forma cordial y amable, con la sonrisa en la cara de aquel que va vendiendo puerta por puerta cepillos mágicos quitamanchas.

—¿Qué tal, compañero? ¿Cómo lo llevas?

Ambos eran una mezcla entre un vagabundo y un leproso recién escapados de la tumba. Uno de ellos era alto, con los ojos hundidos   y dientes picudos amarillos. Se movía con inquietud y tenía un tic en el rostro. El otro era más normal, ancho en su estructura, pero igual de delgado. Tenía toda la pinta de ser un bobo iluminado por algún premio de un concurso de feria municipal.

El hecho de que lo llamasen compañero le dio mala espina al momento. Aun así, decidió darles algo de cancha. Al fin y al cabo, si no hubiera sido por Leví, otro esclavo, ahora estaría muerto.

Quizás debía culparle por ello…

—Se te está curando la herida de la cara, compañero —comentó como un estúpido el primero.

Jack, al verlos, los identificó al momento como dos aleatorios siervos, portando uniformes raídos y sucios y arrastrando identidades vacías. Rápidamente les puso de apodos «el Tarado» y «el Mamut». No eran apodos muy originales… pero eh, los muertos no tienen por qué ser creativos.

—Los cortes limpios como el que tenías en la cara sanan bien, pero los de la espalda seguro que te siguen doliendo.

¿De qué coño hablaban? El Tarado se sacudió con nerviosismo un momento, y Jack tomó aire antes de decidir darles un par de segundos más. Al fin y al cabo, todavía tenía siete horas para matarse.

—Seguro que a veces te cuesta dormir por el dolor en las noches — comentó el Mamut con un deje de comprensión.

—Nosotros te entendemos. A mí una vez me cayó una que… —Miró a su compañero y sacudió la mano antes de agregar—: ¡BUF! ¡Estuve

un mes aguantando el dolor! 

—Y que lo digas, compañero.

—Una faena.

—Completamente injusto.

—No quisieron escuchar mi versión.

—Nadie escucha nunca a los esclavos.

—Es cierto.

—Por eso tenemos que ayudarnos unos a otros.

Miraron con una sonrisa cómplice a Jack. Los esclavos de alrededor se escabulleron por los lados, saltándose lo que era, a todas luces, una transacción ilegal.

Jack, que era bastante más alto que ellos y que a todas luces estaba creciendo, los atravesó con la mirada. Vio cómo el Mamut acercaba una mano complaciente, tal y como hacen los hombres de negocios. Se quedó plantado, esperando a que le saliesen raíces o a preparar una tesis sobre la fotosíntesis. De pronto, dijo:

—Soy Crebensk, compañero.

—Y yo Alekj.

El aludido se mantuvo firme en su postura. El silencio se filtró entre ambos como una ola de malos pensamientos. El nuevo preso los atravesó con una mirada carente de hostilidad, sino solo pura y vacua curiosidad.

No entendía por qué cojones venían a él ahora, después de un mes cruzándoselos por los pasillos y viéndolos hablar y cuchichear a sus espaldas.

Los dos asistentes reaccionaron mirándolo con una velada expresión amenazadora. El primero bajó la mano y apretó sus finos y extraños labios.

—Bueeeno —Reaccionó El Tarado—… seguro que has oído hablar de nosotros.

—La verdad es que no —replicó al momento Jack, alzando las cejas inquisitivo y cruzándose de brazos.

No reaccionaron ante el marcado acento del chico al contestar en corcupionés.

—No importa. Nosotros te hemos oído gritar —murmuró el Mamut con mal humor.

—Hace algunos días. Cuando el Amo te bajó al Hoyo.

—Esas cosas no se olvidan con facilidad…

—Ni eso ni el trabajo en los campos…

—Yo estoy allí, veo cómo te cuesta doblarte del dolor…

—Y tienes pinta de cansado, compañero…

Jack acabó perdiendo la paciencia antes de entrecerrar los ojos. Bajo ningún concepto iba a procesar que esa gente, esos desechos patéticos de la sociedad, le estaban intentando hacer ver el terrible aspecto que ofrecía al resto.

—¿A vosotros qué coño os importa eso? —Estalló en un leve acceso de ira.

Ninguno pareció sorprenderse del mal humor del chico. El que se hacía llamar Alekj y que temblaba de vez en cuando por su tic sonrió de lado. Lo había visto tirar al capataz del caballo, comerse una somanta de palos y, al día siguiente, como estaba castigado sin comida, seguir trabajando sin interrupción mientras los otros siervos lo miraban.

Era un puto loco…

—Es lo que te estamos comentando —murmuró Crebensk—. Todos hemos pasado por eso. Tu puerta no es la única que se cierra por las noches para evitar que el resto vea que no pegamos ojo por el dolor. Y no dormir es muy cansado.

Dios, qué brillante era el puto Mamut…

—Cuando aprendes a dormir, se convierte en un refugio. En un remanso de paz. Por eso casi todos los esclavos de los campos pasan el domingo durmiendo. ¡Ay del que los despierte! Es paz… paz por fin…

—Sin dolor…

—Paz…

—Te hemos visto y hemos pensado que, quizá, al fin y al cabo, podamos echarte una mano. Mira, tenemos un sistema de intercambio de favores. Pero, la primera vez siempre es gratis.

—Nosotros podemos conseguirte cosas. Cosas difíciles de adquirir para un esclavo —insistió Alekj mirando a su alrededor y apoyando las manos en las caderas como si tuviese bolsillos—; comida, ropa, mantas… a cambio de favores en un futuro.

—Mira… toma esto —le indicó Crebensk poniéndole una pequeña botellita en la mano al esclavo y cerrándola rápido—… es verbena. Es lo que tomamos nosotros para dormir.

—Pruébala. La primera es gratis. Si necesitas más… ven a buscarnos.

Jack se quedó mirando la diminuta botella, sin percatarse de que a su alrededor Leví veía marcharse a los dos traficantes con una inalterable expresión de descontento. Entonces, el esclavo se encerró en

su habitación. Tomó aire y miró a su alrededor, buscando cualquier indicio que le animase a seguir vivo. Apretó la botellita en la mano antes de sentarse en su catre y mirar al pequeño hierro saliente sobre el marco de la puerta desde el que se iba a colgar.

Total… no había por qué temerle a la muerte… Un tirón y todo terminaría. Al otro lado, no habría nada. Una nada reconfortante y ligera. Dulce y adormecedora. Como una buena noche de sueño.

Como una…

Volvió a echar los ojos a la botella de la verbena antes de que un pensamiento lo asaltase.

¿Por qué no probarla? Si era veneno, al fin y al cabo, pretendía matarse. Y si, en verdad, era lo que ellos decían, podría regalarse un par de horas de tranquilidad como último deseo antes de acabar con su vida al día siguiente.

¿Cómo lo habían llamado ellos? Paz.

Destapó la botella y la olió. El líquido era rosado y olía maravillosamente bien. Se notaba que la habían recogido hacía más o menos poco.

¿Lo mataría?

Ojalá lo hiciese… pero después de una noche de dulce sueño…

Sin pensarlo ni un momento, le dio la vuelta a la botella y se tragó

todo el contenido. Luego se tumbó, de espalda a la pared como hacía siempre. Aquel día, hasta se quitó la camisa. ¿Qué le importaba que alguien viese su espalda si lo iban a encontrar frío y muerto?

Al menos, eso esperaba…

—¡Son las cinco y cuarto! ¡Arriba todo el mundo!

Jack frunció el ceño y tomó una fuerte bocanada de aire. Tenía la boca pastosa, le parecía que el corazón le iba demasiado lento en el pecho y, al moverse, sintió sus músculos entumecidos relajarse al instante.

¿Qué había pasado?

Había… dormido tan jodidamente bien… Ni rastro de su dolor de cabeza o de esas pesadillas que le estrangulaban la mente cada mañana, mordiéndole en su interior como clavos candentes, apuñalándole el cuerpo. No… solo… ese placer indescriptible a la hora de estirar los músculos…

Miró hacia la puerta al oír al viejo de Jabvpe pasar cantando como cada mañana y ni siquiera pensó en estrangularlo aquella vez. Oh, Dios, se sentía tan bien…

Solo quería… cinco malditos minutos más…

—Por las noches no me quiero acostar, por las mañanas no me puedo levantar. De noche te quiero y te adoro, de día quiérame usted, señor Isidoro. —Atravesó por debajo de la puerta el sonido de su voz.

Bueno, quizá no estaba tan bien como pensaba. Quizá todavía le quedaban ganas de estrangularlo. Al fin y al cabo —razonó, incorporándose en mitad de la oscuridad de la estancia—, todavía tenía que ir a trabajar.

¿Era posible convertirse en adicto a la verbena?

En aquel momento, tendría que haber estado de preaviso… pero qué demonios. Creyó que había una pequeña luz de esperanza. Que no todo estaba perdido. Que tendría todo el tiempo del mundo para quitarse esa patética y ridícula vida que sujetaba su cuerpo a su alma muerta.

Sin embargo, no lo pensó. Qué imprudente es este chico… Simplemente, fue al trabajo como siempre. Al pasar por los pasillos,

vio cómo el Tarado y otro más discutían con Leví en una esquina y

lo empujaban de forma amenazadora, librándose este con un gesto de desprecio y un manotazo de despreocupación.

Y el día ocurrió como cada otro; quitando malas hierbas doblados como animales, cortando viejos árboles que no valían para nada más que para leña o para estorbar (o para colgarse de una soga, claro), limpiando rastrojos y matojos mientras los capataces, un poco más tranquilos ante la actitud del nuevo esclavo, se emborrachaban con coñac sobre sus caballos.

Leví no le mencionó a Jack que lo vio extrañamente descansado, justo una mañana después de verlo charlar con los traficantes. Jack no compartió con él su secreto; simplemente, se sentaron con su cebolla, su trozo de patata y su bol de agua con pan de mijo de varios días ablandando a hacer esfuerzos por no escupir la comida.

No era que se hubiesen hecho amigos. Jack parecía ceder de vez en cuando en su obstinación de no hablar en corcupionés, así que Leví no tendría por qué convertirse en su compañero. Ambos lo sabían. Sabían que si alguien les pusiese una espada en las manos serían capaces de plantarle frente a Joshua o al mismísimo conde. Sabían que sus costumbres estaban marcadas por el hábito que hace empuñar un arma.

Ese secreto en común los unía en una extraña camaradería silenciosa.

Aquella tarde, mientras los esclavos estaban doblados a la mitad recogiendo rastrojos y cargándolos en carretas, dos soldados aparecieron por el campo. Al principio, se quedaron mirando el panorama de los hombres y las mujeres famélicos en sus uniformes mostaza que se doblaban al sonido del látigo. Después, los capataces se acercaron a ellos.

—¿Qué buscan? —preguntó Jack sin poder evitar mirarlos.

—Mmmm… nada bueno… —susurró Leví, más curtido y centrando su atención en su trabajo, el cual empezó a desempeñar con gran eficiencia.

Los soldados hablaban con atención con los guardianes de los campos. Luego, sin mediar palabra, bajaron hasta el área de trabajo y se dirigieron hacia Jack.

—¿Es este? —preguntaron, poniéndole la mano sobre el hombro.

El aludido se volvió sorprendido por el toque, frunciendo el ceño sin entender.

Leví, como siempre, desapareció de escena.

—Sí, es él —comentó como si nada el capataz, dándose la vuelta con su caballo y marchándose donde pudiera seguir emborrachándose en paz.

—Esclavo, ven con nosotros —ordenaron sin dar lugar a réplicas.

Jack se incorporó como pudo, frunció el ceño y miró a Leví, leyendo en su rostro un gesto de desolación que le aventuraba que no le esperaba nada bueno….

Aun así, la escasez de malas formas de los soldados hizo que los siguiera sin problemas, permitiendo que lo pusieran entre ambos y comenzaran la marcha.

No podía hablar con ellos sin traicionarse a sí mismo y demostrarles que hablaba bien su idioma. Mientras le daba mil vueltas a la cabeza sobre qué habría podido hacer para que lo llamasen así, la mayor incertidumbre que había vivido como esclavo se desarrolló en la nebulosa de su cerebro. No podía ser por su… desliz con el capataz. Había pasado hacía demasiado tiempo. ¿Un mes casi? Tampoco por aquella vez en que un esclavo intentó colársele en la cola y lo amenazó y lanzó hacia atrás. Estaba seguro de que nadie lo había visto…

Espera…, ¿sería por la verbena?

Paso tras paso, la mansión de Laserre empezó a hacerse más visible. Entró con ellos en el hall, dejando grandes manchas de barro por donde pasaba antes de ver cómo le dirigían al Hoyo.

Entonces, era cierto… iban a castigarlo.

—No, no, no, no —estalló, traicionándose a sí mismo al ver las frías escaleras de piedra que descendían—. No he hecho nada. No tenéis por qué castigarme.

—Entra ahí —le ordenó con frialdad uno de los dos hombres.

Su voz era como la peste negra y su barriga sobresalía varias tallas de su ropa, pero, aun así, era a él al que tenía que pedirle compasión.

—Es que no he hecho nada para que se me castigue, maldita sea — gruñó Jack aterrorizado, recordando el dolor de su primera paliza.

—¡QUE ENTRES! —le espetó de un empujón el segundo de los dos. Lo golpearon con la espada envainada en el estómago, provocando que este se doblase del dolor. Entonces, sin miramientos, lo agarraron

del pelo y empezaron a bajar a trompicones con él. Y por si se atrevía a escaparse, lo empujaron a mitad de camino, produciendo que el esclavo rodase escaleras abajo, sintiendo cómo cada piedra se clavaba en su maltrecho cuerpo.

Luego, aprovechando que estaba retorciéndose de dolor en el suelo, lo agarraron por el pelo y lo metieron en la primera de las celdas, sin ni siquiera encadenarlo. Cerraron la puerta de la prisión antes de que Jack tuviese tiempo de levantarse, echar a correr y aferrarse desesperado a los barrotes.

—¿QUÉ COÑO HAGO AQUÍ? ¡YO NO HE HECHO NADA, JODER!

—Son órdenes del conde, esclavo. —Fue al final compasivo el

guardia antes de darse la vuelta.

Jack se quedó estupefacto en el sitio. Los brazos colgando de los barrotes, la cara desfigurada por el miedo y su torso dolorido y magullado por la caída.

¿El conde? Entonces… ¿Iba a ir… el conde?

—¡JODER! —vociferó agarrando los barrotes y sacudiendo, emprendiéndola a patadas con la verja—. ¡JODER! ¡JODER! ¡JODER! —Se inclinó derrotado antes de murmurar—: Joder… yo no he hecho nada…

Las horas pasaron y el conde no bajaba. Jack buscó la manera de levantar los goznes de las puertas. Luego, dio vueltas, histérico, por la celda, tirando de las cadenas que encontraba ancladas a los muros.

Golpeó la pared con los puños. Gritó y se desgañitó.

Por último, se sentó en un rincón a esperar, expectante ante una explicación que le dijese por qué coño estaba ahí.

De pronto, él apareció.

Ni siquiera lo oyó llegar. Solo empezó a oler en la estancia el humo de un cigarrillo. Después, al estrechar los ojos, vio una sombra que se recortaba en la oscuridad.

Tomó aire molesto.

Joder, no se iba a dejar castigar por nada.

—Te estás adaptando bastante mejor de lo que creía. Con franqueza, Jack, esperaba que a estas alturas ya te hubieses ahorcado de forma cobarde en alguna esquina —le espetó el hombre, saliendo de la oscuridad y acercándose a él.

—Conde —contestó este en corcupionés—, quiero saber por qué coño estoy aquí.

Ramiel sonrió divertido ante aquello. Abrió los brazos como para mostrarle a su objeto lo estúpida que había sido aquella pregunta.

—¿Por qué estás aquí? Porque yo lo he ordenado, por eso —le contestó, con una mueca de entretenimiento.

Jack no se dejó intimidar. Vio cómo su torturador abría la cerradura de su celda y la cerraba a su paso. En su cadera, sobre tu traje de equitación, colgaba el látigo negro que él ya conocía.

—Me refiero a que no he hecho nada malo para tener que estar aquí.

¿De qué os sirve comprar a alguien como yo si la mitad del tiempo no puede trabajar?

El aristócrata, que parecía de un excelente humor, soltó un par de tenebrosas y oscuras carcajadas antes de darle una calada a su cigarro y observar desde las alturas al esclavo, sentado en el suelo y con toda la pinta de haber pasado un mes demencial.

—¿Sabes quién soy yo, Jack? —El chico tragó saliva ante la oscuridad de la voz de su amo—. Claro que lo sabes. Soy el puto hombre más poderoso de este reino. Yo no compro esclavos para trabajar. Mis ocupaciones son un poco más elevadas.

Dicho aquello, agarró un par de grilletes de la pared antes de acercarse al joven y sorprendido esclavo.

—¿Entonces qué cojones hago en Laserre? ¡¿Por qué no estoy muerto?! —estalló Jack, poniéndose de pie y encarándolo.

Ramiel se tomó un momento para observarlo con calma. Le dio una profunda calada al cigarro mientras se debatía entre cortarle la lengua al chico o darle una respuesta mínimamente reconfortante. Al final, optó por ser sincero.

—No estás muerto porque yo he decidido que te mantengas vivo — aseveró con malicia—. Soy un hombre con apetitos… peculiares.

Eso es todo lo que debes saber. Pero, antes de nada, seguro que un esclavo tan inteligente como tú entenderá que ahora, tu vida, consiste en obedecer cada una de mis órdenes sin cuestionar el por qué.

Jack frunció el ceño. El pecho parecía que iba a estallarle de rabia y de ira. Se tensó con fuerza, observando desde sus iracundos ojos verdes al maldito y tranquilo conde.

—Vamos a empezar con una facilita —se burló de él—. Las manos.

Un mes de esclavitud no le habían enseñado todavía suficiente prudencia al chico como para callarse y dejarse hacer.

—Entonces, qué, ¿me torturarás con ese látigo que tienes ahí? —le espetó, cruzándose de brazos.

—Exacto. ¿Ves como no eres tan estúpido? —Hizo un gesto con los grilletes para instarle a darse prisa—. Vamos.

—¡¿Y si me niego?! —Arrancó en un grito de rabia el otro—. ¡¿Qué cojones vas a hacer?! ¿Azotarme hasta que pierda el conocimiento? —se burló por la ironía—. ¿Matarme?

Ramiel se echó a reír antes de lanzarse contra Jack, sorprendiéndolo y poniéndolo con fuerza contra la pared.

—Oh, no lo entiendes —Sonrió con sadismo, apoyándose contra él y susurrándole al oído—. Puedo hacerte cosas mucho peores que esto. Puedo convertirte en mi puta —Al notar a Jack temblar ante aquel comentario, susurró—: No me importaría. No sería la primera vez…

—Eres un puto trastornado…

—PUEDO —le interrumpió— desnudarte y obligarte a fregar los suelos de la casa y a lamer por donde yo pase. Puedo encadenarte en mitad del invierno fuera, ponerte un collar de perro y obligarte a vivir como uno. Puedo hacer lo que me plazca contigo. ¿Sabes por qué, Jack?

Este permaneció callado, temblando bajo la presión del cuerpo de él y asqueado por el olor a sudor, alcohol y tabaco que desprendía.

—Porque estás jodidamente loco —le contestó.

—No —aclaró este con calma—, porque eres mi puto esclavo. Dicho aquello, agarró las manos de Jack y las encadenó a la pared,

dejándolas lo bastante altas como para que este tuviese que estar del

todo estirado. Entonces, le levantó la camisa y observó su obra y, sin quitarse el cigarro de los labios, susurró:

—Estás lleno de odio y de rabia. Te crees superior a esta situación. Pero no te preocupes, Jack. Un día haré que te arrastres por el suelo y me pidas clemencia. Un día haré que te refieras a mí como «Amo».

Hassahg de upeer shibro i là —le increpó en su propio idioma.

Jushamm, Jack, Jiah dekshg jiamasan de yrtya. —Fue el turno del conde de contrarrestarle.

En ese momento, justo antes de que el látigo se le clavase en la espalda, el esclavo comprendió que no tendría escapatoria. Que aquella maldita, asquerosa y nauseabunda costumbre de apalizarlo de cuando en cuando era la única y verdadera razón por la que Ramiel lo había comprado.

Ramiel, el Conde Loco.

Ramiel, el aristócrata de Corcupiones…

El puto único hombre capaz de contestarle en la propia lengua de la capital…

Aquella vez, ni siquiera le dejó descansar después de azotarlo. Estuvo golpeándolo en la espalda hasta que el esclavo se desmayó y sus rodillas cedieron contra la pared. Después, le lanzó un cubo de agua para reanimarlo, le quitó los grilletes y lo envió de una orden a trabajar.

Jack se tambaleaba del dolor y del mareo. Necesitó diez minutos para poder subir las escaleras de la casa. Después, con los ojos entrecerrados por el martirio de su espalda, se dirigió a través de los esclavos. Todos clavaron sus ojos de ratas leprosas y desvalidas en el hombre que se desangraba a cada paso.

Nada le ofreció una mano.

Todavía se creían mejores que él…

Rabia. Rabia sorda e impía. Ni siquiera tendría la capacidad de decidir si iba a vivir o morir.

Daba igual lo que hiciese. Cómo contestase. Cuánto trabajase. Ramiel lo había dicho muy bien. Nada de lo que hiciera marcaría una diferencia. Podía destriparlo cuando a él se le antojase.

Era peor que un perro… un jodido muerto. Un ser sin capacidad ni para decidir ni para reaccionar. Estaba demasiado enfadado y dolido, incluso para contemplar la idea de ahorcarse en silencio.

«Puedo convertirte en mi puta. No sería la primera vez».

Se apoyó en una pared del pasillo de los esclavos y echó la cabeza hacia atrás, solo para no ahogarse en su propia vida miserable, patética, inútil y vacía.

Entonces, oyó el característico golpe de un puño contra un cuerpo y un gemido de dolor. Jack alzó la cabeza con curiosidad, giró a la izquierda en el pasillo y se encontró con la estampa más trastornada que jamás se hubiera imaginado ver.

Leví se agarraba el estómago en una esquina mientras tres esclavos lo rodeaban con palos. Al ver que los había visto, los traficantes lo miraron amenazantes, avisándole de que se largara. Leví se dobló del dolor y perdió pie, jadeando profundamente y quedándose sobre una rodilla.

¿Cómo podían ser tan subnormales como para hacerse eso los unos a los otros cuando el verdadero enemigo estaba ahí fuera con un látigo en las manos?

El dolor lo hizo enloquecer. No podía evitar recordar las reglas y normas que cualquier esclavo u hombre libre conocía.

Golpear o dañar a otro esclavo era penado igual que si este dañase algo de su amo sin su permiso. Podían cortarle una mano por aquello. O azotarlo hasta matarlo. O arrancarle un ojo…

Es lo que él habría hecho cuando era libre.

Se estiró y se hinchó mientras se acercaba. Leví, al descubrir sus intenciones, negó con la cabeza, avisándole. Pero ya era demasiado tarde. Con un gesto de rabia, agarró el brazo del primero, al que reconoció como el Trastornado, y tiró fuerte para dejar una vía libre desde la que coger a Leví.

—¿Qué coño haces? —le recriminó la víctima, mirándolo como si

estuviera chiflado.

Los tres esclavos reaccionaron de otra forma diferente. El primero le lanzó un derechazo a la mandíbula de Jack que este esquivó agachándose. Aprovechó que tenía la guardia descubierta para encajarle tres golpes seguidos en el estómago, tumbándolo al momento. El cuerpo del Mamut golpeó la pared mientras se caía a un lado.

Leví lo miraba todo estupefacto y desbocado. Incapaz de creérselo Vio cómo Jack agarraba un puñetazo dirigido contra él como había

hecho con el látigo y cómo se disponía a devolverlo por triplicado. Entonces, algo de dentro le impulsó a gritar en el idioma de la capital:

—¡No les des en la cara! ¡Que nos buscamos la ruina, joder!

Jack lo miró sorprendido un momento antes de apartarse, agarrar el palo de madera con el que el Mamut había golpeado a su compañero e impulsarse en su propio cuerpo para darle a Alekj detrás de las rodillas y obligarle a tumbarse. Después, le rompió el palo en la espalda antes de agarrar al suicida del tercero que se lanzaba contra él, hacerle una llave y desbocarlo contra la pared.

El torso de Jack estaba lleno de sangre de las heridas abiertas. Sus ojos se hundían en sombras de locura y maldad. Sus manos temblaban en puños de rabia. Clavó sus ojos en Leví mientras se estiraba por completo y mostraba la supremacía de su altura y de su fuerza frente al resto. Sin pensarlo mucho, antes de dejarlo a solas con los traficantes que habían estado a punto de matarlo, sin que nadie le invitase, murmuró:

—Estamos en paz.

Desapareció en busca de dos horas más de sueño.

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