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Capítulo 2 | Los cuatro mandamientos

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Escritora consumada, concept artist en ciernes y adicta al trabajo. Do...


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Imágen destacada - Capítulo 2 | Los cuatro mandamientos

Leví nunca se había considerado el hombre más inteligente del mundo. Tampoco el más listo. No entraba en cuestiones metafísicas sobre si era un hombre, un objeto, un esclavo, un reencarnado o parte del cosmos etéreo que inundaba el planeta.

Para él, todo siempre se había reducido a la supervivencia. Por ello, tenía que ser más rápido, astuto y sibilino que el resto. Y, últimamente, dicho fuera de paso, invisible. El arte de sobrevivir como fugitivo en el bosque, de pasar por delante de los Noboar (los asquerosos cazadores de proscritos) o de ser capaz de despertarse cada mañana como esclavo estribaba en los mismos preceptos y mandamientos:

No te harás de notar. Nunca. De hecho, cuanto menos sepan de ti, mejor.

Su truco infalible era que los hombres que se situaban por encima de él le creyesen estúpido. Retrasado… o anormal. Pero no tanto como para dejarse torturar, vapulear o humillar sin otro pretexto que su cerebro.

Ahí entraba su segundo mandamiento.

Te escaquearás siempre que puedas de todas las cosas que te pidan. Y nunca te encontrarán en el sitio donde se supone que debes estar.

Este último era un poco más complicado de cumplir que el anterior. En Laserre, cada mañana a las cinco, cinco y media como máximo, un esclavo con un rango ligeramente superior al resto (otorgado por la gracia de los dioses, es decir, de los capataces), iba pasando por las dependencias de los esclavos, golpeando con una pequeña cacerola las puertas de madera.

El ruido te obligaba a levantarte al instante, mear rápido en un cubo y arrastrarte a los campos. Allí, varios capataces tenían instrucciones muy claras sobre quién debía estar trabajando y quién no. Si faltabas sin una causa justificada (véase justificada: muerto, muy muerto, en el Hoyo, cadáver o putrefacto) podías encomendarte a los dioses paganos, porque no la dejaban pasar. Así que la mayor parte del tiempo a Leví se le encontraba donde se suponía que debía estar. Pero eso no le preocupaba, ¿no habíamos quedado ya en que no se consideraba un hombre muy inteligente?

Su tercer mandamiento era incluso mejor que el anterior:

Robarás, afanarás y te quedarás con cualquier cosa que desees y que no posean personas claramente desequilibradas.

Cuando Leví vivía en los bosques ganándose la vida de forma honrada con el pillaje, ocasional secuestro y muy ocasional asesinato concertado, siempre tenía muy presente el hombre o la mujer a la que le estaba desvalijando. Nunca trataba con locos. Eso sí que no. Si algo comprendía de los perturbados es que estos han visto a la muerte de cerca muchas veces, han dialogado con ella, la han rozado y besado, y, aun así, esta les ha permitido seguir viviendo.

Y uno no quiere tener que lidiar con gente así, ¿no es cierto? Es decir, si ni los dioses los han querido para juzgarlos, poco podía hacer al respecto alguien como él. 

De hecho, ahora que se lo planteaba, había sido justo la ruptura de ese juramento lo que lo había convertido en un esclavo.

¡AHHH! Por eso los hombres estúpidos necesitan mandamientos y leyes. Porque si no los siguen, pasa lo que pasa…

En Laserre, Leví sobrevivía bien aplicándose a la perfección a ese tercer mandamiento, pero con una pequeña cláusula adicional: todo lo que robes debes consumirlo de inmediato.

Mira… ¡no es que no existieran sitios donde esconder el botín! Eran más de nueve mil m2 de campo, eso sin contar con el interior de la mansión donde vivían. Existían mil huecos y rincones entre las dependencias de los esclavos, los caminos viejos y los almacenes abandonados. Mil piedras sueltas que retirar. Y ni un puto soldado que se molestase en entrar para ver si Jabvpe, el esclavo de la puta cacerola y la función de guardar el orden en el interior, estaba en verdad GUARDANDO el orden y no había sido sobornado por las fuerzas del mal.

Que lo había sido. Pero… ¿quién le iba a culpar? El tipo estaba realmente viejo. Ni siquiera creía que él mismo fuese un hombre…

No. Era que Leví, cuando había caído en desgracia, cuando lo habían esclavizado y apalizado, había escupido en el interior del ojo tuerto de la Diosa de la fortuna. Y ahora, compartía habitación con otros cuatro esclavos: una raquítica y fea sirvienta, demasiado horrenda como para que alguien pudiera fijarse en ella y con una halitosis que se extendía como la peste bubónica; un tipo de las cocinas; tonto como una rata y con sus mismas facciones. Por cierto, valga la coincidencia, su único talento era cazar ratas y comérselas crudas. 

Ya sé que es carne, chico. Pero, por favor… ¿CRUDAS?

Y después estaban Crebensk y Alekj. Crebensk era un cabronazo retorcido hijo de puta que servía en los campos y en ganadería a ratos. Alekj era «compañero» de penurias agrícolas de Leví. Ambos servían y adoraban a su único Dios protector: Varo.

Varo era un esclavo gordo. Gordo como él solo. En unas condiciones infrahumanas en las que cada invierno morían varios esclavos de frío y hambre, en las que los capataces te desollaban por mirarlos mal y en las que la comida se repartía una vez al día y se componía en general de verduras pasadas, el hecho de que estuviese tan gordo te daba una idea rápida de lo increíblemente corrupto que estaba.

Trabajaba en las cocinas donde robaba los desechos, restos y lo que se fuera a pudrir de lo que quedaba. Su única ocupación era decirle al resto de esclavos que se apurasen haciendo lo que debían y amasar pan. Contando que en Laserre la única boca exigente a alimentar era un conde que parecía comer todavía menos que sus esclavos, eso le dejaba a Varo una inmensa cantidad de tiempo libre para dedicarse a su afición favorita:                                                             

CONFABULAR.

A ti te doy un retal de tela robada de este sitio a cambio de este favor (que nunca terminarás de pagarle, cómo no) y a ti te saco del atolladero en el que te hayas metido con tu capataz si te pones de rodillas y me chupas la polla.

Lo más divertido de todo era que esa esclava, que creía que todo se solucionaría con una mamadita rápida cerrando los ojos y mirando a otra parte, no sabía que cuando le haces un favor a Varo se lo haces a toda su jodida plantilla de equipo. Y eran cinco. ¡CINCO!

Luego, por supuesto, te tenían cogido por tu secreto.

—¿Y si el capataz se enterase de que en realidad la azada que devolviste no era la tuya?

—¿Y si Jabvpe supiese que te acuestas con otros esclavos sin permiso de tu amo?

Vamos, que si no estabas ya lo bastante jodido por el hecho de que eras un esclavo durante toda tu puta vida, todavía tenías que cuidarte de Varo. De hecho, Leví lo conocía de antes de que lo esclavizasen (y también se llamaba Varo. ¿No son graciosas las vueltas que da la vida?). Y había hecho negocios con él desde un punto estrictamente profesional.

Por eso, cuando les destinaron juntos a la casa del Conde Loco, Leví no pudo hacerse delante de él ni del resto de sus adoradores, el estúpido, el ignorante o el poco trascendental. Varo lo conocía y eso solo significaba que, tarde o temprano, volvería a por él.

Pero no se imaginaba que fuera a echarle tanta creatividad al asunto. 

Aquella noche mientras Leví se arrastraba de vuelta al área de los esclavos con la boca llena de los restos de una manzana que había robado en el campo, se preguntó si acabaría sobreviviendo el tiempo suficiente para ver a Varo caer por su propio peso.

No podía salirle todo bien. ¡No era posible! No ahora que era un esclavo…

Puso la mano sobre la puerta de su dormitorio y entró en la estancia. Al momento, Crebensk y Alekj levantaron la cabeza para mirarlo y sonrieron con prepotencia y alivio. Uno estaba apoyado contra la pared, mirando como el jodido pervertido que era cómo al otro una esclava tonta le compensaba algún sucio favor. 

Leví chasqueó con asco la lengua antes de tirarse sobre su asqueroso catre, evitando escuchar los gemiditos de pena, succión y tontería que tenía encima la desconocida. Estaba mareado y le costaba respirar, como siempre que se acercaba la primavera. Aunque él no se las hubiera visto, se le habían formado profundas ojeras alrededor de los ojos, y los cuatro pelos que le salían normalmente en la barba parecían mustios y quebradizos.

La chica terminó su cometido, se levantó limpiándose los restos de los desechos del esclavo y mirando a su alrededor, salió corriendo de la sala. Crebensk estiró la espalda con placer y, tras mirar a su compañero, sonrió con el despotismo del macho dominante que se cree merecedor de una medalla.

—Una menos. —Parecieron compartir entre ambos una broma privada.

Leví, fiel a su segundo mandamiento, fingía no escuchar.

—Pronto habremos tenido a todas las esclavas de la casa a nuestros pies comiéndonos la polla —se hizo el triunfador Alekj, tirándose de los testículos al mismo tiempo para recalcar su afirmación - . ¿Qué no?

—¡A TODAS!

«Tanto como a todas…», pensó para sí mismo Leví, notando cómo cada vez le costaba más llenar de aire sus pulmones, «a la de los ojos azules, la guapita, no le van a poner ni un dedo encima. Y a las que se trae el conde de vez en cuando y que duran menos de dos estaciones, tampoco. No son tan burros».

—Ya verás. Un día hasta la puta personal del conde va a suplicar por tragarse mi lefa.

«Pues sí, son más burros de lo que esperaba», pensó para sí mismo Leví.

Se dio la vuelta en el catre antes de cerrar los ojos. Le hubiera gustado quitarse la camisa para dormir, pero estaba convencido de que, si lo hacía, en algún momento de la noche alguien se la quitaría y tendría que verse envuelto en los asuntos de Varo para poder presentarse al día siguiente a trabajar.

Además, a excepción de Varo, nadie sabía que Leví había sido un hombre de armas. En su pecho, en lugar del clásico corte mal curado de un latigazo dado con saña o los hombros carcomidos por las fustas de los capataces, se veían largas cicatrices de espadas dentadas, hachas y algún que otro explosivo que se le clavó en la piel.

Nunca fue un mercenario muy honorable, la verdad fuera dicha, pero tampoco era el imprudente más grande del mundo. Y se supone que los esclavos no saben pensar, ni razonar, ni mucho menos envenenar un par de dagas y clavarlas en la abertura de la armadura de algún señor descuidado. Y así debía seguir.

Al cabo de un par de minutos, el silencio se hizo en la habitación. La esclava del aliento horrible apareció justo antes del toque de queda y de un salto se metió en la cama. Alekj y Crebensk siguieron bromeando y jactándose de su poderío como machos, ignorando el hecho de que sus otros compañeros intentaban dormir.

El hombre rata, como cada puta noche, gimió histérico entre sueños y se sacudió en su sitio. La estructura de la cama de Alekj se empezó a mover en un sospechoso balanceo horizontal y alguien, probablemente la chica, roncó profundamente desde el fondo de su garganta.

Solo Leví permanecía quieto, con la cara mirando al muro de piedra, los ojos abiertos como platos y surcos de muerte rodeándole los ojos. Su pecho no se hinchaba lo que debería, aunque el esclavo hacía un verdadero esfuerzo por dejar entrar aire a sus pulmones, apoyándose por la boca abierta y la nariz. Inclinado de lado, luchó por respirar durante lo que le parecieron que fueron agotadoras y extenuantes horas. Después, cansado, decidió que lo mejor que podía hacer era dormirse. Así que, como el idiota que era, cerró los ojos y se abandonó al horrible limbo que conformaba el mundo de los sueños.

No soñó nada. No habría sido capaz. De pronto, un enorme estallido de dolor en sus oídos y la sensación de ser estrangulado lo arrancaron de su paz y lo trajeron de nuevo a la realidad. Luchó por incorporarse, pero era incapaz. No podía respirar. 

No podía respirar.

No podía…. respirar.

Le faltaba el aliento. Se levantó con pánico de la cama mientras de su garganta solo salía un agudo y entrecortado pitido. El sudor frío le recorría la frente y por un momento se dio cuenta de que estaba empezando a perder la capacidad de fijarse y de encuadrar objetos.

—¡COMPAÑERO! ¡Compañero! —Saltaron de la cama a la vez Alekj y Crebensk, lanzándose sobre él—. ¿Estás bien, compañero? ¡Aguanta! ¡Aguanta, ya está aquí la ayuda.

Con la generosidad de un amigo de verdad, incorporaron a Leví del catre y le acariciaron la espalda. Los ojos del hombre rata y de la mujer se le clavaron con preocupación en su rostro. De pronto, de la nada, un desconocido apareció con una taza de barro humeante llena de plantas.

—Tómate esto, compañero. A sorbitos. Te vendrá bien.

—Venga, compañero, un último esfuerzo.

Leví dejó pasar aquel repugnante té que apestaba a ortigas y a salvia a través de su garganta antes de notar cómo, poco a poco, la contusión del pecho se iba deshinchando y dejaban de dolerle los oídos. El sudor cayó frío por su rostro, resbalando por su piel llena de polvo y sus negras ojeras, remitiendo aquel horrible pitido y normalizando su respiración

Tembló en su uniforme mostaza de esclavo y conforme pasaron los segundos, fue dándose cuenta de lo que había pasado. La noche, el frío, su pecho cerrado, el peso de la muerte encima… y sobre todo, la mano tranquilizadora de Crebensk subiendo y bajando por su espalda, de forma conciliadora. Sus neuronas se despertaron, la realidad se fue imponiendo en la sala, y, por un momento, Leví fue capaz de centrar los ojos y su expresión de pánico en sus camaradas de prisión.

—Bueno, compañero, ya estás mejor. —Sonrió Crebensk, levantándose y mirándole desde las alturas.

—Nos has dado un susto de muerte —comentó Alekj, con su rostro alargado y desfigurado por la luz de la vela que llevaba en las manos.

—Ya te digo, compañero.

—Pero ya estás mejor.

—Ya respiras mejor.

—Ese té era bueno. Lo hemos preparado para ti. A toda prisa.

—Y a estas horas… con los peligros que entraña…

—Pero, si no lo hacíamos, te morías. ¿Entiendes, compañero?

—Ya nos devolverás el favor.

—Sí, cuando puedas…

Dicho aquello, Crebensk palmeó con alegría el muslo de Leví. Y, tras sonreír satisfecho, apagó la vela de un soplido y se metió en el catre.

Quedaban pocas horas para amanecer, pero lo que estaba claro era que Leví no dormiría mucho aquella noche. Con el cuerpo perlado con sudor frío, no tuvo las suficientes energías como para maldecir su mala suerte. Se hizo una bola dentro de su sucio uniforme y cerró, agotado, los ojos. Pocas horas antes de que los primeros rayos del amanecer tocasen Laserre y Jabvpe apareciese por los pasillos con su cacerola, Leví se durmió por fin. Entonces soñó que Vera, la Diosa de la fortuna, lo miraba, se arrancaba el ojo y luego, con una sonrisa de pútrida agonía, se lo metía en la boca y se lo comía.

A la mañana siguiente, Alekj y Crebensk fingieron que nada había ocurrido. Se levantaron como cada día, mearon por turnos en el cubo y, después de lavarse la cara y las manos con el agua comunitaria que les dejaba una esclava en la habitación, salieron al pasillo.

Por un momento, Leví quiso creer que todo había sido un sueño. Había estado enfermo de los pulmones desde que era un crío y siempre se las había apañado para salir adelante. Pero jamás creyó que se metería en tantos problemas y molestias solo por sus ocasionales… «ataques».

Como cada día del resto de su vida, se dirigió a los campos, tratando de mantenerse fiel a su primera regla vital y pasar completamente desapercibido. El cielo estaba encapotado y la ocasional llovizna contribuyó a que la tierra estuviese húmeda y se abriese con facilidad cuando los trabajadores metían las manos en ellas.

Los capataces recorrían las hileras de los esclavos como al que le aburre su trabajo, restallando el látigo un poco por allí y otro poco por allá para motivar a los siervos más perezosos. 

Y a Leví se le iba pasando el día con la incómoda sensación de que soñar con la diosa de los desafortunados, era la señal de algo malo. Esperaba que se le acercaran durante la pausa para comer, pero esta no tuvo nada de especial. Alekj se quedó en un lado, riéndose de sus propias bromas y mirando de forma amenazadora a todo ser que llevase falda. Mientras tanto, Leví devoraba su ración de pan duro de mijo y remolacha, mojado con agua y con un leve regusto a pescado pasado, mirando a la nada y decidido a no comunicarse con nadie.

Intentó creer que, si no les miraba, si no le daba demasiada importancia al hecho de que le hubieran “salvado” miserablemente la vida, acabarían olvidando el asunto. Pero de nuevo, eso era solo porque en el fondo, Leví era un auténtico idiota. Un idiota con un pulmón podrido, al menos. 

Así que cuando esa noche volvió a su habitación y se fijó en la forma con la que el resto de los esclavos rehuían su mirada, supo que estaba bien jodido. Jodido y atrapado. Como una puta rata. Por mucho que lo intentase, no había lugar al que huir. No podía desvanecerse en el aire. No ahora que era un esclavo.

Con un quejido de agotado cansancio, puso una mano en la puerta y alzó sus ojos al enorme patriarca que lo esperaba sentado en la sala.

—Hola, Leví.

—Hooooooooola, Varo. —Arrastró las vocales con desaliento.

Se estiró con asco antes de quitarse la camisa y sentarse en la cama. En esos momentos, le compensaba que los putos perros de Varo supieran con quién se la estaban jugando.

—Me he enterado de lo que te pasó anoche. Casi una tragedia. Estábamos muy preocupados.

—Ya… ya… —murmuró Leví como si nada, recostándose en su catre.

—¿No te conmueve nuestro compañerismo? —le espetó Varo con frialdad.Sus porcinos ojos marrones bailaron con maldad sobre su repugnante papada. Leví arrugó la nariz con molestia antes de tomar aire y espetar:

—Nos conocemos desde hace mucho, Varo. Tu grupito me salvó la vida. Les estoy agradecido. Ahora dime qué carajo quieres de mí. Espero que sea una maldita cosa y no vayas alargando este asunto hasta el puto juicio final, porque yo quiero vivir el resto de mi vida como hasta ahora: en paz, sin meterme en vuestros asuntos ni vosotros en los míos.

El llamado patriarca alzó las cejas con sorpresa antes de sonreír levemente. No le gustaba que no se arrastrase por su benevolencia, pero algo en Leví le hizo pasar por alto aquel breve discurso de desafío. Quizá era por la cicatriz larga y dentada que el esclavo tenía en el pecho o puede que fuera más bien porque, tal y como este había apuntado, se conocían desde hacía mucho, mucho tiempo.

—Bueno. Solo quería pedirte un favor. No tienes por qué ponerte así.

—Escupe —atajó con rapidez Leví.

Alekj lo atravesó con la mirada. El resto de los perros de Varo: Safah, Yermien y Crebensk se mantuvieron a un lado.

—Sé que eres bueno con las manos. Eres capaz de robar cualquier cosa sin que nadie lo note. ¿Cómo lo llamáis en el bosque? Ahmmm… una… ¡sombra!

La mujer del mal aliento entró en la habitación. Al ver a Varo, tembló ligeramente en su uniforme, se dio la vuelta y echó a correr por los pasillos, con el pánico deformando su ya de por sí feo rostro.

El patriarca se permitió un segundo de descanso antes de mirar de nuevo al proscrito y añadir:

—Quiero que robes una llave.

—Eso está hecho. Una llave y punto. Nada más de esa mierda de mamadas y polvos eternos —contestó con rapidez Leví, haciéndose el duro.

—No… no… No me refiero a cualquier llave —Sonrió con maldad Varo—… quiero la llave del HOYO.

Leví palideció un momento. Luego abrió la boca en un gesto de rotunda estupidez. Quizá, a fin de cuentas, sí que iba a ser el esclavo más imbécil de toda la casa.

—¿Del Hoyo? —balbuceó como un tonto.

—Sí, del Hoyo —le aclaró por segunda vez el patriarca, abriendo los brazos de forma dramática y teatral—. ¿Eres sordo o es que no quieres darte por enterado?

Leví tembló un momento antes de tragar saliva.

El Hoyo…

Así que… ¿el Hoyo eh? Menudo enorme cabrón.

—No puedo robar esa llave. Lo sabes tan bien como yo.

—Me dijiste que eras capaz de robar cualquier cosa.

—Eso fue antes de que nos esclavizaran. ¡Joder, Varo! Sabes muy bien que solo el conde tiene la llave del Hoyo. Se la da a su esclava cuando la manda a limpiar y le exige que se la devuelva al momento. No puedo robarle al conde. Está loco.

Varo apretó los labios y dejó que una desaprobadora y malvada calma inundase la estancia. Y Leví esperó con paciencia a que volviese a hablar, convencido de que podrían llegar a otro tipo de acuerdo.

Entendía el valor que podría tener la llave del Hoyo para Varo. Laserre contaba con una enorme mazmorra, dividida en amplias celdas, escondida a través de una puerta en un lateral de la escalera del hall.

Aquel lugar había sido concebido para castigar a los esclavos más desobedientes y los siervos más inútiles. Se hundía varios pisos bajo tierra, hecho de la piedra más fría que nunca hubiera conocido. Además, estaba lleno de cadenas, grilletes, moho y polvo. Los esclavos que entraban allí no solían salir con vida. Los afortunados que conseguían subir los dos pisos de escaleras con sus propios pies, estaban en condiciones tan lamentables que casi tenían pinta de que hubiesen preferido morir.

El conde lo usaba con relativa frecuencia cuando compraba esclavos jóvenes. Cuando él entraba, a pesar del aislamiento de la estructura, los gritos y las súplicas por su perdón se oían en toda la casa.

—Hay otra persona que tiene la llave —apuntó con calma Varo.

—¿Quién? —Frunció el ceño el aludido, desconfiando al momento.

—Joshua.

Leví no pudo evitar echarse a reír con incredulidad, cruzando los brazos frente al pecho.

—No sé si preferiría incluso meterme en la cama del Conde Loco. Joshua puede descuartizarte por respirar cerca de él.

Varo se levantó con desgana, apoyándose en las piernas para conseguir mover la enorme masa de grasa de la que se componía su cuerpo.

—Leví,… me da igual cuánto tardes o cómo o con quién lo hagas. Quiero mi llave. —Antes de marcharse por la puerta, dejando que fuera otro el que se la abriera con reverencia, apuntó—: Si no me das lo que quiero, sufrirás las consecuencias. Y como tú muy bien has dicho, nos conocemos desde hace mucho tiempo.

La puerta de madera se cerró con un golpe seco antes de que Leví se quedase sobre la cama, petrificado y cabreado por su enorme falta de suerte. Antes de pasarse la mano por la cabellera, vio cómo los perros del enorme esclavo se metían cada uno en su catre con orden. Entonces, Alekj añadió:

—Bueno, compañero, voy a apagar la vela. Mañana nos espera un largo día.

—Y que lo digas, compañero. Tú no te preocupes por si te da otro ataque por la noche. Nosotros te vigilamos.

—Estaremos siempre ahí, compañero.

—Detrás de ti.

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