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Capítulo 10 | La azada

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Escritora consumada, concept artist en ciernes y adicta al trabajo. Do...


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Imágen destacada - Capítulo 10 | La azada

Llevaba ya un año en la casa, prestando su vida como esclavo. Por suerte, Jack no lo sabía. No podía conocer ese dato con certeza si quería seguir viviendo el día siguiente. Pero lo intuía. Lo intuía por las estaciones, por las noches en vela, por las esclavas que entraban vivas y salían muertas de los muros.

 En ese año, Ramiel lo había torturado diecisiete veces. Todas ellas con el látigo negro de cuero que nunca parecía malgastarse. En la mayor parte de esos momentos compartidos, lo dejaba colgando de los grilletes o atado como un perro para que se pasase la noche mascullando, odiando, llorando e inspirándole para sus nuevos cuadros y dibujos. Leví decía que acabaría cogiéndole el tranquillo. Pero no lo creía. Al fin y al cabo, Leví no tenía que soportar que, de vez en cuando, el conde lo llamase, lo colgase de las cadenas y lo convirtiese en su campo de tiro.

Para el otro esclavo, todo se reducía a no meterse con el resto, comer y, de vez en cuando, ante los sorprendidos ojos de Jack, hacer un juego de manos que le reportaban una verdura, un trozo de fruta o cualquier cosa que pudiese sisar de los guardias.

Era un verdadero artista como ratero.

Por lo menos, Jack había aprendido algo de soberana importancia: cuando el conde se marchaba, su vida se hacía radicalmente más sencilla. Menos dolorosa. Menos conflictiva. Los músculos de los hombros se le relajaban sin explicación, dormía mejor por las noches y ya no se daba la vuelta histérico cuando veía a cualquier desconocido acercarse a él.

Incluso para alguien que llevaba casi un año rondando la idea de la muerte, aquello podía malinterpretarse como falsa paz.

Pero entonces, de pronto, aparecía.

Veía la luz de su habitación encendida por las noches cuando volvía a la casa y se le paraba el corazón. Se encerraba en su cuarto y sudaba en frío, esperando el momento en el que él o un soldado en su nombre fueran a visitarlo. Temía ese momento porque no sabía cuánto tiempo más podría aguantar sin vomitar sus entrañas, sin gritarle e insultarle, sin suplicarle perdón. No sabía cuánto más aguantaría su honor, su orgullo mancillado, su alma indomable. No sabía cuánto faltaba para que él descubriese que la mitad de sus pesadillas las protagonizaba él.

A veces, por la noche, en su cuarto (sobre todo los domingos, cuando llevaba todo el día encerrado descansando), se pasaba los dedos por las cicatrices de los hombros y de la espalda y empezaba a contarlas. Nunca conseguía llegar a un número racional o cercano. Entonces, en la oscuridad de la noche, se le saltaban las lágrimas mirando a sus brazaletes, el absurdo código impreso y su destino sellado. E inclinaba la cabeza, apretando la mandíbula y los puños con fuerza y dejando caer su rabia y su frustración en forma de lágrimas. Había probado empíricamente que gritar, insultar a los capataces o despotricar contra su Amo, no traían más que dolor.

Se sentía preso y muerto, desperdiciado y desechado. Y, sobre todo, aterrorizado por Ramiel, que se había convertido en la sombra de su vida y de su dolor a cada segundo.

Por eso no lo vio venir. Tuvo que haber sido más prudente, más inteligente. Darse cuenta de que había otras amenazas además del noble. Pero, para él, el juego de los esclavos eran chiquilladas de niños comparado con lo que podía hacerle el conde.

Estaba trabajando en el campo como cualquier otro día. Empezaba a hacer frío y debería estar lloviendo; en vez de eso, la tierra estaba helada y costaba verdaderos horrores abrir un camino en el que sembrar el maíz del otoño. Los esclavos habían empezado a trabajar con sus camisas, a acercarse unos a los otros cuando recibían la comida y a comentar lo duro que sería aquel invierno en comparación con el resto.

Las herramientas caían en golpes rítmicos y regulares. Mientras el esclavo se estiraba para aliviar su espalda del dolor, el cielo tronaba sobre sus cabezas, amenazando con inundarlos con una lluvia incierta y tenaz.

A diferencia de Leví, al que parecía ponerle de buen humor el otoño, Jack cada día se sentía más templado. Más helado. Más propenso a dejar pasar detalles por alto mientras su trabajo se convertía en la única fuente de distracción que tenía ante lo que él entendía que era su única tarea:

Tragar.

Tragar bazofia de mijo o restos de alimentos al mediodía.

Tragar agua a la desesperada cuando la sed te cortaba los labios y estos se te hinchaban y sangraban. Tragar cuando su Amo le retaba a contestarle, látigo en mano, con la sangre de su esclavo salpicándole la camisa.Tragar.

Mientras abría camino para las semillas, siguiendo la ruta de senderos que le habían ofrecido los capataces, se encontró con un tronco viejo y caído que obstaculizaba su seguimiento. Clavó su azada a pocos metros, se acuclilló, tomó la madera podrida de un lado y la levantó para llevarla al carro donde solían llevar los desechos. Los gusanos y bichos que habitaban debajo corrían entre los dedos de los pies de Jack, indiferentes ante la actitud de su dueño.

El esclavo llevó con parsimonia la madera a su sitio y volvió ante la atenta mirada del capataz, del más bajo de los dos. Había aprendido  a diferenciarlos por apodos como «el Demonio» (Mc’Culligan) o «el Caído» (por su episodio con el látigo y que, en verdad se llamaba, si Jack había oído bien en su día, Despointes). Cuando volvió a su puesto, adormilado y todavía sintiendo en el estómago las gachas que les habían dado de comer hacía dos horas, descubrió que su azada no estaba donde la había dejado.

Miró confuso a su alrededor, viendo el hueco en la tierra que había dejado en el lugar exacto en el que la había clavado. Los esclavos a   su alrededor parecían repentinamente concentrados en lo que estaban haciendo.

Por una vez, cuando vio al capataz acercarse, lo tomó más como un aliado que como el hombre que se emborrachaba cada día de la petaca de metal y les deslomaba con un látigo marrón manoseado.

—¿Qué está pasando? —lo increpó al ver la expresión compungida y confusa del esclavo.

—Mi azada no está. Alguien ha tenido que cogerla. —Trató de entender la situación, pasándose las manos por la cabeza y llenándose la frente de tierra.

Despointes lo miró cansado. Después, echó un vistazo a su alrededor por si alguien sabía lo que había pasado con la herramienta.

—¿Estás seguro de que la dejaste aquí? —le preguntó con paciencia—. ¿No te habrás confundido?

—¡Estaba aquí mismo! —espetó Jack a la desesperada, señalando el punto donde la había dejado—. ¡Alguien ha tenido que habérsela llevado!

Mc’Culligan los observaba desde la lejanía, mascando una pajita de trigo que había encontrado tirada por alguna parte, viendo si tenía que acudir en socorro de su compañero como había ocurrido meses antes.

—¿Alguien se ha llevado la azada de este esclavo? —preguntó con desgana entonces el más regordete de los dos antes de soltar un sus- piro de cansancio, como si la situación le abrumase—. ¿No? Última oportunidad.

Nadie pareció levantar la cabeza. Jack se volvió con un gesto de frus- tración y buscó a Leví, pero como siempre que un capataz se acercaba y tenía la ocasión, no se le encontraba por ninguna parte. Por un mo- mento, lo maldijo para sí mismo antes de darse cuenta de que entre esclavos no había aliados que valiesen.

—Te quedarás hasta terminar tu trabajo —le espetó con resolución el capataz, ni siquiera dignándose a bajar del caballo.

—¡¿Y ya está?! —se escandalizó Jack.

Despointes no pareció pensárselo mucho. Atravesó con sus agotados ojos al esclavo, frunció el ceño y se llevó la punta de los dedos al látigo, avisándolo con un gesto tan sutil lo que pasaría si insistía.

—Tú eres el responsable de tu azada. Si a final del día no la encuentras y la devuelves como el resto, te quedarás todas las noches hasta que pagues una nueva con tu trabajo. Así son las cosas.

Jack se abrió de brazos, frustrado ante aquella situación que le sabía en la boca tan injusta como la sangre recién derramada. Volvió a mirar a su alrededor con rabia, pero el resto de los esclavos callaban y trabajan con una expresión culpabilizadora en sus rostros.

El desesperado siervo los conocía a todos ellos: Bonn, Vert, Raúl, Adam, Erio, Lie, Mien, Alekj…

Espera… Miró con detenimiento al esclavo con el que se había peleado hacía un mes, descubriendo que él era el que más relajado e ino- cente parecía de todos.

Joder, había sido él.

—Ponte a trabajar —le indicó Despointes con un gesto que no daba lugar a la réplica.

—¿Con qué? —se envalentonó el estúpido del esclavo, cruzándose de brazos y abriéndose de piernas—. No tengo herramientas.

—No es mi puto problema. —Perdió todo rastro de entendimiento Despointes, inclinándose hacia delante y salpicando con su saliva la cara de Jack—. Hazlo con tus jodidas manos, esclavo.

Dicho lo cual, movió su caballo un par de metros más allá, tomó el mango del látigo e hizo una muesca en la tierra.

—Tienes que hacer hasta aquí si quieres volver a casa a dormir. Pobre de ti si no lo consigues. Te ataré a ese poste de ahí —Mostró el lugar dedicado a los castigos de los esclavos de los campos— y por cada palada que te falte te daré diez latigazos. Me da igual si mueres en el proceso.

Jack abrió los ojos espantado cuando vio cómo el capataz se volvía y ponía su caballo a un par de centímetros de él, obligándole a dar un par de pasos hacia atrás si no quería ser arrollado.

—¡Ahora, PONTE - A - TRABAJAR - DE - UNA - PUTA - VEZ! —Distanció las palabras para hacerse oír.

El esclavo se mantuvo en su postura unos segundos antes de ceder. Se pasó la mano por la cara para quitarse los restos de saliva y en retribución acabó llenándose de polvo y suciedad. Se inclinó entonces hasta estar de cuclillas y clavó las uñas en la tierra dura por el incipiente frío.

No se había dado cuenta, pero la marca que le había hecho el capataz estaba más lejos de lo que parecía. Incluso con su azada, habría tardado un poco más del horario laboral en llegar a ella. No obstante, era un inconsciente, como el resto ya sabía.

Al principio, le pareció fácil. Abría con las manos la tierra fría y la iba apartando. Cuando se encontraba con una de las numerosas piedras o ramas, las dejaba a un lado y continuaba su trabajo. Notaba las miradas por encima del hombro del resto de los esclavos, pero había decidido darles un trato de frialdad y pura indiferencia. Al fin y al cabo, los muy cobardes habían callado y lo habían vendido con su silencio. Y si pensaban vencerlo con trabajo duro era que no lo conocían nada en absoluto.

Conforme pasaban las horas y el sol iba cayendo del cielo, su ritmo fue empeorando. Todavía quedaba muchísimo para llegar a la marca… Le dolían demasiado los hombros agarrotados, la espalda contracturada y los brazos. Empezó a hacer surcos menos profundos sin darse cuenta. Un latigazo salido de la nada le sacó de su error. Se volvió furibundo hacia Despointes antes de que este le espetara sobre su montura:

—Hazlo bien, esclavo. No tienes ninguna prisa.

En eso tenía razón. Jodido animal inhumano… No tenía ninguna prisa por terminar… ¿Qué le esperaba en la casa? ¿Un catre y una puerta cerrada? ¿La amenaza de los ojos de Ramiel clavándosele en la nuca? ¿Las pesadillas? ¿La angustia en el pecho que lo ahogaba cada vez que se quedaba sin nada que hacer?

Volvió a hundir las manos en la fría, cruel y dura tierra para apartarla. Tenía que llegar a la marca fuera como fuera. No iba a permitir que lo atasen y le destrozasen la espalda en público. Diez latigazos por cada palazo no era un asunto de broma. Y los capataces, raramente hacían el esfuerzo de hablar como para no cumplir sus promesas.

Cuando el resto de los esclavos se fueron, a Jack todavía le quedaba un largo camino para acabar. Al pasar a su lado, Alekj sonrió con malicia y junto a Crebensk patearon un montón para deshacer una porción de trabajo, riéndose con maldad mientras se iban.

Para colmo, parecía que Despointes no tenía ninguna intención de marcharse a casa tampoco. Bebía apoyado en su caballo, a pocos metros donde Jack hacía verdaderos esfuerzos por continuar.

Después de seis horas de trabajo repetitivo, las manos empezaron a dolerle y a quemarle en cuanto las metía en la tierra y se encontraba con alguna piedra. La espalda le ardía y el sudor que le caía por la frente le nublaba la vista. Jadeó agotado al darse cuenta de que había luna llena y que podía ver a la perfección por dónde seguir.

—¡VAMOS, ESCLAVO! —Lo empujaba el capataz con saña mientras seguía con el coñac.

Sus pies resbalaban por los surcos cuando avanzaba. Se cayó varias veces de puro agotamiento antes de que el látigo lo hiciese levantarse, apretando la mandíbula con fuerza y tragando saliva.

Tenía que llegar a la marca.

TENÍA que llegar a

la marca.

Sus brazos estaban marrones y llenos de polvo y de suciedad hasta los codos. Sus rodillas estaban magulladas por todas partes y notaba sangre caliente atravesar su espalda fría de los azotes que recibía.

El capataz, por una maldita vez en su vida, parecía estar haciendo bien su trabajo. Permanecía semirecostado en su montura, dando paseos de arriba abajo por los campos y volviendo en el momento en el que veía al esclavo derrumbarse para azotarlo con el látigo.

Los últimos centímetros fueron los más duros. Las manos le hervían del dolor y tenía varias ampollas abiertas y supurando un líquido blanco que se le mezclaba con la tierra pegada. Cada vez que se encontraba con una piedra y se golpeaba una uña, Jack soltaba un gruñido de dolor que casi siempre iba acompañado de un latigazo. Por si acaso, claro. La uña del dedo meñique se le había partido y le sangraba, y varias más estaban magulladas. El simple hecho de rozarlas le provocaba un calambre de dolor.

Despointes no se apiadó ni un momento de él. Ni un par de centímetros. Ni cuando este se caía, ahora con el sudor frío empapándole el cuerpo. Ni aunque fuera de noche y la mitad del tiempo no viese bien por dónde iba, corrigiéndole siempre que veía que en una zona no había quedado del todo bien excavada.

Cuando por fin Jack llegó a la marca y apartó la última brazada de tierra, el gordo capataz, en vez de darle la enhorabuena, bajó del caballo y lo observó jadear en el suelo, cubierto de polvo y de suciedad de pies a cabeza, incapaz de levantarse del sitio en el que había caído.

—Bien. ¿Y la azada?

Jack lo miró como si se hubiera vuelto loco. Se pasó la mano por la nariz antes de decir:

—¿Qué pasa con la azada? ¡Ya os lo dije! ¡Alguien se la llevó! —contestó en un corcupionés acelerado.

Despointes se lo pensó un momento antes de hacer un gesto de indiferencia con la cara y mirar al cielo.

—Queda una hora y poco para que vuelvas al trabajo. No creo que te dé tiempo a volver, así que hoy duermes aquí.

Lo tomó de la camisa y lo arrastró como un perro al poste de madera. Allí, tomó los grilletes empapados de rocío y se los puso en las muñecas al siervo, dejándolo tirado en mitad de ninguna parte y con un gesto de completa desolación en su rostro lleno de polvo y de tierra.

—Continuarás trabajando cada noche hasta que pagues las herramientas que has perdido.

Jack ni siquiera le contestó. No procesó lo que significaban aquellas palabras. Agotado como estaba, se dejó resbalar por la tierra, cuidando de no acercar las manos a ninguna superficie por el dolor que eso le ocasionaba. Dejó que se marchase el capataz y, resignado a su suerte y exhausto por el trabajo, apoyó la cabeza en la estaca de madera hasta que el mundo desapareció de su alrededor.

FLUSH

Un cubazo de agua helada lo hizo despertarse. Tenía la sensación de haber dormido menos de tres minutos mientras notaba el líquido correr por su rostro, colgando de la nariz y de la barbilla. Alzó sus ojos verdes cansados mientras veía a la hilera de esclavos ir desfilando frente a él, tratando de no mirarlo y de que la culpabilidad no se mostrase en su rostro.

Alekj, sin embargo, aprovechó que Despointes hablaba con Mc’Culligan para acercarse a Jack, alzar las cejas en un gesto de preocupación y comentar:

—Ay… ¿estás bien, compañero? ¿Necesitas una azada nueva? Creo que hemos visto la tuya río abajo esta mañana…

Jack no tuvo ni fuerzas para contestarle. Frunció el ceño con desprecio y escupió a un lado al ver al puto TARADO y al MAMUT de mierda alejarse. Después, tendió obediente y resignado las manos para que Mc’Culligan se las desatase.

—Vamos, a trabajar —le espetó este con rabia, empujándolo con mala saña al ver que el esclavo tardaba en reaccionar—. Hoy irás al equipo del estiércol.

Vertün devpoilà —contestó el apaleado en su propia lengua.

—¡LEVÍ! —se desgañitó el estirado y malencarado capataz—, acompaña a este subnormal a ver si aprende una puta palabra de nuestro idioma.

Leví, que había aparecido casi de la nada, afirmó con la cabeza y dejó la azada antes de mirar de reojo a Jack y ver cómo este se dirigía, complaciente, al comienzo de los campos, donde les esperaba una carreta llena de maloliente estiércol que tendrían que extender por los campos.

Mc’Culligan, sin perder un momento, tomó la pala del carro y se la puso en las manos a Jack antes de apuntarle con el mentón en un gesto de desafío.

—Tú echas el estiércol y él que lo extienda.

Sin darle tiempo a replicar, se dio la vuelta y se marchó.

Jack hizo verdaderos esfuerzos por sujetar la pala, pero en cuanto el mango de madera rozaba una de sus ampollas abiertas, sus manos se abrían de forma automática por el dolor. Cerró los puños con fuerza, intentando hacer frente a la angustia antes de que al abrir las manos y destensar los dedos viese la sangre seca de las uñas aparecer bajo la tierra.

Leví se le acercó con un gesto de resignación antes de bufar para sí mismo, dudar un momento y quitarle la pala de las manos a Jack.

—Dame. Yo me ocupo.

Este asintió con la cabeza, en un mudo agradecimiento.

El ratero se encargó de tomar el estiércol y, de paso, lo dejaba caer en las zanjas y lo repartía por encima para evitarle ese trabajo a Jack, vigilándo por el rabillo del ojo por si acaso este se desmayaba.

Avanzaron sin pausa, pero sin prisa, comprobando cómo Mc’Culligan no le quitaba el ojo de encima al castigado esclavo, aprovechando cualquier momento para soltarle un par de latigazos o un grito de rabia. Ante los ojos de Leví, Jack callaba. Lo miraba con rabia de reojo, mal- decía en herjmansko y callaba.

Por fin, parecía que callaba.

A la hora de comer lo vio titubear, como si se esperase que le fueran a castigar sin comida. Entonces, tras conseguir su ración, fue a sentarse en el tronco apartado donde siempre se recluían Leví y él. Sin más contemplaciones, al llegar su compañero, lo miró desde la profundidad de sus ojeras y murmuró:

—Te cambio tu agua por mi comida.

El ratero pareció pensárselo antes de darle su agua y tomar solo una patata de la comida de él.

—Toma, te hará falta.

No tardó ni dos minutos en coger su ración de agua y bebérsela con avidez. Después, empleó la segunda en lavarse las manos, apretando la mandíbula con dolor cuando llegaba a alguna ampolla abierta o se le movía un trozo de uña partida.

En cuanto terminó, se tumbó detrás del tronco, donde no pudiesen verlo y murmuró:

—¿Me avisas cuando nos llamen al trabajo?

Leví, al oír aquello, sonrió como un maestro ante un alumno aventajado. Tomó aire y afirmó con la cabeza, viendo cómo en cuestión de segundos Jack perdía la conciencia contra el suelo.

Aquella noche, tampoco le permitieron volver a la casa. Amparado por una lámpara de aceite y la luna, estuvo repartiendo estiércol hasta que Mc’Culligan se cansó de insultarlo, desollarle la espalda y patearle la cabeza desde el caballo.

Estaba convencido de que Jack no era capaz de entenderlo, así que le hostigó cuanto quiso y más.

—Puto perro esclavo. Sí, trabaja con la mierda de los cerdos como deberías hacer. Te crees mejor que el resto, ¿no? ¿Te crees que estás por encima de la media? No eres más que otro jodido esclavo. Un número. Si te mueres, te sustituimos y punto.

Al parecer, no se había puesto de acuerdo con su puto compañero sobre la capacidad de entender el corcupionés de Jack. Pero este, extenuado como estaba, no demostró ser capaz de comprender ni una sola palabra, dejando que lo pisoteasen, empujasen, que le escupiesen o que el látigo cayese sobre su espalda por la simple razón de que Mc’Culligan parecía tener los huevos del revés.

Lo encadenó a las ruedas de la carreta de madrugada antes de marcharse. No fue capaz de entender la mirada de agotamiento que este le lanzó al cielo nublado antes de que le empezase a llover encima, empapándose y deshaciéndose de toda la tierra y del mal olor que había acumulado esos dos días.

Sin embargo, la lluvia no le dejó descansar del todo. Le caló el uniforme hasta que se convirtió en una segunda piel. Le golpeaba los pies heridos y las manos abiertas, escociéndole a cada instante. Le obligó a hacerse una bola, con el pelo lamiéndole el rostro y el frío calándole los huesos.

El amanecer llegó con carcajadas por parte de Alekj y de Crebensk al ver a Jack tiritando de frío, empapado por la lluvia de la noche y con las manos encadenadas como cada mañana. Sus oscuras ojeras mostraban que no habían sentido piedad por él ni un maldito segundo. Las azadas parecían estar hechas del jodido diamante en bruto más grande del centro del puto planeta porque el trabajo no parecía acabarse jamás.

Cada vez que el resto se marchaba, Despointes o Mc’Culligan se turnaban para quedarse vigilándolo. Le dieron tareas absurdas, pero agotadoras: Limpiar el granero y los cobertizos. Limar y pulir maderas de construcción. Cortar leña. Retirar restos de excrementos de las cuadras de los cerdos y llenar los carros con ellas. Quitar y arrancar malezas. Apilar rocas para la creación de nuevas despensas. Llenar los enormes depósitos para el riego, cargando con cubos de agua desde el pozo más cercano.

Lo seguían como sombras, incansables, infatigables sobre su montura, látigo en mano a cada momento.

Mc’Culligan era un mal follado, cabrón, estirado hijo de puta que parecía experimentar placer en hacer sentir al esclavo como un puto insecto.

Despointes era más flexible. Vigilaba que las cosas se hicieran bien, pero en los últimos días permitía que Jack se fuera a dormir en cuanto notaba que este empezaba a perder pie y a desmayarse.

Mc’Culligan prefería despertarlo con una patada en el estómago y un escupitajo en la cabeza. Despointes, por el contrario, mandaba a un esclavo a que le lanzase un cubazo de agua.

Cada uno tenía sus métodos, pero ambos se ponían de acuerdo con las guardias.

Cuando llegó el domingo, Jack se despertó a las ocho de la mañana por su propio pie. Abrió los ojos justo a tiempo de ver al capataz más gordo y bonachón de ambos acercarse en su montura. Sin mediar palabra, ante la mirada agotada del chico, lo tomó de los grilletes y lo llevó algo más lejos, hasta el depósito de agua principal de la casa. Allí, le quitó las cadenas, le señaló un par de cubos y el pozo a un kilómetro y medio, se sentó placenteramente bajo un árbol y se puso a fumar  en pipa y descansar. Mataba el tiempo viéndolo ir y venir, perder pie por el cansancio y derramar un cubo entero de agua antes de repetir el proceso.

El esclavo había desarrollado una costra amarilla en las manos, sobre todo en las zonas donde se hacía más contacto. Esta se le había cubierto por una superficie blanca y dura y los trozos de uña partidos se le habían caído para dar lugar a enormes y dolorosos hematomas morados, amarillos y rojos.

Daba puta pena...

No era consciente del lamentable aspecto que ofrecía. Estaba extremadamente delgado, con enormes ojeras negras. La piel se le pegaba al rostro mostrando la forma de su calavera. La barba le salía dolorosa por la piel. Además, le había crecido el pelo hasta llevarlo por debajo de las orejas. Solía apartárselo hacia atrás cuando tenía agua a mano, pero como no era la ocasión, se le pegaba a la frente por el sudor y le daba una apariencia todavía más amenazante si cabe.

Parecía haber madurado de golpe en pocos meses.

A la hora de comer, Despointes dejó su pipa a un lado, llamó al esclavo y esperó hasta que este hubiese dejado su carga para indicarle que se acercarse.

—¿Vas a hacer otra tontería como lo de tu primer día? —le preguntó con un gesto de mal humor, apuntándolo con la pipa.

Jack alzó una ceja interrogante. Parecía exhausto.

—Fue… un poco precipitado… sí —admitió con un gesto de

culpabilidad desde su voz ronca y profunda como el infierno.

El capataz pareció conforme.

—Siéntate —Le indicó un sitio frente a él—. No me mires a los ojos. El esclavo no tuvo ningún problema con obedecer. Se sentó como pudo y miró al suelo, tan cansado que los momentos en los que el sol se

filtraba entre las nubes y le daban en su camisa rajada o en su nuca le sabían a gloria. Pensó en masajearse los brazos doloridos o los hombros hinchados, pero no supondría ninguna diferencia.

Así que, clavó la mirada en un punto aleatorio del suelo y esperó. Escuchó a Despointes buscar en su bolsa antes de sacar una hogaza de pan de centeno y un trozo de queso. Cortó una generosa porción con su navaja y se la tendió al sorprendido siervo.

—Esto es lo mejor que vas a comer en tu vida —Le indicó con un mal gesto, viendo cómo Jack lo tomaba con prudencia con sus manos negras—. Como alguien fuera de aquí se entere de esto, me aseguro de que te mueras de hambre. ¿Entendido?

—Sí… —musitó Jack metiéndose un trozo de pan con queso en la boca.

Tenía razón. Era lo mejor que había comido en, al menos, un año. No era como el pan que les daban que estaba tan duro que había que remojarlo en agua antes para poder masticarlo. Este tenía una miga blanda y esponjosa y una corteza crujiente. El queso se le deshacía en el paladar en un regusto de increíble sabor. Se le hizo la boca agua mientras se retrasaba a propósito para alargar la comida y el descanso. De pronto, algo le devolvió a la tierra.

—Menuda faena te han hecho, ¿no? —rompió de pronto el silencio Despointes.

Jack lo miró con extrañeza a los ojos, rompiendo la regla del capataz. Al darse cuenta de que este reaccionaba con violencia, echando la mano al látigo, apartó la mirada y se inclinó todavía más hacia delante, protegiendo la comida.

—¿Por? —Se atrevió a murmurar

—Te robaron la azada, ¿no?

Ahora su extrañeza sí que era máxima. Pensaba que los capataces eran sacos de órganos, mierda y coñac, cuya única función era no pensar y joderle la vida a cuanto esclavo estuviese a su cargo. Tragó con lentitud un nuevo trozo de pan antes de aplastar un bicho que le subía por el cuello con los dedos. Estaba acostumbrado a sentirse poblado de insectos desde la primera noche que durmió en el campo.

—Pero mala suerte. Así son las cosas. Si no sabes cuidar de ti mismo y de tus cosas, te jodes. Así funciona esto. —Fue su gran aportación filosófica a la causa.

Jack tomó aire con rabia y se terminó su porción de pan y de queso. Después, clavó sus ojos verdes en el capataz antes de ver cómo este daba cuenta de una segunda y tercera rodaja de queso y pan.

El estómago le rugía al silencioso y agotado esclavo.

—¿Cuánto más tendré que trabajar…? —Se atrevió a hacer la pregunta, tomando aire todo lo despacio que pudo.

—¿Mmm? Me imagino que hasta el jueves o el viernes de la semana que viene.

El esclavo recordó las palabras de Leví cuando, en su cuarto día de castigo le había dicho que los capataces no solían «pasarse tanto con los castigos». Pero, que con él iban a hacer una excepción porque «fuiste un puto imbécil y tiraste a uno del caballo».

—La próxima vez no cabrees a la gente sin una razón —le recomendó Despointes poniéndose en pie y haciendo un gesto al esclavo para que lo imitase—. Y ni se te ocurra ahora buscar al que te robó la azada y vengarte. Solo empeorarías las cosas.

Jack asintió con la cabeza antes de tomar el palo de madera del que colgaban los dos cubos. Se lo cargó a los hombros, notando al momento cómo el peso se le resentía en sus músculos agarrotados y llenos de cardenales.

—Si me entero por algún casual  de  que  te  has  vengado, me cebaré contigo. Te haré sufrir. ¿Lo has entendido, chico?

—Sí.

Despointes sonrió satisfecho. Estaba convencido de que trece días de castigo, trabajando por la noche y durmiendo encadenado bajo las inclemencias del tiempo serían suficiente para disuadir al esclavo de cualquier tontería futura. No obstante, Jack llevaba todos esos días alimentándose del deseo de clavarle los dedos en la garganta a Alekj hasta que se pusiese azul y perdiese la vida.

Ninguna amenaza iba a evitar que les hiciese pagar por lo que le habían hecho.

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